William Burns de Roberto Bolaño
William Burns – Pancho Monge
Situación narrativa
1
(No representada; presente en el discurso
de Burns)
Pancho Monge – narrador
Situación narrativa 2
(Parcialmente representada: dos intervenciones de Monge)
Narrador – narratario
Situación narrativa 3
(Representada)
Esquema/ Niveles
Narrador extradiegético: ulterior/homodiegético/disc. traspuesto y
restituido/no foc.
Supo una historia que va a contar
(Situación narrativa 3)
Diégesis
Pancho Monge cuenta al personaje-narrador una historia
sobre
William Burns.
(Situación narrativa 2) Monge (N):
ulterior/homodiegético/no distancia/no foc.
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Personajes:
- Pancho Monge
- personaje narrador
La voz de Monge en diálogo
Aparece en dos momentos:
- “[…] el norteamericano era
Un tipo tranquilo […]”
- “Seis meses después […]”
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WILLIAM BURNS Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño
William Burns,
de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge,
policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí. Según Monge, el norteamericano
era un tipo tranquilo, que jamás perdía los nervios[C1] , afirmación que parece contradecirse con el
desarrollo del siguiente relato. Habla Burns:
Era una época
triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. Me aburría
soberanamente, yo, que antes nunca me aburría. Salía con dos mujeres. Eso sí que lo
recuerdo con claridad[C2] . Una era más bien veterana, de mi edad, y la otra
casi una niña. Aunque a veces parecían dos viejas enfermas y llenas de rencor,
y a veces parecían dos niñas a las que sólo les gustaba jugar. La diferencia de
edades no era tan grande como para que se las confundiera con madre e hija,
pero casi. En
fin, ésas son cosas que un hombre sólo puede suponer, nunca se sabe[C3] . El caso es que estas mujeres tenían dos perros,
uno grande y otro pequeño. Y yo nunca supe cuál perro era de cuál mujer. Por
aquellos días compartían una casa en las afueras de un pueblo de montaña, un
lugar de veraneantes. Cuando comenté con alguien, un amigo o un conocido, que me iba a
ir a pasar una temporada allí, éste me recomendó que llevara mi caña de pescar[C4] . Pero yo no tengo caña de pescar[C5] . Otro me habló de almacenes y de cabañas, una vida regalada, un
descanso para la mente[C6] . Sin embargo yo no fui con ellas de vacaciones,
estaba allí para cuidarlas. ¿Por qué me pidieron que las cuidara? Según
dijeron, había un tipo que quería hacerles daño. Ellas lo llamaban el asesino.
Cuando les pregunté el motivo, no supieron qué decir o acaso prefirieron que
sobre eso yo no supiera nada. Así que me hice una idea del asunto. Ellas tenían
miedo, ellas creían que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa
alarma. Pero
yo no soy quién para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo[C7] , y pensé que al cabo de una semana ellas solas llegarían
a esa conclusión[C8] . Así que me fui con ellas y con sus perros a la
montaña y nos instalamos en una casita de madera y de piedra llena de ventanas,
posiblemente
la casa con más ventanas que he visto en mi vida[C9] , todas de distinto tamaño, distribuidas de forma
arbitraria. Vista
desde fuera, a juzgar por las ventanas, la casa parecía tener tres plantas
cuando en realidad eran sólo dos. Desde dentro, sobre todo desde la sala y
algunas habitaciones del primer piso, la sensación que producía era de mareo,
de exaltación, de locura. En la habitación que me asignaron sólo había dos, y
no muy grandes, pero una encima de la otra, la superior hasta casi tocar el
cielorraso, la inferior a menos de cuarenta centímetros del suelo[C10] . La vida, sin
embargo, era agradable. La mujer más vieja escribía todas las mañanas, pero no
encerrada como dicen que es habitual en los escritores[C11] sino en la
mesa de la sala, sobre la que armaba su computadora portátil. La mujer más
joven se dedicaba a la jardinería y a jugar con los perros y a conversar
conmigo. Generalmente era yo el que preparaba la comida y aunque no soy un
cocinero excelente ellas alababan los platos que les ponía. Hubiera podido
vivir así el resto de mi vida. Un día, sin embargo, los perros se perdieron y
salí a buscarlos. Recuerdo[C12] que recorrí,
armado sólo con una linterna, un bosque que quedaba cerca, y que me asomé a los
jardines de casas deshabitadas. No los encontré en ningún sitio. Cuando volví a
la casa las mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la
desaparición de los perros. Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino[C13] . Fueron ellas
quienes lo llamaron así desde el principio. No les creí, pero escuché todo lo
que tenían que decirme. Las mujeres hablaron de amores escolares, problemas económicos,
rencor acumulado[C14] . No me cabía
en la cabeza cómo ambas pudieron tener relaciones en la escuela con un mismo
hombre dada la diferencia de edades que existía entre ellas. Pero más no quisieron
decirme. Esa noche, pese a las recriminaciones, una de ellas vino a mi
habitación. No encendió la luz, yo estaba medio dormido, al final no supe quién
era. Cuando desperté, con las primeras luces de la mañana, estaba solo. Aquel
día decidí ir al pueblo y visitar al hombre que ellas temían. Les pedí la
dirección, les dije que se encerraran en la casa y que no se movieran de allí
hasta mi regreso[C15] . Bajé en la
furgoneta de la más vieja. Justo antes de entrar en el pueblo, en los terrenos
baldíos de una antigua fábrica de conservas, vi a los perros y los llamé. Éstos
se acercaron con expresión humilde y moviendo la cola. Los metí en el interior
de la furgoneta y riéndome de los temores que había experimentado la noche
anterior me dediqué a dar una vuelta por el pueblo. Inevitablemente, me acerqué
a la dirección que las mujeres me proporcionaron. Digamos que el tipo se llamaba Bedloe[C16] . Tenía un
almacén en el centro, un almacén para turistas en donde vendía desde cañas de
pescar hasta camisas a cuadros y chocolatinas. Durante un rato me dediqué a curiosear
entre las estanterías. El hombre parecía un actor de cine, no debía de tener
más de treintaicinco años, fuerte, de pelo negro, y leía el periódico sobre el
mostrador. Iba vestido con pantalones de lona y camiseta. El almacén sin duda
era un buen negocio, está en una calle céntrica transitada indistintamente por
coches y tranvías. Los precios de los artículos son elevados. [C17] Durante un
rato me dediqué a examinar precios y mercaderías. Al marcharme, no sé por qué,
sentí que el pobre tipo estaba perdido[C18] . No había
recorrido más de diez metros cuando me percaté de que su perro me seguía. Hasta
ese momento no me di cuenta de su presencia en el almacén, era un perro grande,
negro, posiblemente una mezcla de pastor alemán y otra raza. Nunca he
tenido perro, no sé qué demonios los mueve a hacer una cosa u otra[C19] , pero lo
cierto es que el perro de Bedloe me siguió. Por supuesto, intenté que el perro
volviera al almacén, pero no me hizo caso. Así que me puse a caminar de vuelta
a la furgoneta, con el perro a mi lado, y entonces sentí el silbido. A mis
espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro. No volví la vista atrás,
pero sé que salió y que nos buscó. Mi reacción fue automática, irreflexiva:
intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo[C20] que me
oculté, el perro pegado a mis piernas, tras un tranvía de color rojo oscuro,
como sangre seca. Cuando más protegido me sentía el tranvía se puso en
movimiento y desde la otra acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo
señas con las manos, algo que podía significar que cogiera al perro o que
ahorcara al perro o que no me moviera de allí hasta que él cruzara la calle.
Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda y me perdí entre la
multitud, mientras él
gritaba algo así como deténgase, mi perro, amigo, mi perro[C21] . ¿Por qué me
comporté de esa manera? No lo sé[C22] . Lo cierto es
que el perro del almacenero me siguió dócilmente hasta donde tenía aparcada la
furgoneta y apenas abrí la puerta, sin darme tiempo a reaccionar, se metió
dentro y no hubo manera de sacarlo. Cuando me vieron llegar con tres perros las
mujeres no dijeron nada y se dedicaron a jugar con los animales. El perro del
almacenero parecía conocerlas desde siempre. Esa tarde hablamos de muchas cosas. Empecé
por contarles todo lo que me había sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron
de su pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas
renunciaron a esas ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban niños
con problemas. En un momento indeterminado me descubrí diciendo algo sobre la
necesidad de vigilar permanentemente la casa[C23] . Las mujeres
me miraron y asintieron con una sonrisa. Lamenté haber hablado de esa manera.
Después comimos. Aquella noche yo no preparé la comida. La conversación
languideció hasta llegar a un silencio sólo interrumpido por nuestras
mandíbulas, por nuestros dientes, por las carreras de los perros afuera,
alrededor de la casa. Más tarde nos pusimos a beber. Una de las mujeres, no recuerdo cuál, habló
sobre la redondez de la Tierra, sobre preservación, sobre voces de médicos[C24] . Yo pensaba
en otras cosas y no le presté atención. Supongo que se refería a [C25] los indios que
antaño habitaron en las laderas de estas montañas. No pude soportarlo más y me
levanté, recogí la mesa y me encerré en la cocina a lavar los platos, pero
incluso desde allí seguía escuchándolas. Cuando volví a la sala, la más joven estaba
tirada en el sofá, a medias cubierta con una manta, y la otra hablaba ahora de
una gran ciudad, como si alabara la vida de una gran ciudad,[C26] pero en
realidad burlándose de ella, eso lo supe porque de tanto en tanto ambas se
reían. Nunca
comprendí el humor de aquellas mujeres[C27] . Me gustaban,
las apreciaba, pero su sentido del humor me sonaba a falso, a impostado. La
botella de whisky que yo mismo abrí después de la cena estaba medio vacía. Eso
me preocupó, no tenía intención de emborracharme, no quería que ellas se
emborracharan y me dejaran solo. Así que me senté junto a ellas y les dije que
debíamos solucionar algunas cosas. ¿Qué cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa
que no sentían o tal vez un poco sorprendidas de verdad. La casa tiene
demasiados puntos débiles, les dije. Eso hay que solucionarlo. Enuméralos, dijo
una de ellas. De acuerdo, dije, y comencé por señalar su lejanía del pueblo, su
desamparo, pero pronto me di cuenta de que no me escuchaban. Hacían como que me
escuchaban, pero no me escuchaban[C28] . Si yo fuera
un perro, pensé con rencor, estas mujeres me tendrían un poco más de
consideración[C29] . Más tarde,
cuando comprendí que los tres estábamos desvelados, hablaron de niños y sus voces hicieron que
se me encogiera el corazón[C30] . Yo he visto
horrores, maldades que harían retroceder a tipos duros, pero aquella noche[C31] , al
escucharlas, el corazón se me encogió hasta casi desaparecer. Quise meter baza,
quise saber si rememoraban su infancia o hablaban de niños reales, niños que
aún son niños, pero no pude. Tenía la garganta como llena de vendas y algodones
esterilizados. De pronto, en medio de la conversación o del monólogo a dos
voces, tuve un presentimiento y me acerqué sigilosamente a una de las ventanas
de la sala, una ventana pequeña y absurda como ojo de buey, en una esquina,
demasiado cerca del ventanal principal como para tener ninguna función. Sé que en [C32] el último
segundo las mujeres me miraron, se dieron cuenta que ocurría algo, yo sólo
alcancé a hacerles la señal de silencio, el índice sobre los labios antes de
descorrer la cortina y ver al otro lado la cabeza de Bedloe, la cabeza del
asesino. Lo
que ocurrió a continuación es confuso. Y es confuso porque el pánico es
contagioso[C33] . El asesino,
lo supe en el acto, se puso a correr alrededor de la casa. Las mujeres y yo nos
pusimos a correr por el interior. Dos círculos: él buscando la entrada,
evidentemente una ventana que se nos hubiera quedado abierta; las mujeres y yo
comprobando las puertas, cerrando las ventanas. Sé que no hice lo que debí hacer[C34] : ir a mi
habitación, coger mi arma y luego salir al patio y reducir a aquel hombre. En
vez de eso me puse a pensar que los perros no estaban en casa, a desear que no
les ocurriera nada malo, la perra estaba preñada, eso creo recordar, no estoy
seguro, alguien me había dicho algo al respecto. En cualquier caso en ese
momento, sin dejar de correr, oí que una de las mujeres decía: Jesús, la
perra, la perra[C35] , y pensé en
la telepatía, pensé en la felicidad, temí que la que había hablado, fuera la
que fuera, saliera a buscar a la perra. Por suerte, ninguna de las dos hizo
ademán de salir de la casa. Menos mal. Menos mal, pensé[C36] . Justo en ese
momento (nunca lo podré olvidar[C37] ) entré en una habitación del primer
piso que no conocía. Era alargada y estrecha, oscura, sólo iluminada por la
luna y por un resplandor apagado proveniente de las luces del porche. Y en ese
momento supe, con una certeza parecida al terror, que era el destino (o el
infortunio, para el caso lo mismo[C38] ) el que me había conducido hasta allí.
Al fondo, al otro lado de la ventana, vi la silueta del almacenero. Me agaché
dominando a duras penas mis temblores (todo el cuerpo me temblaba, estaba
sudando a mares) y esperé. El asesino abrió la ventana con una facilidad que no
dejó de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitación. Ésta
tenía tres camas de madera, estrechas, y sus respectivas mesitas de noche. A
pocos centímetros de las cabeceras vi tres estampas enmarcadas. El asesino se
detuvo un instante. Lo sentí respirar, el aire entró con un ruido saludable en
sus pulmones. Luego caminó a tientas, entre la pared y los pies de las camas,
directamente hacia donde yo lo aguardaba. Supe que no me había visto, me
pareció imposible, agradecí interiormente mi buena suerte, cuando llegó junto a
mí lo cogí de los pies y lo hice caer. Ya en el suelo lo pateé con la intención
de hacerle el mayor daño posible. Está aquí, está aquí[C39] , grité, pero las mujeres no me oyeron
(en ese momento yo tampoco las oía correr) y la habitación desconocida me
pareció como una prefiguración de mi cerebro, la única casa, el único techo. No sé [C40] cuánto tiempo permanecí allí, golpeando
el cuerpo caído, sólo recuerdo que alguien abrió la puerta tras de mí, palabras
cuyo significado no entendí, una mano sobre mi hombro. Después volví a
quedarme solo y dejé de golpear. Durante unos instantes no supe qué hacer,
me sentía aturdido y cansado. Por fin, reaccioné y arrastré el cuerpo hacia la
sala. Allí, sentadas muy juntas en el sofá, casi abrazadas (pero no estaban
abrazadas), encontré a las mujeres. No sé por qué, algo en la escena
evocó en mí una fiesta de cumpleaños. En sus miradas descubrí inquietud, un
rescoldo de miedo, pero no por lo que acababa de ocurrir sino por el estado en
que mis golpes dejaron a Bedloe. Y son sus miradas, precisamente, las que
hacen que deje caer el cuerpo sobre la alfombra, las que hacen que el cuerpo se
me deslice de las manos. El rostro de Bedloe era una máscara ensangrentada
que la luz de la sala resaltaba con crudeza. En donde estaba la nariz sólo
había una masa sanguinolenta. Le busqué los latidos del corazón. Las mujeres me
miraban sin hacer el menor movimiento. Este tipo está muerto[C41] , dije. Antes de salir al porche, oí que
una de ellas suspiraba. Me fumé un cigarrillo contemplando las estrellas,
pensando en la explicación que daría posteriormente a las autoridades del
pueblo. Cuando volví a entrar, ellas estaban a cuatro patas desnudando el
cadáver y no pude reprimir un grito. Ni siquiera me miraron[C42] . Creo que
bebí un vaso de whisky y luego volví a salir, creo que me llevé la
botella. No sé cuánto tiempo permanecí allí, fumando y bebiendo,
dándoles tiempo a las mujeres a terminar su faena. Poco a poco comencé a
rebobinar los hechos. Recordé al hombre que miraba tras la ventana, recordé su
mirada y ahora reconocí el miedo, recordé cuando perdió a su perro, lo
recordé finalmente leyendo el periódico en el fondo del almacén. Recordé,
también, la luz del día anterior, y la luz del interior del almacén y la luz
del porche vista desde el interior de la habitación en donde yo lo había
matado. Después me dediqué a observar a los perros, que tampoco dormían y que
corrían de un extremo a otro del patio. La verja de madera estaba rota en
algunas partes y alguien,
algún día, debería arreglarla, pensé, pero ese alguien no iba a ser yo[C43] . Comenzó a
amanecer al otro lado de las montañas. Los perros subieron al porche buscando
una caricia, tal vez cansados de tanto juego nocturno. Sólo estaban los dos de
siempre. Silbé, llamando al otro, pero no apareció. Con el primer temblor de frío me llegó la
revelación. El hombre muerto no era ningún asesino[C44] . El
verdadero, oculto en algún lugar lejano, o más probablemente la fatalidad, nos
había engañado. Bedloe no quería matar a nadie, sólo buscaba a su perro. Pobre
desgraciado[C45] , pensé. Los
perros volvieron a perseguirse a lo largo del patio. Abrí la puerta y miré a
las mujeres, sin fuerzas para entrar en la sala. El cuerpo de Bedloe otra vez
estaba vestido. Incluso mejor vestido que antes. Iba a decirles algo, pero me
pareció inútil y volví al porche. Una de las mujeres salió detrás de mí. Ahora tenemos
que deshacernos del cadáver, dijo a mis espaldas. Sí, dije yo. Más tarde ayudé
a meter a Bedloe en la parte de atrás de la furgoneta. Partimos hacia las
montañas. La vida no tiene sentido, dijo la mujer más vieja. Yo no le contesté,
yo cavé una fosa. Al volver, mientras ellas se duchaban, limpié la furgoneta y
después preparé mis cosas. ¿Qué vas a hacer ahora?, me preguntaron mientras
desayunábamos en el porche contemplando las nubes. Voy a volver a la ciudad,
les dije, voy a retomar la investigación exactamente en el punto en donde me perdí.[C46]
Seis meses después, termina su historia Pancho Monge, William Burns
fue asesinado por desconocidos[C47] .
[C44]Revelación
de la verdad: confirmación, a nivel discursivo, de la fuerte foc. Interna
empleada hasta este momento