ROSA
Cynthia Ozick
Rosa Lublin, demente y mujer que rebuscaba entre la basura, cerró
la tienda que regentaba –ella misma la destrozó por completo en un ataque de
locura– y se trasladó a Miami. No fue la decisión más acertada. En Florida pasó
a ser una mujer dependiente. Su sobrina de Nueva York le enviaba dinero y le
tocó vivir entre ancianos, en el rincón oscuro de una habitación compartida de
un «hotel». Allí había una vieja nevera de cajones y un hornillo. En una
esquina había una mesa redonda de madera de roble bien sujeta sobre un fuerte
pedestal, pero sólo se usaba para tomar el té. Para comer, lo hacía en otro
sitio: en la cama o de pie frente al fregadero. Normalmente se tomaba una
tostada con un poco de crema agria y media sardina o una pequeña lata de
guisantes calientes en un tarro de la marca Pyrex. No había servicio de habitaciones, en su
lugar, tenían un montaplatos con una polea chirriante. Los martes y los viernes
el montaplatos devoraba sus pequeñas bolsas de basura. Un pelotón de moscas
moribundas ennegrecían la soga del montaplatos. Igual de negras estaban las
sábanas de su cama: la lavandería estaba a varias manzanas de distancia, las
calles eran una sauna y el sol era abrasador. Día tras día sin descanso, el
calor iba en aumento, así que Rosa se quedaba en su habitación y se comía un
huevo duro en la cama, con una tabla sobre sus rodillas; últimamente le había
dado por escribir cartas.
Escribía algunas veces en polaco y otras veces en inglés, pero
como a su sobrina se le había olvidado el polaco, Rosa escribía a Stella la mayoría
de las veces en inglés. Su inglés era criminal. A su hija Magda le escribía en
el polaco más pulcro posible. Para escribir, Rosa utilizaba los fragmentos
restantes de cartas abandonadas que encontraba en los cuchitriles de un viejo
escritorio con desconchones que había en la recepción. En ocasiones, también le
pedía a la chica cubana de la recepción un trozo del papel blanco de la caja
registradora. De vez en cuando se encontraba un sobre en la basura de la
recepción; recortaba meticulosamente las puntas y lo aplanaba, obteniendo un
estupendo cuadrado de papel en blanco, perfecto para una nueva carta.
La habitación estaba repleta de estas cartas. Era una dura tarea
enviarlas por correo: la oficina estaba una manzana más lejos que la
lavandería, y el buzón de correos llevaba años con el cartel de «No funciona»
colgado. En la pila del fregadero había una lata de sardinas abierta desde
ayer. Empezaba a oler fatal. Rosa sentía que se encontraba en el infierno. «Mi
rubicunda y hermosa Stella –le escribía a su sobrina– vivo en el mismísimo
infierno. Pensé que no podía caer más bajo, pero me equivoqué: ahora sí que he
tocado fondo». Otros días le escribía: «Stella, ángel mío, mi vida, un demonio
se apodera de ti y te paraliza el alma y ni siquiera te das cuenta».
A Magda le escribía cosas como: «Te has convertido en una leona.
Eres como un felino que estira sus peludos dedos del pie. La que te robe, roba
su propia muerte».
Stella tenía los ojos de una niña pequeña, como los de una muñeca.
Esbelta –que no gorda–, era hermosa, de tiernas cejas como arcoíris y pestañas
tan ricas como un bordado. Tenía el rostro de una joven novia. Era imposible
creer que toda esta belleza, estos ojos de muñeca, estos labios de ranúnculo,
estas mejillas de bebé pudieran pertenecer a una sanguijuela.
Algunas veces, Rosa soñaba que Stella era un delicioso manjar:
ponía a cocer su lengua, sus orejas, su mano derecha, esa mano regordeta con
sus gruesos dedos, esas uñas bien cuidadas y rosadas y con tantos anillos, pero
no anillos modernos, sino anillos pasados de moda comprados en mercadillos
baratos. A Stella le encantaba todo del mercadillo de Rosa, todos esos objetos
usados, viejos, ligados a la vida de otras personas. Para calmar a Stella, Rosa
la llamaba su «vida», «adorada», «hermosa», la llamaba «ángel», la llamaba
todas esas cosas para apaciguarla, pero en realidad Stella era una mujer
frívola. No tenía corazón. Stella, que tenía cerca de cincuenta años, era el
ángel de la muerte.
La cama estaba totalmente negra, tan negra como la voluntad de
Stella. Rosa puso un fardo de ropa sucia en un carrito y se dirigió a la
lavandería. Aunque eran tan sólo las diez de la mañana, el sol era abrasador.
Florida, ¿por qué Florida? Porque aquí también había insensatos como ella que
se freían bajo el sol. Sin embargo, Rosa no tenía nada en común con aquellas
personas. Eran viejos fantasmas, viejos socialistas..., en otras palabras: eran
idealistas. La raza humana era lo único que les importaba. Jubilados que iban a
sus clases, frecuentaban la húmeda y sombría biblioteca. Les veía caminando con
Tolstoi bajo el brazo o con Dostoievski. Habían leído a los grandes autores.
Llevases la ropa que llevases, ellos la cogían entre sus dedos y le ponían
nombre: pana, seda, jersey, lana, velvetón, crepé. Les oía hablar entre ellos
de la urdimbre, de la tarlatana, de la «ropa de temporada», de la «longitud».
Al amarillo ellos lo llamaban mostaza. Lo que para todo el mundo era rosa, para
ellos era color del ocaso; el naranja era mandarina; el rojo era tomate frito. Unos
eran del Bronx, otros de Brooklyn, de barrios dejados de la mano de Dios. Unos
pocos eran de la West End Avenue. Una vez conoció al antiguo dueño de una
frutería de Columbus Avenue; su tienda estaba en Columbus Avenue y su casa no
muy lejos de allí, en West Seventieth Street, al lado de Central Park. Incluso
en el inmenso jardín que es Florida, no se había olvidado de sus relucientes y
verdes lechugas romanas, de sus coloridas fresas, de sus limpios aguacates.
Rosa Lublin tenía la sensación de que se cernía la desgracia sobre
toda la península de Florida. Todos habían dejado atrás su vida. Aquí no tenían
nada. Eran como espantapájaros: mecidos suavemente por la brisa bajo el
achicharrante sol y completamente vacíos por dentro.
En la lavandería se sentó en un banco de madera que crujía al
moverse y se puso a mirar fijamente la puerta redonda de la lavadora. Dentro,
el detergente se mezclaba con el agua formando espuma y pegaba su ropa interior
contra el cristal.
Un anciano se sentó junto a ella y se cruzó de piernas mientras
hojeaba un periódico. Rosa echó un vistazo y vio que los titulares estaban
todos en yidis. En Florida, los hombres tenían más cultura que las mujeres.
Sabían un poco más del mundo, leían periódicos, seguían las cuestiones
internacionales... Todo lo que pasaba en el parlamento de Israel, ellos lo
sabían. Las mujeres sólo sabían hablar de los platos que solían cocinar cuando
eran jóvenes: kugel, pirogen, latkes, blinis, ensalada de arenques. Las mujeres
no hacían más que preocuparse por su pelo. Iban a la peluquería y volvían para
sacar a relucir sus peinados, semejantes a una corona vegetal de cinias. Sólo
podías sentir lástima por ellas: les encantaba hablar de sus nietos, que si a
Katie la habían aceptado en la Bryn Mawr College, que si Jeff estaba en la
Universidad de Princeton. Para los nietos, Florida no era más que un pueblo;
para Rosa, era un zoo.
Ella no tenía a nadie más que a su sobrina en Queens, Nueva York.
–Lo que hay que ver –dijo el anciano sentado junto a ella–. Mire
esto: primero le tocó Hitler, después le tocó Siberia, ¡estuvo en un gulag de
Siberia! Luego tuvo que escaparse a Suecia, después vino a Nueva York y se
dedicó a la venta ambulante. Era vendedor ambulante, se casó, tuvo hijos, y
decidió abrir una tiendecita; una no muy grande, su mujer estaba enferma.
¡Vamos, lo que es una tienda de ocasión!
–¿Cómo dice? –contestó Rosa.
–Una tienda de ocasión en Main Street, un lugar en Westchester, ni
siquiera estaba en el Bronx. Y esos ladrones, esos atracadores…, llegan a primera
hora de la mañana y, sin que le dé tiempo siquiera a dejar sus bolsas de la
compra, le estrangulan y acaban con él. Salió de Siberia para encontrarse con
esto.
Rosa no dijo nada.
–Un hombre inocente que se encontraba solo en su tienda. Alégrate
de no seguir más ahí. Al fin y al cabo, esto tampoco es el paraíso. Créame,
cuando hay atracadores y asesinos de por medio, no existe la ciudad perfecta.
–Mi lavadora ya ha terminado –dijo Rosa–. Tengo que poner mi ropa
en la secadora. –Ya había oído hablar de los periódicos y de sus artículos
malignos: ella misma fue carne de periódico. «Una mujer acaba con su negocio.
Rosa Lublin, de cincuenta y nueve años, dueña de una tienda de muebles de
segunda mano ubicada en Utica Avenue, Brooklyn, destrozó deliberadamente ayer
por la tarde...» Apareció en todos los periódicos y en las noticias. Una enorme
fotografía, con Stella a su lado y su boca bien abierta y los brazos en alto.
En el Times, seis líneas.
–Discúlpeme, deduzco por su acento que usted no es de aquí.
Rosa se puso colorada.
–No he nacido aquí. Nací en otra parte.
–Yo tampoco he nacido aquí. ¿Es usted una refugiada? ¿De Berlín?
–De Varsovia.
–¡Yo también soy de Varsovia! Me marché en 1920. Nací en 1906.
–Feliz cumpleaños –dijo Rosa. Empezó a sacar su colada de la
lavadora. La ropa se había enredado como si fuera una culebra.
–Permítame –dijo el anciano. Dejó a un lado el periódico y la
ayudó a desenredar la ropa–. Lo que hay que ver –dijo–, dos personas de
Varsovia que se encuentran en Miami, Florida. En 1910 nunca me hubiera
imaginado en Miami, Florida.
–La Varsovia que yo conocí no es su Varsovia –dijo Rosa.
–Lo es tanto como que mi Miami, Florida es su Miami, Florida. –Dos
filas de brillantes dientes postizos le dirigieron una sonrisa; estaba
encantado de coquetear con ella. Juntos metieron la colada enmarañada dentro de
la secadora. Rosa introdujo un par de monedas y enseguida empezó a sonar un
ruido ensordecedor. Escucharon los chasquidos del cinturón de su vestido de
rayas azules –ese que tenía un agujero a la altura del sobaco, bajo la manga
izquierda–, sonando contra las paredes de metal del tambor de la secadora.
–¿Sabe leer en yidis? –preguntó el anciano.
–No.
–¿Entiende algunas palabras al menos?
–No. –«La Varsovia que yo conocí no
es su Varsovia». Entonces se acordó de las canciones de cuna de su
abuela; su abuela era de Minsk. «Unter Reyzls vigele shteyt a klor-vays
tsigele». ¡Cuánto odiaba la madre de Rosa el sonido de ese idioma! Cuando la
secadora terminó, Rosa se dio cuenta de que el anciano doblada la ropa como un
experto. Le daba algo de reparo que tocase su ropa interior. «Bajo la cuna de
Rosa hay una pequeña cabra blanca como la nieve»... No había manga que se le
escapara, se escondiera donde se escondiese.
–¿Qué pasa? –le preguntó–. ¿Le da vergüenza?
–No.
–En Miami, Florida, la gente es mucho más cercana. Vaya –dijo–,
¿aún tiene miedo? Ya no quedan nazis, ni siquiera quedan miembros del Ku Klux
Klan. ¿Qué clase de persona es usted, es que aún tiene miedo?
–Soy la clase de persona –dijo Rosa– que tiene ante sus ojos. Hace
treinta y nueve años era muy distinta.
–Hace treinta y nueve años no estaba yo tan mal como ahora. Perdí
mis dientes pese a que no tenía ni una sola caries –presumió–. Tenía una
dentadura perfecta, pero sufrí una enfermedad periodontal.
–Yo iba a estudiar química, pero al final me decanté por la física
–dijo Rosa–. ¿Qué pasa? ¿No se lo cree? –¡Malditos ladrones que le arrebataron
su vida! De repente, surgió ante sus ojos un paisaje descontrolado: un
iluminado campo apareció en su mente, después surgió un pasillo oscuro que se
dirigía al armario de los suministros del laboratorio. En su visión, el armario
estaba abierto. Los crisoles y los microscopios estaban ordenados en sus
baldas. En una ocasión, de camino allí, se dio cuenta de lo emocionada que
estaba: sus nuevos zapatos marrones, bien atados y elegantes; su bata blanca;
su pelo corto con flequillos... Una chica de diecisiete años seria, con
ambiciones, responsable..., en definitiva, ¡una futura Marie Curie! Uno de sus
profesores del instituto la elogió por el «estilo literario» de sus escritos
–¡ay, su perdido y arrebatado polaco!– y ahora escribía y hablaba el inglés a
duras penas, al igual que este viejo inmigrante... ¡Y nada menos que de
Varsovia, nacido en 1906! Se imaginó el amargo y viejo camino lleno a rebosar
de tenderetes, repleto de ropa barata colgada sobre los estantes y con carteles
en yidis. A ojos de los demás, no dejaba de ser más que una refugiada. Para los
yanquis no había diferencia entre ella y este tipo con su dentadura postiza y
su papada y su peluquín rojizo de libertino comprado Dios sabe cuándo o dónde:
en Delancey Street, cerca de Lower East Side. Un galán... ¡De Varsovia! ¿Qué
sabía él? En el colegio, Rosa había estudiado a Tuwim: qué sutileza, qué
refinamiento, qué... «polinidad», si se puede usar esa palabra. La Varsovia de
su infancia era una ciudad llena de luz. Y ella tenía entre sus manos el
interruptor para encenderla, quería vivir en ella toda su vida. Las patas
curvadas del escritorio de su madre... El intenso olor a cuero del despacho de
su padre... Los blancos azulejos del suelo de la cocina, las cacerolas
resoplando, la estrecha escalera de caracol que llevaba al ático, la casa de su
niñez llena de miles de libros en distintos idiomas... Polaco, alemán, francés,
los libros en latín de su padre; el estante con unas pocas revistas con la
poesía de su madre que de vez en cuando deambulaban por ahí, con frases breves,
como si fueran telegramas urgentes. ¡Libros sobre agricultura, civilizaciones
antiguas, belleza, historia! ¡Misteriosas bocacalles, casitas de formas
encantadoras, preciosas techumbres antiguas, las torrecillas llenas de
telarañas, los campanarios, el lustre, el pasado! Los jardines... El que habla
maravillas de París es porque no ha visto Varsovia. Su padre, al igual que su
madre, se burlaba del yidis; el último lugar en el que uno podría imaginarlo es
en un gueto. A todo aquel que anhele la elegancia aristocrática permitidle que
encienda la luz de Varsovia.
–¿Cómo se llama? –dijo su compañero.
–Rosa Lublin.
–Encantado –dijo–. Pero ¿por qué me habla de su currículum? ¿Acaso
soy un impreso de solicitud de empleo? Muy bien. Puesto que lo ha rellenado, yo
se lo acepto. –Agarró el carrito de Rosa–. La acompaño. No sé dónde vive, pero
seguro que me pilla de camino.
–Ha olvidado recoger su colada –dijo Rosa.
–¿Mi colada? La hice antes de ayer.
–Entonces, ¿para qué ha venido?
–Me debo a la naturaleza. Me gusta escuchar el sonido de las
cascadas y, allí donde haga fresco, siempre es un placer sentarse y leer el
periódico.
–No me venga con cuentos.
–De acuerdo, pues entonces vengo a charlar con las señoras.
Dígame, ¿le gustan los conciertos de música clásica?
–Me gusta estar en mi habitación, nada más.
–¡Una dama que aspira a ser ermitaño!
–Tengo mis propios problemas –dijo Rosa.
–Cuéntemelos.
Rosa caminaba lenta y pesadamente por la calle, sin abrir la boca,
junto a aquel hombre que la acompañaba como si de un perro guía se tratase.
Rosa pensó que los zapatos que llevaba no eran los mejores, tendría que haberse
puesto los otros. El sol era sofocante; el calor que arrojaba era lo más
parecido a cocinar caramelo: en su punto justo, es delicioso, pero si te pasas,
se queda amargo. Se alegró de tener a alguien que le llevase el carrito.
–Cumple a rajatabla lo de no hablar con desconocidos, ¿verdad? Si
le digo mi nombre, dejaré de ser un desconocido para usted. Me llamo Simon
Persky, soy primo en tercer grado de Shimon Peres, el político israelí. Tengo
muchos parientes famosos, muchos de renombrado prestigio familiar. ¿Le suena de
algo Betty Bacall, una chica judía que estuvo casada con el actor de cine
Humphrey Bogart? Pues también era una prima lejana. Si quieres, te puedo contar
la historia de mi vida, empezando por Varsovia. Bueno, en realidad, no nací en
Varsovia, sino en un pequeño pueblo a unos pocos kilómetros de la ciudad. En
Varsovia vivían unos tíos míos.
–La Varsovia que yo conocí no es su
Varsovia –le volvió a repetir Rosa.
Simon se detuvo con el carrito–: ¿Qué es esto? ¿Un disco rayado?
¿Cree que no soy consciente de la gran distancia generacional entre nosotros?
Yo tengo setenta y un años y usted es tan sólo una cría.
–Tengo cincuenta y ocho. –Aunque durante el papeleo policial,
cuando le preguntaron cómo destrozó su tienda, dijo que tenía cincuenta y
nueve. La culpa fue de Stella, Stella y sus oscuros deseos, la aritmética del ángel de la muerte.
–¿Lo ve? Se lo dije. ¡Es usted una cría!
–Procedo de una familia de clase alta.
–Su inglés no es mejor que el de cualquier otro refugiado.
–¿Y por qué tengo que aprender inglés? Nadie me preguntó si quería
aprenderlo.
–Olvide el pasado –la aconsejó. Las ruedas del carrito volvieron a
chirriar. Como si fuera ganado, Rosa le siguió. Estaban cerca de una cafetería
autoservicio. El olor a berenjena, patatas fritas y a champiñones inundaba el
aire. Rosa leyó el cartel: «Kollins Kosher Kameo. La comida de tu plato igual
de sabrosa que en la foto del cartel. Te recordará a la comida de Nueva York y
a los platos que preparaba tu madre. Ricos platos hechos con ambrosía y
nostalgia. Tenemos aire acondicionado».
–Conozco al dueño –dijo Persky–. Es un ávido lector. ¿Le apetece
una taza de té?
–¿Té?
–Sin hielo. Caliente está mejor. Es una cuestión fisiológica.
Venga, dentro se refrescará. Le va a dar un ataque de insolación, créame.
Rosa miró su reflejo en la ventana. Su moño se había deshecho y
sus mechones colgaban a ambos lados del cuello. Era el reflejo de un pájaro
viejo y desplumado. Estaba en los huesos, parecía una cigüeña. Se le había
soltado un botón del vestido, no obstante tal vez la hebilla del cinturón lo
disimulara. Pero, y a ella, ¿qué más le daba? Empezó a pensar en su habitación,
en su cama, en su radio... Odiaba entablar conversación.
–Tengo que irme –dijo.
–¿Algún compromiso?
–No.
–Entonces tiene usted un compromiso con Persky. Así que venga: tómese
primero un té. No le ponga hielo, estaría cometiendo un grave error.
Entraron dentro y se sentaron en una mesa pequeña situada en una
esquina (una mesa pegajosa y sujeta sobre un pedestal de plástico que no dejaba
de tambalearse).
–Siéntese. Yo me encargo.
Rosa se sentó y empezó a resoplar. La cubertería sonaba por todas
partes. Alrededor no había más que ancianos. Era como el comedor de un asilo.
Todos llevaban bastones, tenían chepa, prótesis dentales, zapatos recortados
por los juanetes... Todos llevaban el cuello de sus camisas abierto, mostrando
su piel llena de verrugas, sus clavículas raquíticas y las incipientes arrugas
de sus pechos caídos. El aire acondicionado estaba demasiado alto: podía sentir
cómo el frío sudor resbalaba por su cuello y bajaba por su espalda hacia la
hendidura de sus nalgas. Tenía miedo de moverse; el respaldo de la silla era de
mimbre y el asiento de plástico. Si se movía lo más mínimo, podría emanar un
fuerte olor a pis, a sudor y a señora mayor cansada. Dejó de resoplar y le
entró un escalofrío. «¿Qué más da? Estoy acostumbrada a todo. Florida, Nueva
York... No importa». En cualquier caso, sacó dos horquillas y se arregló el
pelo; se metió los mechones sueltos dentro de su moño canoso y los ató. No
tenía ningún espejo, ningún peine, ningún bolso; ni siquiera un pañuelo de
tela. Todo lo que tenía era un clínex guardado en una de sus mangas y algunas
monedas en el bolsillo de su vestido.
–Mi intención al salir esta mañana era sólo la de hacer la colada
–le dijo a Persky, que emitió un ligero gruñido. Persky dejó sobre la mesa una
bandeja cargada con dos tazas de té, un platillo con rodajas de limón, un plato
con una ensalada de berenjenas, una rebanada de pan en un plato que parecía
hecho de madera –pero que en realidad era de plástico– y otro plato de plástico
con galletitas danesas.
–No sé si tengo dinero suficiente para pagar.
–No importa, está en compañía de un contribuyente jubilado y no me
falta el dinero. He sido un hombre de negocios. Una vez que me pagan la
pensión, no tengo ningún reparo en gastármela.
–¿Qué tipo de negocio?
–De ese tipo que le vendría muy bien ahora mismo: el negocio de lo
botones. He visto que ha perdido uno a la altura
de la cintura. Es una pena. Ese tipo de botones es difícil encontrarlos
hoy en día, mucho me temo que los dejamos de fabricar hace 12 años. Hace tiempo
que los botones trenzados pasaron de moda.
–¿Vendía botones? –dijo Rosa.
–Botones, cinturones, artículos de mercería, adornos, broches. Era
una empresa muy amplia. Creí que mi hijo se encargaría de ella, pero quería
dedicarse a otra cosa. Él dice que es filósofo, que para mí es como si dijera
que es un vago. La sobredosis de educación les vuelve idiotas. Es duro decirlo,
pero por su culpa tuve que vender la empresa. Y luego están las niñas: si la
mayor quiere algo, la pequeña también lo quiere. ¿Que la mayor se casa con un
abogado?, la pequeña se casa con un abogado. Uno de mis yernos trabaja por
cuenta propia, el otro es un pipiolo que todavía está en Wall Street.
–Una familia agradable, por lo que veo –dijo Rosa.
–Tener un vago en la familia no es nada agradable. Bébase el té
mientras esté caliente, de lo contrario no le hará efecto. ¿Le gusta la
ensalada de berenjenas untada en el pan con mantequilla? Tiene sitio de sobra,
se lo aseguro. Dígame, ¿vive sola?
–Completamente sola –dijo Rosa y le dio un sorbo a su taza de té.
Le salieron lágrimas de los ojos: aún estaba demasiado caliente.
–Mi hijo va a cumplir treinta años y sigo manteniéndolo.
–A mí me mantiene mi sobrina de cuarenta y nueve años y soltera.
–Es muy mayor... De lo contrario le hubiera propuesto a usted
casarla con mi hijo y así lo mantenía también. No hay nada como la
independencia. Si no tienes ninguna discapacidad que te lo impida, trabajar es
una bendición –Persky se llevó la mano pecho–. Tengo el corazón delicado.
–Yo también tenía un negocio, pero lo llevé a la ruina –murmuró
Rosa.
–¿Lo llevó a la bancarrota?
–No me hizo falta: utilicé un martillo –dijo meditativa– y un
trozo de metal que me encontré en el arroyo.
–No la imaginaba tan fuerte. Es usted todo piel y huesos.
–¿Acaso no me cree? En los periódicos dijeron que era un hacha,
pero ¿de dónde iba a sacar yo un hacha?
–No le falta razón. ¿De dónde iba a sacar usted un hacha? –Persky
empezó a hurgar debajo de su plato con el dedo, había algo que le molestaba. Lo
cogió y lo examinó: era una semilla de berenjena. En el suelo, cerca del
carrito, había algo blanco, una prenda blanca. Era un pañuelo. Lo cogió y se lo
guardó en el bolsillo de su pantalón. Después, le preguntó a Rosa–: ¿Qué tipo
de negocio?
–Una tienda de antigüedades. Vendía muebles antiguos, trastos
viejos... Tenía sobre todo muchos espejos antiguos... ¿Qué más da?, lo destrocé
todo. Mire –dijo–, seguro que ahora se arrepiente de haberme conocido.
–No me arrepiento de nada –dijo Persky–. Si hay algo que comprendo
perfectamente, son los episodios psicóticos. Los viví durante muchos años con
mi mujer.
–¿Es usted viudo?
–Algo así.
–¿Dónde está ahora?
–En Great Neck, en Long Island. Está ingresada en una clínica
privada, no es muy cara –dijo–. Está en una situación mental complicada.
–¿Es grave?
–Antes le daban ataques de forma muy esporádica, pero cada vez
eran más frecuentes. Se cree que es otra persona. Una estrella de la
televisión, una actriz de cine. Cada día se cree alguien distinto. Hace poco se
creía que era mi prima, Betty Bacall.
–Es horrible –dijo Rosa.
–¿Lo ve? Yo le he contado mi vida, ahora cuénteme usted la suya.
–Le contaré mi vida, pero no puede salir de aquí.
–¿Qué le llevó a destrozar su negocio?
–Era una tienda y no me gustaban los clientes.
–¿Eran sudamericanos? ¿Negros?
–¿Qué más da? Entrase quien entrase era como hablar con una pared.
Explicase lo que les explicase, no entendían nada. –Rosa se levantó y agarró su
carrito–. Ha sido muy amable por su parte el invitarme a tomar algo, señor
Persky. Lo he pasado muy bien. Ahora tengo que marcharme.
–La acompaño.
–No, no hace falta. Algunas veces las personas necesitamos estar
solas.
–Si permanece mucho tiempo sola –dijo Persky–, corre el riesgo de
pensar demasiado.
–Cuando no se tiene vida –le respondió Rosa–, las personas viven
donde pueden. Si todo lo que les queda son sus pensamientos, es ahí donde les
toca vivir.
–¿Acaso no tiene una vida?
–Los ladrones se la llevaron.
Se alejó de él. El mango del carrito estaba ardiendo. «El
sombrero... Tendría que haberme traído el sombrero». Las horquillas de su moño
le quemaban el cuero cabelludo. Resoplaba igual que un perro bajo el sol.
Incluso los árboles parecían agotados: las hojas miraban hacia abajo cuando
soplaba el aire lleno de polvo. ¡Qué mala idea esto de los veranos!
En el vestíbulo, Rosa esperó frente al ascensor. Los «huéspedes»
–algunos de ellos llevaban doce años residiendo en ese lugar–, preparados para
el almuerzo, empezaban a arremolinarse.
Las mujeres, con sus vestidos de verano, mostraban sus sobresalientes clavículas.
Tenían por nuca una enorme bola de grasa. No usaban calcetines. Los descarados
tendones de mármol azul invadían por completo sus pantorrillas cuadradas. En su
cabeza, seguían siendo jóvenes muchachas con piernas de infarto, con los níveos
muslos de un diosa griega; se habían olvidado de que la belleza es efímera. Al
mismo tiempo uno podía darse cuenta, al mirar sus rostros, de todo aquello que
ellas se negaban a ver: que el pintalabios rojo de sus arrugados labios no iba
a devolverles la juventud. Eran coquetas de setenta años. Todo seguía siendo
igual para ellas: miradas, gestos, incluso las ilusiones..., nada había
cambiado. Creían en la inmortalidad del cuerpo. Los hombres eran más discretos:
veían pasar sus vidas ante sus ojos como si fueran películas caseras.
Un aroma dulzón recorría el ambiente. Rosa escuchó el sonido de
sobres rasgándose, el sonido de hojas de papel al viento. Eran cartas de sus
hijos. Los huéspedes empezaron a reír y a llorar, pero sin tomárselo en serio,
sin sentimiento. Calificaciones del colegio, separaciones, divorcios, una nueva
mesilla a juego con el espejo dorado situado sobre el piano, Stuie a los
dieciséis años mientras aprendía a conducir, la segunda caída de la suegra de
Millie, los rumores sobre la operación de cataratas de un algún colega que
apenas conocían, el riñón de una prima, la úlcera del rabino, el dolor de tripa
de una hija, han entrado a casa a robar, noticias desconcertantes sobre los
partidos de East Hampton, que si sesiones de psicoanálisis... Sus hijos eran
ricos, ¿cómo era posible si sus padres eran tan pobres? Era verdad y mentira al
mismo tiempo. Era como las sombras en los muros: las sombras pueden caminar por
ellos, pero tú no puedes ni atravesarlos. Los huéspedes se fueron dispersando.
Uno por uno se fueron olvidando de sus nietos, de sus hijos que iban cumpliendo
años, y poco a poco empezaron a ser conscientes de sí mismos. En cada pared del
vestíbulo había un espejo. Cada espejo llevaba colgado ahí durante treinta
años. En cada mesa había un espejo. En estos espejos, los huéspedes se
reflejaban en ellos tal y como solían ser: enérgicas mujeres de treinta años,
padres luchadores de treinta y cinco, padres y madres de niños indefensos que
habían emigrado hacía mucho tiempo, a otros continentes, a lugares
inexpugnables y de idiomas incomprensibles. Rosa hizo un alarde de valentía; la
puerta del ascensor se abrió, pero dejó que la cabina subiera vacía sin ella y
empujó el carrito en dirección al sitio donde se sentaba la recepcionista
cubana, de piel oscura.
–¿Hay alguna carta para Rosa Lublin? –preguntó Rosa.
–Lublin, está de suerte. Hay dos cartas para usted.
–Eche un vistazo también en el cajón donde guarda los paquetes.
–Lublin, es usted una chica con suerte –dijo la joven cubana
mientras lanzaba un objeto sobre el montón de ropa.
Rosa sabía lo que había en ese paquete. Le pidió a Stella que se
lo enviara, pero a Stella no le resultó fácil hacer lo que Rosa le pidió.
Enseguida vio que el paquete no llevaba sello y montó en cólera: Stella, ¡ese ángel de la muerte! Sacó rápidamente el paquete
del carrito, quitó el embalaje y lo dejó arrugado en un cenicero de pie. ¡Era
el chal de Magda! Imagínate, Dios no lo quiera, que se hubiera perdido durante
el envío, ¿qué hubiera pasado entonces? Estrujó el paquete entre su pecho.
Pesaba mucho y estaba duro; Stella lo había metido en la primera caja que
encontró a mano; pesaba como una piedra. Quería llenarlo de besos, pero el
alborozo que se había montado a su alrededor, metiendo prisa para entrar al
comedor, se lo impedía. La comida era siempre la misma y, además, escasa, y, a
menudo, tenía un sabor rancio; y, aun así, la comida no estaba incluida en el
precio. Stella no dejaba de repetir en sus cartas que no le sobraba el dinero;
por eso Rosa nunca comía en el comedor. Sujetó bien fuerte el paquete y lo
apretó contra su pecho y sorteó a la gente, como si fuera un pájaro
escurridizo, arrastrando consigo el carrito.
Ya en su habitación respiró intensamente –a medio camino entre el
grito ahogado y el chillido–, dejó la ropa sin doblar a la entrada de la puerta
y se llevó consigo la caja y las dos cartas a la cama. La cama seguía sin
hacer, apestaba a pescado y las sábanas estaban enredadas de tal manera que
parecían un cordón umbilical. La habitación entera parecía un accidente de
carretera. Se dejó caer sobre la cama y se quitó los zapatos –estaban
completamente destrozados–. ¿Qué habrá pensado ese Persky de ella? Primero el
botón extraviado y, después, los zapatos desgastados. Rosa no paraba de darle
vueltas a la caja –era una caja rectangular–. ¡Era el chal de Magda! El paño de
Magda. El sudario de Magda. El recuerdo del olor de Magda, la esencia del
perfume de su hija perdida. Asesinada. Empujada contra la cerca llena de púas y
alambres, y electrificada; un horno; ¡la niña en llamas! Rosa se acercó el chal
a la nariz, a sus labios. Stella no quería que Rosa conservase el chal de
Magda; siempre utilizaba nombres raros cuando le pedía que se lo diera: que si
trauma, que si fetiche y Dios sabe qué más... Stella estaba dando clases de
psicología por las noches, buscando en las aulas algún marido entre esos
apestosos solteros.
Una carta era de Stella y la otra era una de esas cartas de la
universidad, otra más, otra muestra de la enfermedad. Pero en la caja, ¡estaba el
chal de Magda! Dejaría la caja para el final, leería la enorme carta de Stella
primero –enorme era sinónimo de problemas– y la carta de la universidad podía
esperar: carecía de importancia. Era una enfermedad. Prefería cien veces doblar
la ropa que abrir esa carta de la universidad. La carta de Stella decía así:
«Querida Rosa:
Está bien, al final lo he hecho. He ido a la oficina de correos y
te lo he mandado. Ponte de rodillas ante él si eso es lo que quieres. Te has
vuelto loca; todo el mundo piensa que has perdido la cabeza. Cuando alguien
pasa por delante de tu antigua tienda, todavía puede ver restos de cristales
por el suelo. Ya eres más que mayor, yo sólo soy tu sobrina y no tendría que
estar echándote la charla, pero ¡por Dios! Han pasado ya treinta o cuarenta
años, qué sé yo, date un respiro. No creas que no sé lo que vas a hacer y lo
que pasará. Como si lo viera, ¡es asqueroso! Abrirás la caja y lo sacarás fuera
y te echarás a llorar y lo llenarás de besos como una loca hasta agujerearlo.
Eres como esos tipos de la Edad Media que le rendían culto a un trozo de Vera
Cruz sin saber que sólo era una astilla suelta de algún viejo caserón o esos
otros que caían rendidos ante el mechón de pelo de un supuesto santo. Lo
llenarás de besos, llorarás como una magdalena, ¿y después qué? Rosa, hazme
caso, es hora, desde este momento, de que tengas una vida».
Rosa dijo en alto–: Esos ladrones me la quitaron.
Y después añadió–: Y tú, Stella, ¿tienes tú una vida?
«Si me sobrara el dinero, te estaría diciendo lo mismo: búscate un
trabajo. O, si no, vuelve y múdate aquí conmigo. Me paso el día entero fuera de
casa; será como si vivieses sola si eso es lo que quieres. Allí abajo hace
demasiado calor como para buscar algo; la gente allí está mustia como las
plantas por el bochorno. Con todo lo que hiciste por mí, no me importará
mantenerte en esta situación durante un año más o así. Pensarás que soy una
egoísta por decirte esto, pero, después de todo, mi sueldo no es el mejor del
mundo».
Rosa dijo–: ¡Stella! Si yo no te dejase salir de casa,
¿soportarías seguir viviendo? Muerta. ¡Estarías muerta! Así que no me des
lecciones sobre lo que gasta una mujer mayor. ¿Es que ya no te acuerdas de
todas las cosas que te regalé de mi tienda? El enorme espejo dorado, ese en el
que miras tu cara de amargada (una cara muy bonita, sí, pero de amargada), y un
montón de cosas más.
«Y, en lo que respecta a Florida, bueno... No soluciona las cosas.
Ya no me importa decirte que te hubieran encerrado de no haber sido porque
accedí a sacarte de la ciudad en el acto. Un arranque de ira en público más y
te mandan al loquero. ¡Y adiós a los escándalos públicos! Por el amor de Dios,
¡compórtate como una persona normal! ¡Vive tu vida!».
Rosa volvió a repetir–: Esos ladrones me la quitaron. –Y, como si
estuviera poseída, de manera escrupulosa y meticulosa, se puso a revisar la
colada que seguía en el carrito.
Faltaban un par de bragas. Rosa repasó de nuevo todo: cuatro
blusas, tres faldas de algodón, tres sujetadores, una enagua corta y otra
normal, dos toallas, ocho pares de bragas... Eran nueve pares, exactamente, los
que metió en la lavadora. ¡Qué vergüenza! Un par de bragas perdidas,
abandonadas Dios sabe dónde: en el ascensor, en el vestíbulo, en la calle tal
vez... Rosa tiró de las sábanas enrolladas y de ellas se deslizó, como si fuera
un enorme gusano de colores, el vestido azul con rayas. El agujero del sobaco
se había hecho más grande. Las rayas... Nunca más se pondría nada que tuviese
rayas. Se lo había jurado a sí misma, pero ese vestido, de cuello bajo y de
gran calidad, fue un regalo de cumpleaños de Stella; Stella lo compró para
ella. Con toda la buena fe del mundo, como si no supiera nada, como si nunca
hubiese estado «allí». Stella, ¡una ciudadana estadounidense ejemplar! ¡Sí,
señor! Nadie sería capaz de adivinar de dónde coño viene si no fuera porque
cuando abre la boca se le nota el acento.
Rosa volvió a examinar la ropa. Efectivamente faltaban un par de
bragas. Menuda señora estaba hecha, que ni siquiera es capaz de cuidar bien de
su ropa interior.
Decidió que tenía que coser el agujero del vestido, pero, en su
lugar, puso agua a hervir para prepararse un té y se hizo la cama con las
sábanas limpias del carrito. La caja con el chal iría al final. La carta de
Stella la dejó sobre la silla de noche junto al teléfono. Ordenó la habitación.
Todo tenía que estar perfecto para cuando llegase el momento de abrir la caja.
Untó de gelatina tres galletas y dejó la bolsita de té de la marca Lipton
encima de la tapa en la que ponía Welch’s. Era gelatina de uva y el bote tenía
el dedo de aprobación de Bugs Bunny. A pesar de que Persky la había invitado a
tomar algo, tenía el estómago vacío. Stella siempre decía: «Rosa come poco a
poco, como esa solitaria que vive en la tripa de la gente».
De repente se le pasó por la cabeza que había sido Persky quien se
había metido sus bragas en el bolsillo.
¡Qué vergüenza! Otra vez. Sentía un dolor en las entrañas, un
dolor que le quemaba. Se agachó en la cafetería para coger sus bragas,
utilizando su sonrisa para distraerla. ¿Por qué no se las devolvió? Igual le
daba vergüenza. Se pensaría que era un pañuelo. ¿Con qué valor le da un hombre
a una mujer completamente desconocida una prenda de su ropa interior? Podría
haberla devuelto al carrito, pero ¿qué pensaría la gente? Era un hombre
sensible, que no quería herir los sentimientos de Rosa. Pero ¿qué haría con las
bragas cuando llegase a su casa? ¿Qué es lo que puede llegar a hacer un hombre,
casi viudo, con un par de bragas de mujer? Unas de nailon y algodón, de las que
cubren hasta los muslos. Tal vez su intención era birlarlas: sería uno de esos
obsesos sexuales. Con su mujer ingresada en un manicomio, estaría sediento de
sexo. Según Stella, Rosa también pertenecía a la categoría de los locos; Stella
tenía la potestad de encerrarla con ellos. Muy bien, así serían vecinas y
confidentes: ella y la mujer de Persky se harían amigas de por vida. Su mujer
le confiaría todas fantasías sexuales de Persky. Le podría explicar por qué un
hombre de su edad tiene la necesidad de robar la ropa interior íntima de una
señora. Suceda lo que suceda en la entrepierna de la gente, es mejor no meter
las narices en el asunto. Y, además, era una mujer con hijos. La mujer de Persky
hablaría de su hijo y sus hijas felizmente casadas. Y Rosa también le hablaría
de Magda, independientemente de que Stella se lo tomase a mal: una mujer joven
y hermosa de entre treinta y treinta y un años; una médico casada con un
médico; con una preciosa casa en Mamaroneck, Nueva York, con dos consultas
médicas: una en el primer piso y otra en el sótano. Stella seguía con vida,
¿por qué Magda no? ¿Quién era Stella –la ordinaria de Stella– para empeñarse en
que Magda estaba muerta? Stella, el ángel de la muerte. Magda estaba viva, con
sus hermosos ojos y su radiante pelo. Stella, que no tenía hijos... ¿Quién era
Stella para burlarse de los besos que Rosa le daba al chal de Magda? Tenía la
intención de apretarlo entre sus labios. Rosa, una madre como otra cualquiera,
no muy diferente de la mujer de Persky en el manicomio.
¡Y luego estaba esa enfermedad! La carta de la universidad que,
como todas las cartas de este estilo, llevaban cinco o seis sellos en el sobre.
Rosa se imaginó el itinerario que habría seguido: primero habría pasado por la
televisión; luego por los periódicos, tal vez incluso por el Times;
luego por la vieja tienda de Rosa; luego por los abogados del arrendador de la
tienda; luego por el apartamento de Stella; luego por Miami, Florida. Esa carta
tenía las dotes propias de Sherlock Holmes. No se había detenido hasta
encontrar a su víctima y, ¿para qué? Para alimentarse de los vivos.
«DEPARTAMENTO DE PATOLOGÍAS SOCIALES CLÍNICAS
UNIVERSIDAD DE KANSAS-IOWA
17 de abril de 1977
Querida señora Lublin:
Aunque no soy médico, llevo desde algún tiempo recopilando los
suficientes datos sobre supervivientes del Holocausto como para crear una
especialidad. Iré al grano: estoy trabajando actualmente en un estudio
–financiado por la Fundación Minew del Instituto para Trabajos Humanitarios de
Kansas-Iowa– diseñado para investigar la teoría desarrollada por el doctor
Arthur R. Hidgeson y conocida comúnmente como la teoría de los «Sentimientos
Reprimidos». Sin entrar en muchos detalles ahora mismo, podría ser de alguna
utilidad para usted saber que, en el punto en que se encuentran, las
investigaciones revelan una increíble disminución generalizada del estrés
causado por la encarcelación, la exposición o la malnutrición durante cualquier
período prolongado de tiempo. Hemos descubierto un amplio abanico de desórdenes
neurológicos (entre ellos y, en algunos casos, graves daños cerebrales,
trastornos mentales, desorientación, principios de demencia, etc.), así como
cambios hormonales, parásitos, anemia, temblores, hiperventilación, etc.; en
los niños, especialmente, se dan casos de temperaturas que superan los 42º, de
ascitis, de úlceras en la piel y en la boca, etc. Lo más importante es que todo
esto son síntomas comunes en los supervivientes al Holocausto y sus familias».
¡La enfermedad, la enfermedad! Trabajos Humanitarios... Y eso ¿qué
quiere decir? Alegrarse por el sufrimiento ajeno. Se les hace la boca agua. Las
historias que cuentan sobre niños a los que les emana sangre de las úlceras son
asquerosas. Hay que tener en cuenta también la curiosa palabra que ha usado:
«superviviente». Cualquier cosa con tal de no decir «ser humano». Solían usar
la palabra «refugiado», pero, hoy en día, ese tipo de criaturas ya no existen;
ya no hay refugiados, tan sólo supervivientes. Utilizan ese término como si de
una etiqueta se tratase, separándote del resto de la gente normal. Si nos
pusieran un número de color azul en el brazo, no habría ninguna diferencia. Ni
siquiera hay forma de que te traten como a una mujer. «Superviviente». Ni
siquiera cuando tus huesos se estén pudriendo bajo tierra, habrá forma de que
se dirijan a ti como a un «ser humano». Siempre por siempre será superviviente
y superviviente y superviviente. ¡Los que se inventan estas palabras no son más
que parásitos que se aprovechan del mal ajeno!
«Durante algunos meses, equipos de médicos han estado realizando
entrevistas a los supervivientes con el fin de contrastar los datos médicos
actuales con las condiciones en las que se encontraban hace más de treinta
años, cuando se abrieron los primeros campos de concentración. Le confieso que
este no es mi campo de estudio ni me interesa especialmente. Como estudioso de
las patologías sociales y como ser humano...».
¡Ajá! ¡Él sí que era lo suficientemente bueno como para llamarse a
sí mismo «ser humano»!
«...lo que me preocupa no son los aspectos médicos –ni siquiera
psicológicos– de los datos de los supervivientes».
Datos. A la mierda.
«Lo que particularmente me ha animado a unirme al estudio –que,
por cierto, pretende dar por finalizado, mejor dicho, pasar página sobre este
delicado asunto– es lo que denomino la parte «metafísica» de la teoría de los
«Sentimientos Reprimidos». Cada vez se hace más evidente que los prisioneros se
han ido acercando poco a poco hacia el budismo. Dejan de quejarse y comienzan a
comportarse como personas no funcionales; en otras palabras, muestran un
profundo desapego por sus posesiones materiales y las experiencias sensoriales.
Las cuatro nobles verdades del pensamiento budista, si me permite recordárselo,
plantean un resumen detallado del origen del malestar: el sufrimiento. Es lo
que llaman samadi. Desde este punto de vista la vejez es sufrimiento, la
enfermedad es sufrimiento, la muerte es sufrimiento, asociarse con lo
indeseable es sufrimiento, separarse de lo deseable es sufrimiento, no obtener
lo que se desea es sufrimiento y, por último, el
nacimiento es sufrimiento. El samadi se alcanza a través del noble camino
óctuple, que es el más alto nivel en el que desaparece todo tipo de sufrimiento
humano; cualquier otro diría simplemente que se trata del culmen extático de la
indiferencia consumada.
Confío en que estas elucubraciones no le desagraden. Al contrario,
confío ansiadamente que le susciten cierto interés y que se anime a unirse a
nuestro estudio a través de una entrevista en profundidad que yo mismo
realizaré en su casa, si no es indiscreción. Me gustaría observar el desarrollo
del síndrome de una superviviente en su ambiente natural».
¡En casa! ¿Dónde, dónde?
«Como puede que no lo sepa, la convención nacional de la
Asociación Estadounidense de Patologías Sociales Clínicas se ha trasladado este
año de Las Vegas a Miami Beach, para facilitar su asistencia a nuestros
miembros de la costa este. La convención tendrá lugar en un hotel de su
vecindario, más o menos a mediados del próximo mes de mayo, y estaría
profundamente agradecido si pudiera recibirme durante esas fechas. Me he
enterado a través de un periódico de la ciudad de Nueva York que se ha mudado
recientemente a Florida; por lo tanto, sería la ocasión ideal para hacer una
contribución a nuestro pequeño estudio. Cuando tenga la más mínima oportunidad,
escríbame; espero ansioso su respuesta.
Sinceramente suyo,
Doctor James W. Tree».
¡A la mierda! ¡La enfermedad! ¡Esta carta se la había endosado
Stella! Stella sabía qué tipo de carta era, lo podía ver a través del sobre.
¡La doctora Stella! Patología social clínica de Kansas-Iowa, bonito hotel...
¡Este es el remedio que se les aplica a los que nos han quitado una vida! ¡Ese
ángel de la muerte!
Con estas cartas de la universidad Rosa tenía un procedimiento: se
llevaba consigo las tijeras a la taza del baño, las recortaba en pequeños
trozos de papel y tiraba de la cadena. En la taza, los cuadrados de papel daban
vueltas como el arroz en las bodas. Pero en esta ocasión–: ¡A la mierda con tus
cuatro nobles verdades y tu noble camino óctuple! ¡Y con tu samadi! –Tiró la
carta al fregadero y también su sobre poblado de sellos («Te lo ruego», le
decía la escritura de Stella omitiendo el rabito que cruza el siete, como
hacían los estadounidenses); encendió una cerilla y disfrutó con el intenso
fuego–: Arda, doctor Tree; ¡arda junto con sus sentimientos reprimidos! ¡El
mundo está lleno de hombres como usted! ¡El mundo está lleno de fuego! ¡Todo,
absolutamente todo está envuelto en llamas! ¡Florida está ardiendo!
En el fregadero sólo quedaban ya los restos calcinados de la
carta: ahora eran folios negros, ¡tan negros como la voluntad de Stella! Rosa
abrió el grifo y los trozos de papel quemados giraron y giraron hasta desaparecer.
Después se dirigió a la mesa redonda de roble y escribió la primera carta del
día a su hija. Su hija, que estaba completamente sana, que no padecía ningún
tipo de temblores ni ningún tipo de anemia. Su hija, que era profesora de
filosofía griega en la Universidad de Columbia de la Ciudad de Nueva York, ¡a
tan sólo un tiro de piedra –la piedra filosofal que prolonga la vida y
convierte el hierro en oro– de Stella, en Queens!
«Magda, bendición de mi corazón:
Perdóname, mi leona dorada. Ha pasado mucho tiempo desde la última
vez que te escribí. Son muchos los desconocidos que no dejan de atormentarme;
me persiguen, agotan los centinelas de mi cuerpo. Stella siempre está ahí. No
pasa ningún día sin que coja mi bolígrafo para escribirte. Es un placer, un
auténtico placer, alegría de la casa, hablar contigo en nuestro idioma materno.
Sólo lo utilizo contigo. A Stella le tengo que escribir constantemente, como si
fuera un perro que le debe sus respetos a su dueña. Es mi obligación. Me envía
dinero. Ella, ¡a quien he arrancado de las garras de todas esas asociaciones
que vinieron a nosotras con pan y chocolate después de que nos liberaran! En
realidad venían a vender sus ideas sectarias; reclutando soldados para sus
ejércitos. Si no hubiese sido por mí, hubieran embarcado a Stella en un barco,
junto a otros huérfanos, para hacer con ella Dios sabe qué y vivir Dios sabe
cómo. Habría acabado de agricultora, chapurreando el hebreo. Le vendría bien
para quitarse de la cabeza esas ínfulas de ciudadana estadounidense. Mi padre
nunca fue sionista. Solía llamarse a sí mismo «polaco de derecho». Decía que
los judíos llevaban miles de años derramando sudor y sangre en tierra polaca y
que no tenían que demostrar nada a nadie. Puede que tuviera una idea equivocada
de lo que es ser un idealista, pero la naturaleza de sus principios era de lo
más noble. Podría reírme de eso ahora –de todo el asunto, en realidad–, pero no
puedo porque siento demasiado intensamente lo mismo que él sentía; era una
persona íntegra, una persona que no se dejaba convencer por cualquier tipo de
argumento banal. Llegó a tener amigos sionistas en su juventud. Algunos
abandonaron Polonia a tiempo y siguen vivos. Uno de ellos tiene una librería en
Tel Aviv. Se ha especializado en libros en otros idiomas y revistas. Mi pobre
padre. Tan sólo la historia –a la que podríamos
considerar como un abogado ad hoc en este caso– le dio una
solución al sionismo. Mi padre planteaba soluciones más lógicas. Decía que él
se sentía polaco de manera pasajera hasta que llegue el día en que las naciones
convivan una junto a la otra de la misma forma que un lirio plantado al lado de
un loto. En el fondo, tenía el alma de un profeta. Mi madre, como ya sabes,
escribía poesía. A ti todo esto te sonará a cuento chino.
Stella se niega a recordarlo. Dice que soy una cuentacuentos.
Siempre te tuvo envidia. Tiene un principio de demencia y se empeña en negarte;
vive en otra realidad. Cualquier mención a su vida pasada es como un insulto
para ella. Al tener miedo del pasado, desconfía del futuro –que, por cierto,
también acabará convirtiéndose en pasado–. No le queda nada. Se sienta en una
silla mientras contempla cómo el presente se convierte en su pasado más rápido
de lo que ella misma puede soportar. Por esa razón no encuentra lo que tanto
ansía: un yanqui por marido. Yo soy inmune a todos estos sufrimientos y miedos.
La maternidad –y siempre lo he sabido– te aleja de la filosofía, y todo tipo de
filosofía se basa en el sufrimiento durante distintas etapas de la vida. Me
estoy refiriendo, por supuesto, al hecho de ser madre, al hecho fisiológico.
Tener el poder de crear otro ser humano, de ser el instrumento de semejante
misterio. De transmitir un sistema genético entero. No creo en Dios, pero sí
que creo, como los católicos, en el misterio de la fe. Mi madre tenía unas
ganas enormes de convertirse al catolicismo; mi padre se reía de ella. Pero a
ella le atraía la idea. Dejó que la sirviente pusiese una estatua de la Virgen
con el Niño en una de las esquinas de la cocina. Algunas veces solía acercarse
y contemplarla. Aún me acuerdo de las palabras de un poema que escribió sobre
el calor que venía del horno, de las tortitas de los domingos:
Madre de Dios, ¡cómo tiemblas
en esos cálidos pliegues!
A ti te ofrezco esta tarta
y en el éxtasis de su nacimiento
te escondes.
Era algo así, pero de mayor calidad, más impactante. Su polaco era
especialmente rico. Tenías que analizarlo con lupa para captar todos los
matices. Era sorprendentemente modesta, pero no tenía ningún reparo en
considerarse a sí misma como una poeta simbolista.
Sé que no me reprocharás el irme por las ramas con estas
historias. Después de todo, no dejabas de pincharme para que te contara mis
viejos recuerdos. Si no fuera por ti, los hubiera enterrado todos, sólo para
contentar a Stella. ¡Stella Cristóbal Colón! Pobre, cree ciegamente en el Nuevo
Mundo. He conseguido –¡por fin, por fin!– que me entregue este preciado
vestigio de tu bendita infancia. Lo tengo aquí en una caja, justo a mi lado,
mientras escribo esta carta. ¡No se tomó ni la molestia de enviarlo por correo
certificado! Y eso que insistí e insistí. He tirado el envoltorio y la caja
está bien precintada con cinta adhesiva. No tengo ninguna prisa en abrirla.
Necesitaba comer algo antes y no podía esperar, pero nada en este momento
podría hacerme más feliz. Te estoy guardando para el final, primero necesito
tranquilizarme. En un estado de agitación, a nadie se le ocurriría romper un
diamante. Stella dice que te trato como si fueras una reliquia. No tiene
corazón. Te quedarías de piedra si te contase lo que he sido capaz de hacer con
tal de que me dejara en paz. Para calmar su demencia –para callarle la boca–,
finjo que estás muerta. ¡Sí, no te estoy mintiendo! Diría cualquier cosa, por
descabellada que fuera, para hacerle cerrar el pico. No hace más que contar
mentiras y, a veces –mi rocío de la mañana, ¡mi niña!–, cuenta mentiras sobre
ti. ¡Mi alegría, mi reina de las nieves!
Me da vergüenza ponerte un ejemplo. El morbo. Eso es lo que
Stella, esa morbosa, ha hecho de tu padre. Roba toda la verdad, la hurta y
miente sin recibir castigo. Cuenta mentiras y se le recompensa por ello. ¡El
Nuevo Mundo! ¡Por eso destrocé la tienda! Porque aquí todo el mundo se dedica a
contar mentiras. Incluso los profesores de universidad: ven a los seres humanos
como los especímenes de sus experimentos. Por eso mismo su sistema no ha
heredado casi nada de los romanos. ¿A ti no te sorprende que los abogados no
aspiren más que a ser unos carroñeros que se alimentan de los desechos de los
ladrones y los embusteros? Gracias a Dios seguiste los pasos de tu abuelo y
estudiaste filosofía en lugar de derecho.
Recuerda mis palabras, Magda, tu padre y yo vivimos la más
sencilla de las vidas y por sencilla quiero decir honrada, discreta y
cultivada. Personas en las que podías confiar y de buena reputación. Se llamaba
Andrzej. Ambos procedíamos de familias con prestigio. Tu padre era el hijo de
la mejor amiga de mi madre. Era una judía convertida que se casó con un gentil:
tú puedes ser judía o gentil, eso es decisión tuya. Tienes derecho a elegir y
dicen que en elegir radica la auténtica libertad. Estábamos comprometidos y
deberíamos habernos casado. Todo lo que cuenta Stella sale de lo más profundo
de sus excreciones. Tu padre no fue un alemán. Un alemán me violó es cierto, y
más de una vez, pero estaba demasiado enferma como para quedarme embarazada.
Stella siempre tuvo de natura una mente morbosa, se le había metido en la
cabeza, y no había forma de convencerla de lo contrario, que ese asqueroso
hombre –¡un tipo de las S.S.– era tu padre. Stella estuvo todo ese tiempo
conmigo y sabe lo mismo que yo del asunto. Tampoco me emplearon en el burdel
que tenían, que no te digan lo contrario, mi leona, ¡mi reina de las nieves!
Jamás escucharás una mentira salir de mi boca. Tú eres pura. Una madre es una
fuente de conocimiento, de conciencia, la tierra del ser, como dicen los
filósofos. No pienses que soy una falsa; es más, no te prohíbo que cuentes
alguna mentirijilla , pero sólo en su justa medida. A aquellas personas que no
se la merecen, no les digas la verdad. Yo le digo a Stella lo que quiere oír.
“¿Mi pequeña? Falleció. Falleció”. Es lo que siempre quiso. Siempre te tuvo
envidia. No tiene corazón. Incluso ahora sigue creyendo que ya no estás:
¡estando tú tan sólo a un tiro de piedra de su casa en Nueva York! Dejemos que
piense lo que quiera; su cabeza no funciona bien, pobre. La energía de tu ser
consume mi alegría. ¡Mi flor amarilla! ¡Lucero del cielo!».
Qué extraño era coger un bolígrafo –que no es más que un cilindro
terminado en punta, al fin y al cabo– y escribir charcos de jeroglíficos con su
tinta: ese bolígrafo hablaba, como por arte de magia, en polaco. La lengua,
libre por fin de su candado. Recluida como estaba entre los dientes y el
paladar. Una inmersión en ese idioma lleno de vida: de repente aparecieron esa
pulcritud, esa facilidad, esa capacidad de poder contar una historia, de
contar, de explicar. ¡De recuperar, de perdonar!
De mentir.
La caja con el chal de Magda seguía en la mesa. Rosa lo había
dejado allí. Se puso sus zapatos buenos y un bonito vestido (de poliéster; en
la etiqueta del interior ponía «sin arrugas»), se arregló el pelo, se cepilló
los dientes, se tomó su enjuague bucal e hizo unas gárgaras. Después se le
ocurrió cambiarse de sujetador y de bragas; lo que significaba que tenía que
quitarse el vestido y volver a ponérselo. Se pintó los labios ligeramente, le
bastó con ponerse una pizca de carmín en el dedo y pasárselo por los labios.
Arreglada, se subió a la cama de rodillas y se metió entre sus
sábanas. Parecía una muñeca. Y se durmió. Edificios a oscuras, lápidas, coronas
de flores marchitas, un fuego negro en un campo gris, unos brutos violando a
una inocente, mujeres gritando y con los brazos en alto, la voz de su madre
llamándola. Tras horas de este horrible cuadro, dieron las ocho. Para entonces
estaba convencida de que, quienquiera que se metiera sus bragas en el bolsillo,
era un criminal capaz de cualquier cosa. Humillar. Degradar. ¡Eso era lo que le
daba morbo a Stella!
Recuperar. Perdonar. Nadie en el ascensor, nadie en el vestíbulo.
Miraba todo el rato hacia el suelo. Ninguna luz se encendió.
En las calles ya empezaban a parpadear los neones en el atardecer.
Había una mezcla arenosa de bochorno y polvo hirviendo. Enormes abejas
revoloteaban alrededor de los coches. Aún era demasiado pronto para que se
encendieran las luces de las farolas. A la altura del horizonte competían dos
extrañas fuentes de luz: un sol bermejo, redondo y brillante, igual que una
yema de huevo ensangrentada; y una luna blanca como la seda, de rostro rugoso y
venas opacas. Ambas estaban igualmente suspendidas a cada lado de la ancha
carretera. El calor abrasador del día emanaba del asfalto y golpeaba con la
misma fuerza que una pesa en movimiento. La nariz y los pulmones de Rosa ya la
estaban avisando: el aire quemaba como la melaza fundida. Sus bragas no estaban
en la carretera.
En Miami, la gente sale de sus casas por la noche. Las calles
estaban infestadas de peatones y cotillas; todos con prisa, eran beduinos sin
rumbo fijo. La escasa lluvia de Florida caía sobre la ciudad en finas gotas, de
una forma tan suave y tan volátil, que nadie se percataba de que estaba
lloviendo. Las luces de neón, los letreros y los carteles brillaban
incansablemente a través de la repentina llovizna. Sobre uno de los hoteles con
balcones se vislumbró un amago fugaz de relámpago. Rosa seguía caminando.
Demasiado yidis. Lentas caravanas de parejas de ancianos, cogidos del brazo, se
relajaban con el frescor de la playa. La arena nunca descansa: siempre agitada,
siempre habitada. Parejas haciendo el amor por la noche entre mantas bajo el
horizonte iluminado por luces de neón.
Rosa nunca había pisado una playa, ¿qué le hacía pensar que sus
bragas podrían haberse perdido en la arena?
Tampoco había nada en la acera de enfrente del Kollins Kosher
Kameo. El olor a patatas asadas con salsa despertaba el apetito. Las bragas no
tenían por qué estar necesariamente en el bolsillo de Persky. Podrían estar en
los cubos de basura abollados y vacíos que había cerca de la acera. Las bragas
ya deberían formar parte de las cenizas de algún fuego, entre sucias latas de
tomate frito, sobras de comida y pilas de revistas viejas. Cabía otra
posibilidad: que se hubieran perdido en el camino de la lavadora a la secadora
por un simple olvido, por un descuido. O, que en
el caso de hubieran llegado a la secadora, se hubiesen quedado allí. Un
despiste tonto. Persky no tendría la culpa. La lavandería cerraba por la noche,
con una de esas puertas de metal que recuerdan a un acordeón cubriendo puerta y
ventanas. ¿Qué maleante tendría interés en saquear lavadoras gigantes? La
propiedad nubla la visión, genera falsos prejuicios. Te da el poder de
destrozarla si es tuya. La propiedad es un tipo de suicidio. Rosa había
asesinado a su tienda con sus propias manos. Se había preocupado más por un par
de bragas perdidas, por la colada, que por su negocio. Empezó a sentir
vergüenza, a sentir que todo el mundo la miraba. ¿Qué era su tienda? Una cueva
de trastos viejos.
Al otro extremo de la calle donde se encontraba
la lavandería había una pequeña tienda de periódicos, no mucho más grande que
un quiosco. Puede que fuese allí donde Persky compró el periódico. Tal vez
hubiese vuelto allí al final del día por el periódico de la tarde –con sus
bragas en el bolsillo– y las dejó allí.
Era un sitio muy pequeño y sin aire
acondicionado. Proliferaban en él la variedad de acentos de Nueva York.
–Señora, ¿busca algo en concreto?
¿Un periódico? Rosa ya tenía suficientes.
–Mire, estamos como sardinas en lata. Compre algo
o márchese.
–Mi tienda era como seis veces más grande que
esta –dijo Rosa.
–Pues márchese a su tienda.
–Ya no la tengo. –Estuvo pensando un rato. Si
alguien quisiese esconder (esconder, que no destruir) un par de bragas, ¿dónde
las pondría? Bajo la arena. Bien enrolladas y enterradas. Se imaginó cómo sería
llevar arena por dentro de las bragas, arena húmeda y pesada, todavía caliente
por el calor del día. Hacía calor en su habitación, el calor duraba toda la
noche. Ni una brizna de aire. En Florida no corría el aire, tan sólo el reflujo
en tu esófago. Rosa seguía caminando. Lo contemplaba todo, pero como fuera de
sí, como ida; permanecía ajena a todo lo que la rodeaba. Llegó a la puerta de
una alambrada. Tras ella se extendía una playa jaspeada. Pertenecía a uno de
esos grandes hoteles. La puerta estaba abierta. Rozando apenas las olas que
desaparecían en la arena, se elevaban a lo largo de toda la costa una serie de
fortificaciones. Eran los tejados de los hoteles que, en la oscuridad y en las
sombras, emergían sin ninguna misericordia con sus almenas. Ningún arquitecto
sería capaz de soñar con semejantes monstruosidades sin sufrir. La arena
empezaba a enfriarse en ese momento. Sobre el agua se extendía un cielo negro y
sin estrellas; tras Rosa, donde los hoteles se apretujaban en la ciudad,
arreciaba una tormenta de arena de un marrón rojizo. Se veían nubes de barro.
La arena se mezclaba con los cuerpos de la gente. Una imagen de Pompeya
sumergida bajo las cenizas del Vesubio. Sus bragas tenían que estar bajo la
arena o, si no, en alguna otra parte con arena
Se quitó sus zapatos buenos para no estropearlos
y pasó cerca de una pareja, de rostros brillantes por el sudor, que se estaba
besando. Una pareja de animales marinos haciendo un ejercicio de succión. En
cualquier parte del mundo, a lo largo de las costas de cualquier continente,
las mismas salpicaduras, las mismas olas espumeantes, el choque de la marea
contra las rocas... Una mujer que lo destroza todo, una mujer a la que le han
robado las bragas, una mujer que ha asesinado su negocio con sus propias manos
tiene la destreza suficiente como para surcar los mares sin problemas. Una
cueva. Se podría entrar en sus entrañas por algún corredor que transcurra
vertical. Qué tranquilo es el mar por la noche; tan sólo la arena es
impredecible con sus miles de hoyos, con sus miles de agujeros.
Cuando volvió a la puerta de la alambrada, el
cerrojo estaba echado y no corría. Un diseño inteligente, sin duda: no dejaba
salir a los intrusos. Elevó la mirada y pensó en trepar, pero había un alambre
de espino arriba del todo.
¡Cuántas dunas había en la playa! Había que encontrar
a algún guarda: alguien que la dejase salir de allí. Regresó a la playa y le
dio un golpe a una persona con la punta de uno de sus zapatos que estaba
agitando de un lado a otro. Esa persona empezó a retorcerse como si le hubieran
pegado un tiro y se levantó.
–Caballero, ¿sabe cómo puedo salir de aquí?
–Utilice la llave de la habitación –dijo otra
persona que seguía tumbada en la arena. Era un hombre. Los dos lo eran;
delgados y cubiertos de arena. Estaban desnudos. Rosa vio que una de las partes
del cuerpo del hombre que estaba tumbado en la arena estaba hinchada.
–No estoy alojada en el hotel –dijo Rosa.
–Si es así, no puede estar aquí. Esto es una
playa privada.
–¿Pueden abrirme la puerta?
–Señora, haga el favor. Márchese –dijo el tipo
tumbado en la arena.
–No puedo salir –le reprochó Rosa.
El hombre que estaba de pie se echó a reír.
Rosa volvió a insistir–: Si usted hiciera el
favor de abrirme…
–Mucho me temo, señora, que mi compañero no es de
los que le abren «las puertas» a las mujeres –farfulló desde el suelo.
Rosa entendió enseguida lo que pasaba. Se estaban
riendo de ella–: ¡Maricones! –dijo entre dientes y se marchó, dando algún que
otro traspiés. Tras ella podía escuchar sus risas. Ese par de dos odiaba a las
mujeres o a los judíos. Debieron darse cuenta de que era judía. Pero esto
último era poco probable: a pesar de la arena, Rosa vio que estaban
circuncidados. Le temblaban las manos. ¡Encerrada tras un alambrada de espino!
Nadie la conocía, ni qué le había pasado, ni de dónde venía. Las puertas, la
broma pesada, el alambre de espino, hombres acostándose con hombres... Tenía
miedo de acercarse a cualquier otra duna. No había nadie que la ayudara. ¿Y si
la estaban persiguiendo? La arrestarían por la mañana.
Se volvió a poner los zapatos y anduvo por el camino pavimentado
que transcurría a lo largo de la alambrada. El camino la condujo a un lugar
iluminado, donde se escuchaban voces de hombres negros. Había una ventana. A
través de ella se filtraba una infinidad de olores intensos que procedían del
respiradero de la cocina y de los ventiladores, que mezclaban el olor de la
comida y lo mandaban hacia afuera. Una de las puertas estaba abierta; habían
puesto un bote de leche para sostenerla. Estaba lleno de encimeras, hornos,
planchas, frigoríficos, cafeteras, cubos de basura, fregaderos... Era la cocina
de un palacio. Se escurrió entre los cocineros negros con sus delantales
manchados de carne en dirección a un estrecho pasillo. Apretó el botón del
ascensor y esperó. Los cocineros la habían visto, ¿irían tras ella? Los escuchó
gritar, pero los gritos no iban dirigidos a ella. No dejaban de repetir
«jueves». El jueves no traerían más patatas. Tal vez se trataba de una
emergencia. El ascensor la condujo a la planta calle, al vestíbulo. Salió. Por
fin libre.
El vestíbulo era como el de un palacio. En el centro había una
fuente enorme. El agua salía de las bocas de unos delfines con esmeraldas
verdes incrustadas en ellos. Les acompañaban unos querubines dorados y una
sirena alada, también de oro, vertiendo flores desde un cántaro. Las copas
elevadas de los árboles –formando un bosque– estaban rociadas de un azul
oscuro, dorado y plateado, y el borde de la fuente estaba infestado de navíos
de mármol verde. El agua corría a través de un canal de mármol, como si fuera
un arroyo de interiores en miniatura. Había también una enorme alfombra que se
extendía hasta donde alcanza la vista con pájaros coronados tejidos en ella.
Hombres de traje y mujeres fumando que estaban sentadas en tronos de oro con
reposabrazos que tenían la forma de las garras de un león. Un bebé de oro. ¡Qué
feliz sería Stella si pudiera pasearse en un sitio como este! Rosa no se alejó
de las paredes.
Vio a un hombre vestido de uniforme verde.
–El encargado –murmuró–. Hablaré con él.
–La recepción está por allí –dijo señalando un escritorio de caoba
que estaba detrás de un muro de cristal. El encargado, que llevaba una peluca
de color pardo, estaba sellando con especial energía algunos membretes con
emblemas. Persky también tenía una peluca de ese color. Florida estaba inundada
de un falso fuego, ¡de pelo falso en llamas! Todo el mundo era un farsante.
–¿Puedo ayudarla, señora? –dijo el encargado.
–Señor, su playa está vallada con alambre de espino.
–¿Está alojada aquí?
–Me alojo en otro sitio.
–Entonces, no puede formular una queja al respecto, ¿me equivoco?
–Utilizan alambre de espino.
–Así impedimos que entre chusma.
–En EE. UU. no debería haber alambre de espino.
El encargado dejó de sellar los membretes–: ¿Se puede marchar?
–dijo–. ¿Quiere hacer el favor de marcharse?
–Encerrar a gente inocente tras alambradas con espino es propio de
los nazis –dijo Rosa.
El encargado bajó pesadamente la cabeza–: Me apellido Finkelstein.
Como comprenderá…
–¡Precisamente usted mejor que nadie debería saberlo!
–Mire, si no quiere saber lo que es bueno, será mejor que se
marche de aquí.
–¿Dónde estaba usted cuando sucedió todo aquello?
–Márchese. Se lo estoy pidiendo educadamente. Por favor, márchese.
–Yo le diré dónde estaba: bailando alegremente en el vestíbulo del
hotel. Métase su alambre de espino donde le quepa, señor Finkelstein;
desayúneselo y atragántese con él.
–Váyase a su casa –dijo Finkelstein.
–¡Y que sepa que en el patio de atrás tiene usted montada la de
Sodoma y Gomorra! ¡Su hotel está lleno de maricones y alambre de espino!
–Se ha colado en nuestra playa –dijo el encargado–. ¿Quiere que
llame a la policía? Es mejor que se vaya cuanto antes. Han llegado algunos de
nuestros invitados más distinguidos y no voy a tolerar este escándalo. Me está
haciendo perder el tiempo.
–Tus distinguidos huéspedes no paran de escribirme cartas. Una
convención –esputó Rosa– sobre patología sociales clínicas, ¿verdad? ¿Está aquí
el doctor Tree?
–Por favor, márchese –dijo Finkelstein.
–Respóndame, ¿está aquí el doctor Tree? ¿No? Pues le diré que si
no viene hoy, vendrá mañana porque está de camino. Viene a estudiar
especímenes. ¡Y yo soy el más importante! ¡Es a mí a quien va a entrevistar,
Finkelstein, y no a ti! ¡Yo soy el objeto de su estudio!
El encargado volvió a bajar pesadamente la
cabeza.
–¡Lo sabía! –gritó Rosa–. ¡Sabía que Tree estaba aquí! ¡Sabía que
alojaba a toda una panda de Tree!
–Protegemos la intimidad de nuestros huéspedes.
–La protegéis con alambre de espino. Tree está aquí, ¿verdad? ¡No
me engañe! Tree está aquí. Tree está alojado aquí, ¿no es así? ¡Reconózcalo!
¡Reconózcalo, Finkelstein, maldito nazi!
El encargado se levantó–: Fuera –dijo–. Márchese inmediatamente.
–Descuide, ya me voy. No se preocupe por ello. No necesito a Tree.
Ya he tenido suficientes Tree en mi vida, esté tranquilo…
–Márchese –dijo el encargado.
–Qué vergüenza –dijo Rosa–. Usted, que es un Finkelstein.
Rosa se marchó –orgullosa, triunfante e intachable–, dejando atrás el brillo de esmeraldas de aquel lugar,
hacia la iluminada marquesina de la calle de enfrente. Un cartel ponía «Hotel
Marie Louise» con letras de neón verde. El portero de la puerta tenía un aire a
almirante británico, con galones de oro cayendo de los hombros. La habían hecho
prisionera, habían estado a punto de encerrarla; pero Rosa sabía muy bien cómo
escapar: pegando gritos y dando voces. Así es como salvó a Stella cuando
intentaron llevársela en un barco a Palestina. Rosa no le tenía miedo a los
judíos; algunas veces sentía cierto desdén por ellos –algo que le venía de su
madre y de su padre–. Eran los apestados de Varsovia, apartados del esplendor
del mundo real. Eran vecinos un tanto particulares. Como Persky y Finkelstein.
¿Las sinagogas? No eran más que palcos para las mujeres. Era de lo más vulgar.
Su hogar... Su reputación... Cuánto había caído Rosa. Era como un repugnante
cuento de la tradición popular: la nobleza convertida en un asqueroso roedor.
Manchándose la lengua hablando ese putrefacto idioma, el inglés. En este país
todos eran bastante simplones, no tenían ni idea de nada. Eran unos ignorantes.
Incluso Stella, cuando llegó al principio, parecía una ignorante. Rayas azules,
alambre de espino, hombres besando a hombres... Piensa en los actos más
repugnantes y peligrosos que pueda haber en esta vida, pues para ellos es la
cosa más normal del mundo. Es gente frívola.
Perdidas. Extraviadas. No las encontraba por ninguna parte. En
todo Miami Beach, no encontró nada; tampoco en la playa. Había recorrido toda
la ciudad; la ciudad nocturna, bochornosa, indómita e iluminada por luces de
neón. Había sido una búsqueda inútil. Las bragas seguirían en el bolsillo de
alguien.
Persky estaba esperándola. Estaba sentado en una poltrona cerca
del escritorio de la recepción, con una pierna cruzada y leyendo el periódico.
Vio que Rosa entraba y se levantó de un respingo. Llevaba puesto tan sólo una
camisa y unos pantalones; no llevaba corbata ni chaqueta. Venía en plan
informal.
–¡Rosa Lublin!
Rosa dijo–: ¿Qué hace usted aquí?
–¿Dónde ha estado toda la noche? Llevo aquí sentado durante horas.
–¿Cómo es posible...? No le llegué a decir dónde me alojaba –le
reprochó Rosa.
–Lo miré en la guía telefónica.
–Mi teléfono está desconectado, nadie más sabe que estoy aquí
salvo mi sobrina, con quien hablo por carta y vive en Nueva York.
–Está bien. Si quiere que le cuente la verdad, le diré que he
estado siguiéndola esta mañana. Eso es todo. Desde mi casa es un paseo
agradable. La he seguido a hurtadillas por las calles. Descubrí dónde se
alojaba y aquí me tiene.
–Le parecerá bonito –dijo Rosa.
–¿No le ha hecho gracia?
Rosa quería decirle que sospechaba de él, que le debía una explicación
y que le mostrase el contenido de los bolsillos de su chaqueta. Era un acosador
reconocido que seguía a las mujeres por la calle. Si no estaban en la chaqueta,
estarían en uno de sus pantalones. Pero no podía decirle algo así. Sus bragas
en sus pantalones... En su lugar le dijo–: ¿Qué es lo que quiere?
Persky le dedicó una brillante sonrisa de oreja a oreja–: Una
cita.
–Es usted un hombre casado.
–Un hombre casado que no tiene mujer.
–Pero la tiene.
–En cierto sentido, sí. Pero está loca.
Rosa dijo–: Y yo también.
–¿Quién lo dice?
–Mi sobrina.
–¿Qué sabrá una desconocida?
–Mi sobrina no es una desconocida.
–Si incluso mi propio hijo es un desconocido para mí, con razón de
más lo es una sobrina. Vamos, tengo el coche ahí al lado. Tiene aire
acondicionado; démonos una vuelta.
–Ya no somos niños –dijo Rosa.
–Eso dígalo por usted –le respondió Persky.
–Soy una persona decente –dijo Rosa–. No soy de esa clase de
personas que da vueltas sin ir a ningún sitio.
–¿Cómo que a ningún sitio? Tengo uno en mente –Persky se puso a
pensar–: mi residencia de jubilados. Tienen unas barajas estupendas para jugar
al pinacle.
–No me interesa –dijo Rosa–. No necesito conocer gente nueva.
–Pues entonces vayamos al cine. Si no le gustan las películas de
hoy en día, podemos ir a ver películas clásicas. Clarck Gable. Jean Harlow.
–No me interesa.
–Vayamos a la playa. Daremos un paseo por mar, ¿qué le parece?
–Ya he dado un paseo por la playa –dijo Rosa.
–¿Cuándo?
–Ahora mismo, por la tarde.
–¿Sola?
Rosa dijo–: Estaba buscando una cosa que he perdido.
–Pobre Lublin..., ¿qué es lo que ha perdido?
–Mi vida.
No tuvo ningún reparo en decírselo claramente. El hecho de haber
perdido sus bragas la había despojado de todo atisbo de pudor ante Persky.
Pensó en lo banal que habría sido la vida del caballero, siempre rodeado de
botones. Ni el propio Persky era más importante que un botón. Era comprensible
que quisiese hacer de Rosa un botón más, como él; un botón desgastado y pasado
de moda dando vueltas por Florida. ¡Miami Beach entera convertida en una caja
de botones inútiles!
–Eso no es más que cansancio. Le propongo una cosa –dijo Persky–:
invíteme a su habitación. Charlaremos con una taza de té de por medio. Ya lo
verá, guardo un par de ideas en la manga. Mañana buscaremos un sitio adonde ir
y se lo pasará bien.
Afortunadamente su habitación estaba limpia e impoluta. Todo
estaba en orden: podías reconocer dónde acababa la cama y dónde empezaba la
mesa. Había días que la habitación era un auténtico desastre, un completo caos.
El destino había querido que su habitación estuviera ordenada justo a tiempo
para recibir a una visita. Rosa preparó el té. Persky puso el periódico bajo la
mesa y sobre ella una bolsa de papel grasienta.
–¡Son rosquillas! –le dijo–. Las había traído para comerlas en el
coche, pero esto es mucho mejor, es más agradable. Su habitación es muy
agradable, Lublin.
–Es un zulo –dijo Rosa.
–Yo parto de una teoría diferente. Siempre hay un lado bueno y un
lado malo para ver las cosas. Si eliges el lado bueno, te sientes mejor.
–No me gusta mentirme a mí misma –dijo Rosa.
–La vida es corta; es mejor mentir. Dígame, ¿no tendrá servilletas
de papel, verdad? No importa, ¿quién las necesita? ¡Tres tazas! Qué suerte. Por
lo general la gente que vive sola no suele tener tantas. Mire, las tengo con
vainilla, con chocolate. También tengo dos de las normales. ¿Las prefiere sin
nada o con glaseado? Me gustan las bolsas del té, están hechas con estilo. ¿Lo
ve, Lublin? ¡Todo marcha bien!
Había puesto la mesa. A Rosa le dio la sensación de que, con ese
pequeño detalle, la habitación parecía nueva, como si la viera por primera vez
en su vida.
–No deje que el té se enfríe. Recuerde lo que le dije esta mañana:
caliente está mejor –dijo Persky, mientras removía felizmente su té con la
cuchara–: Veamos, hagamos un poco más de espacio en la habitación…
Sus manos, grasientas de comer rosquillas, cogieron la caja de
Magda.
–¡No toque eso!
–¿Qué pasa? ¿Tiene un cadáver ahí dentro? ¿Una bomba? ¿Un conejo?
¿Es delicado? No, ya sé qué es: ¡un sombrero!
Rosa abrazó con todas sus fuerzas la caja; se sentía estúpida e
insignificante. Todo era de lo más frívolo, incluso la más profunda propiedad
del ser. Se sentía como si alguien le hubiese extirpado los órganos vitales y
se los hubiera dado para sujetarlos. Anduvo los tres pasos de distancia que le
separaban de la cama y colocó la caja sobre la almohada. Al volverse, Persky la
miraba sonriendo.
–La cuestión es –dijo– que no espero nada de usted esta noche.
Tiene cosas que hacer, por lo que veo. Me recuerda a mi hijo. Tomarse una taza
de té con usted ya es bastante, podría haber sido peor. Mañana tendremos una
cita de verdad. No se lo estoy preguntando ni tampoco se lo estoy pidiendo.
Mañana seré yo quien mande, ¿qué me dice?
Rosa se sentó–: Estoy pensando que debería marcharme de aquí y
volver a Nueva York con mi sobrina…
–Mañana, no. Ya cambiará de vida pasado mañana. Mañana se viene
conmigo. Tenemos seis reuniones para elegir.
Rosa preguntó confusa–: ¿Cómo que reuniones?
–Charlas universitarias, si lo prefiere; son cursos que imparte
gente con estudios como usted. Es mejor que jugar al pinacle.
–No sé jugar –admitió Rosa.
Persky miró alrededor–: Tampoco veo que tengas libros. ¿Quiere que
la acerque a la biblioteca?
Rosa sintió que le invadía un profundo sentimiento de gratitud.
Parecía que Persky se había dado cuenta: Rosa no era un botón como los demás.
–Sólo leo libros en polaco –le dijo–. No me gusta leer en inglés.
La literatura se lee en el idioma materno.
–Literatura... Vaya, vaya... No creo que les sobren los libros en
polaco. Y tampoco crecen en los árboles, que se diga. Lublin, haga un esfuerzo.
Trate de acostumbrarse a leer en inglés.
Rosa se puso a la defensiva–: Yo me acostumbro a todo.
–Menos a comportarse como una persona normal.
Rosa no pudo más–: Mi sobrina Stella dice que en EE. UU. los gatos
tienen nueve vidas, pero que nosotras, que somos menos que los gatos, tenemos
tres. La vida «antes de», la vida «durante» y la vida «después de» –se dio
cuenta de que Persky no estaba entendiendo nada. Rosa se lo explicó–: La vida
«después de» es la que vivimos ahora; la vida «antes de» es nuestra verdadera
vida, el hogar donde nacimos.
–¿Y la vida «durante»?
–La que vivimos con Hitler.
–Pobre Lublin... –dijo Persky.
–Usted no sabe lo que era. Sólo lo sabe por las películas –se dio
cuenta de que hizo enrojecer a Persky; Rosa se dio cuenta, hace ya mucho
tiempo, que tenía esa capacidad con la gente.
Persky llegó a una conclusión–: Lo que quieres es que todo vuelva
a ser como antes.
–No, no, no –dijo Rosa–. Es imposible. Nunca me creí la historia
de los gatos de Stella. Mi vida «antes de» es tan sólo un sueño. La vida
«después de» es un chiste. Sólo me queda mi vida «durante». Y mentiría si
dijese que eso es vida.
–Pero todo eso ya pasó –dijo Persky–. Lo ha superado, ahora es el
momento de que piense en usted.
–Eso es lo que dice Stella... –Rosa se calló para pensar en sus
palabras y después continuó–: Stella se autocomplace. Quiere borrar sus
recuerdos.
–A veces es necesario olvidar ciertas cosas –dijo Persky–, si
quiere que algo salga de su vida.
–¿Cómo dice? ¿Qué es lo que tiene que salir de mi vida?
–Ya no está en un campo de concentración. Todo eso ha pasado. Es
agua pasada. Mire a su alrededor y verá seres humanos.
–Lo que yo veo –dijo Rosa– son sanguijuelas.
Persky se mostró dubitativo antes de preguntar–: ¿Qué le pasó a su
familia?
Rosa estiró todos los dedos de ambas manos y dijo–: Yo escapé. Stella
escapó –se preguntó a sí misma si se atrevería a decirle más. A hablarle sobre
lo de la caja en la cama–. Sólo nos salvamos tres.
Persky preguntó–: ¿Tres?
–Tengo pruebas –dijo Rosa rápidamente–. Te lo puedo demostrar.
Cogió la caja. Se sentía como una alpinista a la orilla de un
precipicio–. Cójala.
Persky obedeció. Se limpió las migas de la última rosquilla en la
camisa.
–Desempaquételo y mire dentro. Adelante, sáquelo.
Rosa se lo decía en serio. Le permitiría hacer a un desconocido –a
un tipo con bolsillos– lo que ella estaba deseando con tantas ansias. Ella
sabía por qué lo hacía. Para demostrarse a sí misma que era pura, una santa.
Aun suponiendo que Persky tuviera pensamientos perversos de hombre viejo,
quería ser totalmente sincera con él. Quería que supiera que también era madre.
–Compruébelo usted mismo.
Abrió el paquete, buscó en la caja, sacó un trozo de papel y
comenzó a leerlo por encima.
–Seguro que es de Stella. Tírelo, no será nada importante. Alguna
reprimenda de las suyas, como soy un bicho raro…
–Lublin, ¡pareces un miembro oficial de la intelligentsia!
Parece un asunto bastante importante como para no leerlo. Tampoco está en
polaco –sonrió, mostrando sus dientes–. Permítame que le gaste una pequeña
broma en estos momentos tan tristes. Quienes vinisteis a EE. UU. fuisteis: uno,
tu sobrina Stella; dos, Rosa Lublin; y tres, ¡el cerebro de Lublin!
Rosa se quedó mirándolo–: Tengo una hija, señor Persky –dijo–; al
igual que su mujer, yo también soy madre –cogió el papel que le extendía Persky
entre sus manos sudorosas por el calor–. Tenga un poco de respeto –le ordenó al
resplandor aturdidor de su sonrisa de plástico. Y se puso a leer.
«Querida señora Lublin:
Me tomo la libertad de enviarle, como muestra de mi buena
voluntad, este valioso estudio del doctor Hidgeson –de quien, si se acuerda, ya
le hablé de pasada en mi primera carta–, que, más o menos, establece un trabajo
de base a nivel etológico para nuestros propósitos actuales. Estoy seguro de
que querrá echarle un vistazo, como un preámbulo a nuestras charlas. Gran parte
de nuestro trabajo se ha basado en estas investigaciones filogenéticas. Es
posible que algunos términos sean demasiado técnicos; sin embargo, confío en
que el tener este estudio en sus manos le hará ser consciente de la
profesionalidad de nuestra labor y de la importancia de su contribución en el
estudio.
El capítulo seis, titulado “Formación del grupo de defensa: El
camino de los babuinos”, sea, tal vez, el de mayor interés.
Muchas gracias por adelantado,
Doctor James W. Tree».
Persky dijo–: Créame cuando le diga que desde un primer momento me
olí que no era una carta de Stella.
Se dio cuenta de que Persky tenía en sus manos algo que había
sacado de la caja.
–¡Deme eso! –le ordenó.
Persky leyó en alto–: «A. R. Hidgeson». Y escuche el título,
porque es muy bueno: «Sentimientos Reprimidos: Una teoría sobre las raíces
biológicas de los supervivientes». Le dije que era bueno. Esto no es lo que
usted estaba esperando, ¿verdad?
–Démelo.
–¿No lo quería? ¿Stella le envió algo que no quería?
–¡Lo ha enviado Stella! –le arrancó de las manos el libro (pesaba
más de lo que ella había imaginado), y lo lanzó contra el techo. Al rebotar
hacia abajo dio contra la taza de té medio llena de Persky. Volaron por los
aires varios trozos de porcelana y gotas de té–. ¡Voy a destrozar a Tree de la
misma forma que destrocé mi tienda!
Persky, que en ese momento estaba contemplando el té derramado
sobre el suelo, le preguntó a Rosa:
–¿Tree?
–¡El doctor Tree! ¡Esa sanguijuela de Tree!
–Veo que he venido en mal momento –dijo Persky–. Le diré lo que
haremos: termínese las rosquillas, le sentarán bien. Mañana vendré cuando todo
se haya arreglado.
–¡No soy uno de sus botones, Persky! ¡No soy el botón de nadie,
por mucho alambre de espino que tenga!
–Hablando de botones: voy a apretar el botón del ascensor y me
marcho. Volveré mañana.
–¡Alambre de espino, le digo! Me robó unas bragas, ¿o acaso cree
que no lo sé? Mire en sus asquerosos bolsillos. ¡Es usted un ladrón, Persky!
A la mañana siguiente, mientras se lavaba la cara –una cara pálida
y maltrecha por las pesadillas de aquella noche–, Rosa se encontró, enrolladas
dentro de una toalla, las bragas perdidas.
Bajó a recepción y dijo que le volvieron a conectar el teléfono.
Naturalmente, aumentaría el precio de la habitación y Stella montaría en
cólera. Aun así, quería hacerlo. Sobre la mesa de la recepción dejaron un
paquete para ella: esta vez se aseguró de comprobar quién lo enviaba y miró el
embalaje. Lo enviaba Stella a través de correo certificado. No había
posibilidad de error esta vez, aun así, Rosa estaba nerviosa y amedrentada,
como si la indignación de ayer no hubiese sido con Tree, sino con la caja del
chal de Magda.
Rosa abrió la caja y miró dentro: ahí estaba el chal. Lo
contemplaba con la más absoluta indiferencia. Con la misma indiferencia con la
que Persky lo contemplaría. Un desteñido chal con el aspecto de una venda o de
un cabestrillo usado. Por alguna razón no le hizo pensar en Magda al instante.
Por lo general Rosa se acordaba de Magda con la rapidez de un calambrazo o de
un flechado. Estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuera necesario a que
apareciera esa antigua sensación..., siempre que lo hiciera. El chal tenía un
ligero olor a saliva, pero era una sensación vana más que una hecho real.
El teléfono vibró ligeramente junto a la cama: primero hizo un
pequeño zumbido y luego empezó a sonar. Rosa lo cogió.
Se escuchó la voz de la cubana al otro lado–: Señora Lublin, ya
hemos conectado su teléfono.
Rosa se preguntaba por qué tardaba tanto Magda en volver a la
vida. Había ocasiones en las que Magda volvía a la vida tan de sopetón y sin
avisar, que era como si a Rosa la golpeara por dentro de las costillas un
martillo de cobre y se quedasen vibrando y sonando durante un buen rato.
El teléfono seguía colgado; sonó otra vez. Rosa se dio prisa: era
como si estuviera agarrando uno de esos juguetes de goma. ¡Con qué rapidez se
recupera la ilusión! Con cierta vacilación, susurrando a uno de los
auriculares, Rosa dijo–: ¿Dígame? –Era una mujer que vendía sartenes.
–No –respondió Rosa y llamó a Stella. Rosa se dio cuenta de que
Stella se acababa de levantar. Su voz sonaba velada.
–Stella –dijo Rosa–, te llamo desde mi habitación en el hotel.
–¿Quién es?
–Stella, ¿es que no me reconoces?
–¡Rosa!, ¿ha pasado algo?
–¿Crees que debería volver?
–Cielo santo... –dijo Stella–, ¿es urgente? ¿ No podemos discutir
esto por carta?
–Me dijiste que volviese.
–Sí, Rosa, porque no me sobra el dinero –dijo Stella–. ¿Por qué me
has llamado realmente?
–Tree está aquí.
–¿Tree? ¿De qué hablas?
–Del doctor Tree. Me has enviado una carta suya. Me persigue. He
descubierto por accidente dónde se aloja.
–Nadie te persigue –dijo seriamente Stella.
–Tal vez debería volver a abrir la tienda –dijo Rosa.
–No digas tonterías. Ni por asomo. Olvídate de la tienda. Si
vuelves, tiene que ser con una actitud totalmente nueva. Se acabaron las
locuras.
–Es un hotel fantástico –dijo Rosa–, no escatiman en gastos.
–Eso no es de tu incumbencia.
–¿Qué Tree no es de tu incumbencia? ¡Se está haciendo un nombre a
nuestra costa! ¡Y rico! ¡La gente le respeta! ¡Un profesor de universidad que
se vale de especímenes! Me mandó algo sobre unos babuinos.
–Se supone que deberías estar recuperándote –dijo Stella, que se
había despertado ya por completo–. Date un paseo. No te busques problemas.
Ponte tu traje de baño. Sal. ¿Qué tiempo hace?
–¿Por qué no vienes tú aquí? –preguntó Rosa.
–Cielo santo... No puedo permitírmelo. Hablas como si me sobrara
el dinero. ¿Qué pinto yo aquí?
–No me gusta estar sola. Un hombre me ha robado unas bragas.
–¡¿Tus qué?! –exclamó Stella.
–Mis bragas. Las calles están llenas de pervertidos. Ayer en la
playa vi a dos hombres desnudos.
–Rosa –se dispuso a decirle Stella–, si lo que quieres es volver,
vuelve. Sí, te dije que volvieras, pero también podrías buscar algo allí abajo
para entretenerte, para darte un cambio de aires. Si no quieres buscar un
trabajo, búscate un centro de día. Si no es muy caro, no me importará
costeártelo. Puedes apuntarte a alguna asociación, puedes darte un paseo,
puedes ir a nadar…
–Ya he salido a pasear.
–Pues hazte amiga de alguien. –La voz de Stella sonó seria–. Rosa,
hablamos de una enorme distancia.
En ese preciso momento en que Stella pronunció estas palabras,
Magda volvió a la vida. Rosa cogió el chal y lo puso sobre el auricular del
teléfono; parecía la cabeza de una muñequita. Lo besó, tal y como Stella habría
predicho.
–Adiós –le dijo a Stella, sin importarle cuánto habría costado la
llamada. Toda la habitación estaba llena de Magda: era como una mariposa que
estaba en todos los rincones de la casa, presente en todas partes. Rosa esperó
a ver qué edad tendría Magda... Su niña de dieciséis años. Era fantástico. Las
niñas en la flor de la vida se mueven con tanta gracilidad que parece que sus
vestidos y sus faldas bailan. A los dieciséis son como mariposas. Allí estaba
Magda, como un rosal en flor. Llevaba puesto uno de los vestidos de Rosa. Rosa
estaba radiante de alegría: era el vestido de color azul de cuando ella iba al
instituto, era un azul claro, pero intenso, con botones negros aparentemente
hechos con esquirlas de carbón, como las de algunos de esos asteroides. Seguro
que Persky no había oído jamás hablar de botones como esos, eran de un negro
intenso y brillante; no los encontraría en ningún otro sitio más que en ese
vestido, con sus acabados irregulares hechos con pedazos de auténtico carbón
procedentes de las entrañas de la Tierra o de algún otro planeta. El pelo de
Magda seguía siendo de ese amarillo intenso como la mantequilla y tan sedoso y
fuerte que sus dos broches, con forma de corneta, no impedían que se deslizase
hacia los lados de su mentón, ese mentón que era la sal de su cara; un mentón
de otro tipo no hubiera resaltado sus facciones. Su mandíbula se veía siempre
ligeramente ancha, algo ovalada, de tal manera que sus labios, especialmente el
labio inferior, en lugar de ocupar su cara, constituían una mancha definida en
medio de la amplitud de su cara. En consecuencia, su boca resaltaba tanto como
un cuerpo detenido en el firmamento y los ojos cerúleos de Magda, con párpados
que parecían el marco de un cuadro, eran como dos satélites obligados a girar
en torno a su campo gravitatorio. Rosa la veía con una claridad espasmosa.
Estaba empezando a parecerse al padre de Rosa, que también tenía esa misma cara
ancha y ovalada, rematada en una boca maravillosa. Rosa estaba embelesada con
los hermosos brazos de Magda. Habría dado cualquier cosa por ponerle delante un
caballete, por si se ponía a pintar una acuarela, o darle un violín o un
ajedrez... Sabía muy poco sobre los gustos de Magda a esta edad o si tenía
algún talento; ni siquiera sabía cuáles eran sus tendencias intelectuales. Y
siempre tuvo también algo de miedo con respecto a Magda, por la otra sangre,
cualquiera que fuese, que corría en sus venas. La propia Rosa no estaba
completamente segura, pero Stella sí que lo estaba, y eso la dejaba perpleja.
La otra sangre era escalofriante, incluso se atrevería a decir que era
peligrosa. Era casi como si el peligro brotase de los filamentos del pelo de
Magda, de esos finos y brillantes cables.
«Mi Sol, mi bienestar, mi tesoro, ajonjolí de mi corazón, mi flor
gualda, ¡Magda mía! ¡La reina de los brotes y de las flores!
Cuando aún conservaba mi tienda, solía trabajar de cara al público
y necesitaba contarle a todos, ya no sólo nuestra historia, sino muchas otras
más también. Nadie parecía conocer el asunto. Me resultaba sorprendente que
nadie se acordase de algo que había sucedido hace tan poco tiempo. Pronto me di
cuenta de que si no se acordaban, era simplemente porque no se habían enterado.
Me estoy refiriendo a hechos bien conocidos. El tranvía del gueto de Varsovia,
por ejemplo. Ya sabes que separaron a la peor sección de la ciudad –ese
asqueroso barrio obrero– y construyeron un muro a su alrededor. Era un barrio
típico de la ciudad, con casuchas ruinosas. Allí metieron a un millón de
personas, más del doble de las que cabían en condiciones normales. Sumaban tres
familias –con todos sus hijos y parientes cercanos– por piso. ¿Te imaginas a
una familia como nosotros –con mi padre, que había sido director general del
Banco de Varsovia; mi reservada madre, tímida y discreta como una esposa
japonesa; mis hermanos pequeños; mi hermano mayor; y yo–, a todos nosotros, que
habíamos vivido en una de esas casas altas de cuatro pisos y un enorme ático
(que podías incluso tocar la punta del tejado si sacabas la mano por fuera de
la ventana), confinados con un puñado de Mockowicz, de Rabinowicz, de Persky y
de Finkelstein, junto a sus malolientes abuelos y sus hordas de hijos
enclenques? Los niños estaban moribundos, sentados en cajas que estaban hechas
jirones, con esos ojos enfermos, pus en los párpados y las pupilas enormemente
dilatadas. Todas estas familias malgastaban sus energías deambulando de un lado
a otro, haciendo reverencias y agitando y aireando por todas partes hojas
arrancadas de libros de salmos, mientras sus hijos seguían ahí sentados en sus
cajas y rezando en voz alta también. Teníamos la sensación de que, en
situaciones adversas, no sabían cómo actuar y, para colmo, nosotros estábamos
indignados: estábamos en esa misma situación, ¡nosotros! Mi padre era una
persona muy importante y mi madre, esbelta como sólo ella podía serlo, era una
mujer tan refinada y tan noble, que la gente se inclinaba ante ella con sólo
verla, incluso antes de saber quién era. Con razón estábamos indignados en
todos los sentidos, pero, sobre todo, estábamos indignados por habernos
hacinado con tipos de semejante calaña, con esos viejos y vulgares judíos que
abusaban de sus ritos y de supercherías, con esas estúpidas filacterias
colocadas en sus frentes, como si fueran cuernos de unicornios, que se ponían
cada mañana. Y todo esto en uno de los barrios más repulsivos, rodeados de
excrementos y alimañas, y con un baño que no era digno ni del más miserable de
los criminales. Por supuesto, nuestra educación nos impedía exteriorizar
nuestra indignación, pero mi padre nos dijo a mis hermanos y a mí que mi madre
no viviría para contarlo, y así fue.
En la tienda no le contaba esto a todo el mundo, ¿quién tendría la
suficiente paciencia como para escuchar la historia entera? Así que lo que
solía hacer era contar un poco a cada cliente. Y si veía que llevaban prisa
–por lo general, la tremenda mayoría y, especialmente, después de haber
empezado a contarles la historia–, les hablaba del tranvía. Siempre que les
hablaba del tranvía, ¡nadie sabía de qué les estaba hablando! Se pensaban que me
refería a los autobuses. Pero a lo que iba: la cuestión es que no iban a
levantar todo el entramado ferroviario ni tampoco iban a desmontar todo el
tendido eléctrico. No podían desviar todo la vía ferroviaria, así que no lo
hicieron. El tranvía pasaba justo por el centro del gueto. Así que lo que
hicieron fue construir una especie de puente para que pasaran los judíos y de
tal manera que no pudiesen acercarse al tranvía para escapar al otro lado de
Varsovia: el otro lado del muro.
Lo más increíble de todo esto es que la mayoría de los tranvías
que pasaban de largo por las vías, y que llevaban a ciudadanos de lo más
corriente de una sección a otra, pasaban justo por nuestra miserable morada.
Todos los días, y varias veces al día, nos contemplaban todos estos testigos.
Todos los días nos veían mujeres con bolsas de la compra. Una vez vi una
lechuga asomándose por una de esas bolsas: ¡era una lechuga de un verde
brillante! Creí que mis glándulas salivales iban a explotar. Recuerdo que las
niñas llevaban sombrero. Era ese tipo de gente vulgar de la clase trabajadora,
habituados a viajar en el tranvía, y que habla
el idioma sin ningún tipo de corrección, pero, aun así, les tenían en mejor
consideración que a nosotros, puesto que habíamos dejado de ser polacos a los
ojos de los demás. Sí, ¡nosotros! Mi padre y mi madre... Teníamos tantos
jarrones hermosos encima del piano y unas mesillas de cristal magníficas;
réplicas de ánforas griegas y una muestra de un hallazgo arqueológico que mi
padre encontró de joven en una excavación durante sus vacaciones de verano, en
un viaje a Creta. Era una figura rota de un guerrero con jabalina, la había
reconstruido por completo y las partes que faltaban las había sustituido por
piezas que él mismo moldeó con arcilla. Y las pareces, a lo largo y ancho de
los pasillos y las escaleras, estaban llenas de hermosos dibujos a tinta,
hechos con un negro intenso y maravilloso. Y, aun con todo, la gentuza de los
tranvías eran polacos a los ojos de los demás, y no digo que no lo fueran, eran
polacos con todas las de la ley, pese a que ellos nos privaron de ser polacos y
pese a que mis padres –con ese tono dulce y calmado de sus voces– hablaban un
polaco con la más perfecta de las pronunciaciones, donde no faltaba ni una sola
consonante. Habíamos dejado de ser polacos a ojos de esa gentuza, que en su
vida había leído un libro de Tuwim, para quienes Vergil era un completo
desconocido y, en cambio, mi padre se sabía de memoria media Eneida.
Ahora, en este país soy como esa mujer del tranvía, la de la lechuga en la
bolsa de la compra. Todo esto les contaba a mis clientes y era como hablar con
la pared. Les contaba de qué manera acabé convirtiéndome en aquella mujer de la
lechuga».
Rosa quería seguir contando más cosas sobre los
jarrones y los dibujos en las paredes y los trastos viejos de la tienda:
trastos que no importaban a nadie, sillas rotas con pájaros tallados en ellas,
enormes lámparas de araña con sus bolas de cristal, guantes y manguitos
abandonados en los cajones... Pero estaba cansada de escribir tanto y, pese no
estar usando el bolígrafo al que estaba acostumbrada, estaba escribiendo todo
un río de tinta, un rayo de verdad brotando desde lo más profundo de su cabeza
en forma de caracteres cuneiformes. El esfuerzo invertido en recordar la agotó;
estaba cansada y fatigada. ¿Y Magda? Magda ya se iba. Se iba... Su vestido azul
se había convertido tan sólo en un punto borroso en los ojos de Rosa. Ni
siquiera se había quedado para pedirle que le entregara su carta. De repente
empezó a parpadear, se desdibujó, como si fuera una llama, y todo por culpa del
ruido del pasillo junto a la puerta. Voces, sonidos, ecos, ruido... Magda
desaparecía siempre con la más mínima agitación, igual que un cervatillo
asustado. Parecía como avergonzada en ese momento y se escondió. «Magda,
querida, ¡no seas tímida! Mariposa mía, no me avergüenzo de ti: ven aquí,
vuelve conmigo. Si no quieres hacerlo ahora, vuelve más tarde, pero no te
alejes de mí nunca». Estos eran los pensamientos ocultos de Rosa, pero estaba tranquila
y calmada. Eran palabras que se decía Rosa a sí misma y no a Magda. Divina
Magda, cuya cabeza brilla como el Sol.
El teléfono cubierto con el chal, ese teléfono
–pequeño y taciturno dios mugriento–, que durante tanto tiempo estuvo en coma,
ahora estaba sonando con una voluntad férrea y un grito estentóreo. Rosa dejó
que sonara una o dos veces y después lo cogió: escuchó a la cubana de la
recepción decir que tenía el placer de anunciar –sí, dijo «anunciar», como si
eso fuera un hotel de lujo– al señor Persky.
–¿Le digo que suba o baja usted?
¡Parecía la parodia de un hotel de lujo! –del
hotel «Marie Louise»,
concretamente–. Con sus fuentes, sus sillas de oro, su alambre de espino..., ¡y
el pesado de Tree!
–Está acostumbrado a tratar con locas, así que
dígale que suba –le dijo Rosa a la cubana. Quitó el chal del teléfono. Magda ya
no estaba allí. Tímida, huyó de Persky. Magda se había marchado.
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