miércoles, 18 de noviembre de 2020

«Conveniencias» de Edith Pearlman


Conveniencias
Edith Pearlman

Amanda Jenkins tenía algunos problemas con su artículo «Connubis».
–Cannabis, no. Connubis –le decía a Frieda, la chica del piso de abajo–. Cielo santo, niña, ¿tú te crees que alguien estaría dispuesto a leer otra tesis sobre la marihuana? ¿Cuándo vas a madurar?
–Ojalá fuera tan madura como tú –le contestó Frieda, de quince años, a Amanda, que tenía veinte–. ¿Qué significa connubis?
Amanda dudó durante un momento. Por un lapso de tiempo, Ben Stewart, que estaba escuchando la conversación desde la habitación, sólo alcanzó a oír el ruido de la vajilla apilándose. Entre Amanda y él habían acordado que ella se encargaría de lavar los platos y él se encargaría de la colada. Eran las cinco y media de la tarde y Amanda y su joven amiga estaban fregando los platos del día anterior, que habían pasado toda la noche en el fregadero y empezaban a oler.
Connubis –empezó a explicar Amanda– es una palabra que hace referencia a dos personas que están casadas. O como si lo estuvieran.
–Como tú y Ben –dijo Frieda.
–Algo así.
Ben se preguntaba a sí mismo a qué venían tantas vacilaciones. Vivían juntos como si prácticamente estuvieran casados, un arreglo bastante habitual en estos tiempos que corren. Lo único que podría llamar la atención era la diferencia de edad, pero era una diferencia de tan sólo diez años...
–En realidad –dijo Amanda–, no soy la amante de Benjamin, sino su hija...
–Deja de tomarme el pelo –dijo Frieda resoplando.
–Bueno, su sobrina –señaló Amanda con desparpajo–. Pero no carnal –siguió inventando Amanda–. Su relación con mi tía se fue al garete cuando se enamoró de mí. Nos escapamos juntos. Ahora vivimos con el miedo de que nos descubran. Si algún día aparece lloriqueando una mujer de pelo canoso (mi tía, la mujer de Ben, que, por cierto es bastante mayor que él), dile que, por favor,...
Amanda se calló de repente. Frieda esperaba a que terminase la frase. Ben, también.
–¿Qué quieres que le diga? –le soltó impaciente Frieda.
–Que baje esos humos –dijo finalmente Amanda.
–¡Mandy! –la llamó a viva voz Ben.
Amanda se asomó por el marco de la puerta de la habitación, fogosa y con el pelo rizado. En su camiseta se podía leer la palabra «auteur».
–Haz el favor de no llenarle la cabeza de tonterías a la pobre Frieda –dijo Ben–. A saber lo que estará pensando.
Amanda se subió a la cama.
–No tardará en olvidarse de todas esas tonterías y de empezar a pensar lo que ya sospecha: que somos unos libertinos.
–¿Conque eso es lo que somos?
–No lo sé. ¿Qué somos, Benjy?
Ben pensó unos instantes en la pregunta. Ben –criado en Brooklyn, de tez morena y buena planta– era una persona respetuosa, especialmente con Amanda, a cuya familia de Maine también respetaba. Hubo una ocasión, hace muchos años, en la que sintió algo por la hermana mayor de Amanda, que actualmente estaba casada. Ahora, Ben quería a Amanda, pero de una forma diferente.
Y Amanda, ¿qué era la descarada de Amanda? Por lo menos era una excelente estudiante de literatura. Ya le hubiese gustado a Ben que sus alumnos de la facultad tuviesen su talento.
–Yo soy un conformista –dijo Ben, ilustrando sus palabras curvando su mano sobre uno de sus pechos. A Amanda se le escapó una risita. Ben estrujó la palabra «auteur» al tiempo que colocaba su mentón sobre sus rizos. Se dio cuenta de que la doble de Amanda se encontraba en el quicio de la puerta. En la camiseta que llevaba Frieda podía leerse «Viva Godolphin».
–Pero, Frieda, si no vives en Godolphin –le señaló Ben por encima de la cabeza de Amanda.
–La camiseta es de mi primo –dijo Frieda con su rubor habitual.
Godolphin era la ciudad –más bien una parte de Boston– donde Ben, que trabajaba en Nueva York, y Amanda, que estudiaba en Pennsylvania, habían elegido pasar las vacaciones de verano. Se habían alquilado un cómodo apartamento en una de esas casas de tres pisos. En el primer piso vivía una pareja de ancianos y en el segundo piso vivía la tía de Frieda, una divorciada que había mandado a su hijo a un campamento de verano. Su tía trabajaba de sol a sol en su vieja tienda. Por su parte, Frieda era una chica de Manhattan. Sus padres, que eran historiadores del arte, estaban pasando sus vacaciones de verano en Italia y Frieda prefirió venir a Godolphin que ir a I Tatti.
–La has dejado irreconocible –le dijo Ben a Frieda con tono serio.
Amanda se levantó de la cama.
–Vente con nosotras a la cocina, Ben –dijo alegremente–. ¿No habrás estado durmiendo durante todo el día, verdad?
–Dadme un minuto y estoy con vosotras –dijo mientras se levantaba de la cama. Cuando salió del baño se paró frente a la mesa del comedor. Amanda y él tenían por costumbre comer en la mesa redonda de la cocina y reservar la mesa de roble del comedor para trabajar. Sus dos máquinas de escribir –la una frente a la otra– parecían dos guerreros preparados para el combate. Ambas estaban rodeadas de folios y libros: los papeles de Ben estaban meticulosamente ordenados, los de Amanda en el más completo desorden. Pese a que no tenía ninguna intención de ponerse a trabajar en ese momento, Ben se sentó frente a su máquina de escribir y empezó a refunfuñar.
Frieda parecía sentir cierta predilección por los marcos de las puertas. En ese momento se encontraba medio escondida entre la puerta de la cocina y el comedor.
–¿Sobre qué estás escribiendo?
–Sobre Hawthorne –le dijo Ben–. Sobre su primera novela –concretó aún más–. Se titula Fanshawe.
–¡Vaya! –dijo tras un breve momento de silencio–. No he leído nada de Hawthorne.
–Ya estás tardando.
Fanshawe. Una novela de espíritu gótico –dijo Amanda en voz alta desde la cocina–. Aunque he de reconocer que el argumento es inteligente. Además hay un par de personajes más o menos graciosos. No creo que Hawthorne sea un mal escritor.
–Hawthorne es agradecido de leer –musitó Ben.
–¿Qué es lo que vas a decir de Fanshawe? –le pregunto Frieda.
Ni el mismo Ben lo sabía.
–Ojalá pudiera decírtelo –contestó–, pero el ser reservado es una parte fundamental del trabajo de un investigador. Tenemos que cultivar nuestras ideas en el más oscuro silencio de nuestras mentes antes de que puedan ver la luz. Cuando estén a la altura de tu brillante cabecita, te las haré saber. –Siguió de esta guisa durante un buen rato, incapaz de parar, hasta que al final Amanda lo llamó para que fuera a cenar.
–¿Quieres quedarte, Frieda? –le dijo con la más hermosa de sus sonrisas–. Tu tía volverá tarde de la tienda.
No hizo falta que se lo preguntara dos veces.
En la cocina había colgadas unas plantas que, unas semanas antes, habían estado rebosantes y llenas de vida. Los cuadros bordados, colgados en las paredes de la casa, eran obra de la señora Cunningham, a quien Ben y Amanda, a través de la tía de Frieda, habían alquilado el apartamento. El señor y la señora Cunningham, ambos profesores, se habían marchado a Iowa para sus vacaciones de verano.
–¿Cómo eran los Cunningham? –preguntó Amanda a Frieda al tiempo que servía la ensalada de atún.
–No sabría decirte. Yo llegué tan sólo una semana antes de que se marcharan –dijo Frieda con cautela.
–¿Pero qué impresión te dieron?
Frieda se aclaró la garganta–: Serios, ordenados y tradicionales.
–Son como esos gatos de cerámica traídos de China que tienen en el salón –dijo Ben, dándole la razón. Se sirvió una zanahoria–. ¿No podrías haberla pelado, Amanda? Cuando me toca a mí hacer la cena siempre pelo las zanahorias.
–Se me ha olvidado.
–A mí nunca se me olvida.
–Pero casi siempre se te olvida tirar de la cadena –le recordó con un dulce tono de voz.
–Estoy plenamente convencido de que los Cunningham nunca discuten –dijo dirigiéndose a Frieda.
–No lo sé.
–Ella tiene su punto de cruz y él su periódico de las mañanas. El suyo es un matrimonio de dos mentes distintas. Están hechos el uno para el otro. ¿Te acordaste de comprar fresas, Amanda?
–Tómate un pepinillo –le dijo Amanda–. Lo de estar hechos el uno para el otro es justo de lo que intentaba hablarte anoche. Lo de estar hechos el uno para el otro no es, en absoluto, lo más importante en un matrimonio, Ben. Sólo sirve en el período de novios. Estar hechos el uno para el otro no tiene nada que ver con la melosa gratificación mutua que has intentado destacar mediante insinuaciones..., insinuaciones...
–¿Sarcásticas?
–Sarcásticas. En mi artículo, Connubis, expongo la idea de que...
–¿Es una idea que está a la altura de las mentes más brillantes? –preguntó Frieda–. ¿Merece ver la luz y darse a conocer?
–Pues claro. Empiezo a darme cuenta de que las creencias tradicionales sobre las razones que llevan al matrimonio están pasadas de moda. Como la mayoría de las creencias tradicionales. El matrimonio ya no te proporciona seguridad. Es el Estado de bienestar quien te proporciona la seguridad.
–Pero si vivimos en un sistema capitalista –dijo Frieda.
–Tal vez tú vivas en un sistema capitalista en ese instituto sólo para mujeres al que vas. El resto del país vive en un Estado de bienestar. En cierto sentido. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí: por la seguridad! Ya no hay seguridad en el matrimonio. Y la gente ya no se casa tampoco por una cuestión de estatus social, porque el matrimonio ya no te lo proporciona. Ni tampoco se casan por el placer del sexo, porque cualquiera puede lograrlo fácilmente en cualquier momento...
–No me había dado cuenta –dijo Ben, mirándola fijamente.
–… tanto si está soltero como casado –siguió en un tono más bajo.
–Entonces, ¿por qué debería casarse una persona? –preguntó Frieda.
Amanda se puso a pensar en la pregunta. Mientras tanto, Ben pensaba en la alegría de casado de Hawthorne. Finalmente, Amanda respondió–: Existen dos razones para casarse: por dinero y por dinastía.
–¿Por dinero? –dijo Frieda–. Pero si acabas de decir que vivimos en un Estado de bienestar que nos proporciona seguridad.
–La seguridad no es lo mismo que progresar.
–¿Y la dinastía? –preguntó Ben.
Amanda le dirigió una de sus miradas fulminantes.
–¡Piénsalo! Una pareja no necesita quererse para crear una familia, ni siquiera necesita ser compatible.
–¿Tampoco necesitan ser de distinto sexo?
Amanda levantó su mano, agitándola con impaciencia.
–Deben completarse como pareja. Sea lo sea que quieran para ellos mismos y su descendencia lo deben proporcionar uno u otro de los cónyuges. Si mi familia tiene poder, lo mejor es que la tuya tenga dinero. Si yo tengo sabiduría, lo mejor es que tú seas empático...
–Tener empatía –le cortó Ben.
–…y etcétera, etcétera. Elegimos a la otra persona en función de las necesidades de nuestra futura familia en lugar de nuestros deseos personales, que los podemos satisfacer por otro lado... Es, en una palabra, ¡el mariage de convenance!
–En una frase, más bien –le corrigió Ben–. El antiguo mariage de convenance no tiene nada que ver con el amor.
–Tampoco el nuevo.
Ben le dedicó a su hermosa amada una intensa mirada. ¿Realmente creía en todo lo que estaba diciendo o estaban ella y su adlátere jugando con él a un rebuscado juego propio de las mujeres?
Ben sabía que no se casaría con ella. Estaba orgulloso de la forma de ser de Amanda y disfrutaba con su compañía, pero no era la compañera de por vida que se había imaginado. Por su parte, Amanda afirmaba con altivez que ella estaba utilizándolo para que la condujera a través de los placeres terrenales. Ambos terminarían el verano como buenos amigos, nada más. Al terminar la universidad, Amanda trataría de embarcarse en una gran aventura. Se marcharía a vivir a algún palacio indio y rodeada de excrementos.
–«La vida se construye sobre un camino de mármol y barro» –citó Ben en voz baja.
–¿Hawthorne?
–Hawthorne.
–Hawthorne tenía razón.
Amanda era, en cierto sentido, tan ingenua como Frieda. Ben contempló a través de la mesa los dulces rostros de ambas: el rostro aún desconcertado de Frieda bajo una maraña de pelos y el rostro emocionado de Mandy. Sus ojos desorbitados revelaban que creía fervientemente en su nueva teoría. Ben sabía que Amanda no descansaría hasta hacérsela saber al mundo. Era esta actitud la que hacía sospechar a Ben de su astuta hipocresía. ¡Ay, esa sinceridad neoyorquina de Amanda! ¡Y, ay también, esa desconfianza propia de los de Brooklyn! No son buenas compañeras. ¿Qué narices estaban haciendo los dos en este sitio, poniendo patas arriba el hogar de los Cunningham, y estimulando de más la imaginación de la buena de Frieda? Le sonaron las tripas, como si estuvieran quejándose.
–¿Qué hay de postre? –preguntó cortésmente.
–¿De postre? –respondió Amanda–. No hay nada.

El verano transcurría tranquilamente. Amanda iba todos los días a su trabajo como mecanógrafa en las oficinas de la gaceta semanal de Godolphin. Al acabar regresaba a casa y se ponía a trabajar en su artículo, que iba cada vez mejor. Ben impartía un par de cursos en la universidad, y al acabar regresaba a casa y se ponía a trabajar en su artículo. Mientras tanto, Frieda seguía merodeando por los marcos de las puertas.
Connubis pasó a titularse Mariage de convenience. Al principio, Amanda había concebido su artículo como una brillante guía para las mujeres jóvenes sobre las costumbres en el matrimonio del pasado y de la actualidad. Pero ahora se había convertido en un manifiesto, una llamada al sentido común.
–Si el matrimonio no supone ninguna ventaja –declaró una noche–, ¿qué necesidad hay de casarse? La mujer moderna no debe dejarse llevar por sentimentalismos a la hora de contraer matrimonio.
–Me parece que la cena se está quemando –dijo Frieda.
Mandy quitó la olla del fuego  y sirvió las judías estofadas. Cuando todos estaban cenando, continuó con su discurso.
–Es posible que la costumbre romana de la concubinitas desprestigiase la institución del matrimonio, pero sus miembros no perdían prestigio. Sin embargo, la dignitas, pese a su nombre, era una forma de explotación. Se esperaba que fuera la mujer la que se encargase de los hijos y tanto ella como los hijos estaban bajo la potestas del hombre. En lo que respecta al matrimonio endogámico de los años oscuros de la Edad Media, se está recuperando hoy en día mediante el fenómeno muy difundido de la «familia extensa». Pero esos entusiastas que quieren restaurar y fortalecer la familia extensa no se dan cuenta de que el sistema endogámico conlleva venganzas personales, la compra de esposas y, en algunas ocasiones, el secuestro de novias.
Los dos comensales no abrieron la boca. Por fin, Ben dijo algo–: Quita lo de «entusiastas».
–¿Cómo dices? Sólo intentaba daros conversación.
–No has parado de citar frases.
Se llevó una mano a sus rizos.
–Vaya..., ¿eso he hecho?
–Estas judías están asquerosas –dijo Frieda.
Sus invitados, que se habían puesta de acuerdo por una vez, la miraron fijamente.
–Sólo intentaba daros conversación –protestó Frieda–. Escuchad, mañana hago yo la cena.
Frieda no tardaría en hacerles el desayuno y la cena, levantándose temprano por las mañanas para prepararles el café. A Ben y a Amanda les gustaba dormir hasta tarde. Frieda también limpiaba. A Ben le gustaba llegar a su casa y encontrarse con el apartamento reluciente. Todas las tardes se sentaba delante de su polvorienta máquina de escribir con una estupenda sensación. Junto a la máquina de escribir empezaron a apilarse páginas dignas de elogio. Poco a poco empezó a ver con ojos benevolentes la primera novela de Hawthorne. Incluso el propio autor llegó a repudiar Fanshawe –hasta el punto de condenar todas las copias de las que disponía a las llamas–, pero él, el doctor B. Stewart, recuperaría la obra y la presentaría como la precursora, aunque imperfecta, de sus posteriores obras maestras. Fue de gran ayuda para todas esas tardes saber que había un cuenco de fresas en la nevera y un bizcocho en la encimera. Por su parte, Frieda trataba de molestar lo menos posible.
–Todas las hijas deberían ser como tú –dijo Ben una noche.
Frieda se puso roja de ira. Amanda frunció el ceño.
–Quería decir todas las hermanas pequeñas –dijo, obteniendo la misma respuesta–. ¿Todas las compañeras silenciosas? ¿Cómo te consideras tú, cariño?
–Una abnegada esposa –dijo.
–¿Como Phoebe en La casa de los siete tejados?
–Sí. –Frieda había estado haciendo los deberes.
Todos los viernes, los tres iban al cine y comían pizza. Todos los martes, Frieda se iba con su tía a visitar a otra de sus tías, dejando a Amanda y a Ben solos para que se divirtieran por su cuenta. Se tomaron la ausencia de la niña con la misma naturalidad con la que se tomaban su presencia. Algunas veces hablaban entre ellos de la devoción que sentía por ambos.
–Esa chica te adora –dijo Amanda.
–Esa chica te adora –le contestaba Ben amablemente.
–Nos adora a los dos. Adora mi exuberancia y tu intelecto. Es maravilloso que te adoren. Pero ¿qué es lo que va a hacer Frieda cuando vuelva a West End Avenue con esos dos estetas que tiene por padres?
–La llamaré de vez en cuando –dijo Ben–. Iré a por ella a la ciudad y la llevaré a algún concierto. Después la llevaré a tomar el té, como si fuera su tío.
–¿Adónde? –preguntó Amanda.
–A Palm Court –dijo Ben, que se sentía dadivoso.
–¿Serías capaz de hacer eso por Frieda? –preguntó Amanda sin asomo de envidia.
Era medianoche. Acababan de hacer el amor. Mandy, con una larga camisa de noche, se sentó en la mecedora del porche para contemplar, a la luz de la luna, la avenida llena de casas de tres pisos, cada una de ellas con su arce. Ben le dio un beso y se apoyó sobre la valla, dándole la espalda a la hermosa perspectiva.
–No sé si haré algo por Frieda –dijo bostezando–. No sé qué pasará a partir de este momento.
No era cierto. Sabía lo que iba a pasar a partir de ese momento. Mientras contemplaba ante él a esa joven mujer tendida en la mecedora, pudo ver otra versión de esa joven mujer, llevando una gorra y una sudadera como le corresponde a una universitaria. Las hojas de los acres empezaban a otoñar. Amanda se despediría de él. Ben se vio a sí mismo, vestido para la ocasión, regresando a Nueva York y asistiendo a las densas sesiones de terapia con el psicólogo de ojos saltones de la Seguridad Social que el destino le tenía reservado.
–Seguiremos siendo amigos –le prometió Amanda con toda la ternura del mundo.

Le tocaba a Ben hacer las lecturas durante la cena.
–Sorprendentemente, Hawthorne tenía una visión de la vida bastante pesimista, teniendo en cuenta lo bien posicionado que estaba en la sociedad, y que tenía una mujer comprensiva y unos buenos hijos. Aun así su visión de las cosas resulta de lo más trágica. Especialmente en El fauno de mármol, en el que el tema del pecado y el sufrimiento se mezcla con una trama de asesinato y paganismo, ¿es posible que...?
–¿Una mujer comprensiva? –dijo Amanda con tono despectivo–. En mi opinión, Sophia Hawthorne era una meapilas que le permitía revolcarse con cualquiera en la Granja Brook mientras ella esperaba castamente en Salem.
–No existen documentos que demuestren prácticas sexuales irregulares en la Granja Brook.
–Es de suponer que las había.
–Nathaniel creía firmemente que el matrimonio le había salvado.
–A Sophia lo arruinó.
–Viajaron a Italia, ¿verdad? –dijo Frieda–. Menudo par de idiotas. Servíos un poco más de bullabesa.
Ben se planteó seguir discutiendo, pero en su lugar eligió tomar más bullabesa. Los impertinentes comentarios de Mandy ilustraban a la perfección esas novelas en las que la tranquilidad de los matrimonios en sus casas se veía amenazada por los maldades del exterior. El orden moral era algo que sólo se podría alterar fuera de las paredes de la casa. En Fanshawe –que ahora se presentaba ante los ojos de Ben como un relato moral en el que la imperturbabilidad de la vida doméstica acaba triunfando sobre la pasión desenfrenada–, esto se hacía particularmente bastante patente.  Por las tardes, sentado en el salón de los Cunningham, Ben estaba plenamente convencido de que su postura era la correcta. Desde la comodidad de su postura, ahora era capaz de mirar fijamente y sin pestañear a los demonios de Hawthorne. La limonada de Frieda también contribuyó.
El verano estaba llegando a su fin. Una calurosa noche de agosto, Ben y Amanda se sentaron en el porche a beber vino y a contemplar las estrellas que asomaban sobre los tejados de las casas. Amanda estaba sentada en la balaustrada, Ben sobre una silla de lona.
Estuvieron callados durante un rato.
–Nos lo hemos pasado bien en este sitio –dijo Amanda, iniciando la conversación.
–No nos lo hemos pasado mal –admitió Ben.
–Lo hemos pasado tan bien –volvió a repetir Amanda.
Ben se abstuvo de hacer más comentarios.
–¿Te parecería mal si me marchase un poco antes de lo que habíamos previsto? Digamos que antes del fin de semana del Día de los Trabajadores? Un amigo me ha invitado a su casa.
Ben no se equivocaba: sintió una punzada en su corazón.
–¿Un amigo te ha invitado? No será ese gilipollas egocéntrico con el que te ves en la universidad, ¿verdad? ¿Ya ha vuelto del extranjero?
–Su familia tiene una de las casas más encantadoras que he visto junto a un viñedo. ¿Te importa, Ben?
Y bien, ¿le importaba? Podía ver ese brillo especial en los ojos de Amanda. Ay, el amor.
–Pues algo sí que me importa –dijo Ben con total sinceridad–. Pero a mí también me han invitado para ir a Fire Island –mintió–. Así que ve, cariño.
–Ven, siéntate aquí conmigo –dijo con suave tono de voz.
Se abrió paso hasta la balaustrada. Deslizó uno de sus brazos sobre sus hombros.
–«Lo que hemos hecho nos ha consagrado por sí mismo» –susurró Ben.
–Pobre Ester.
–Nos lo hemos pasado bien en este sitio –dijo Ben.
–Como si fuéramos un matrimonio entrado en años –dijo Amanda.
–O como dos hermanos.
–Es lo mismo. El incesto constituye un componente esencial de los mejores matrimonios.
–¿Ah, sí? –le susurró al cuello.
–Sí. Los mejores matrimonios no se asemejan, se complementan. Los mejores matrimonios tienen tanto una visión del pasado como una visión del futuro. Los mejores matrimonios...
–Los mejores matrimonios –dijo Ben iluminado de repente– tienen una sirviente.

Frieda odiaba llorar. En su lugar se puso a hornear una tarta «Reina de Saba».
–Creí que os ibais a casar –se quejó sonoramente– y en lugar de eso os vais a separar. Me habéis arruinado el verano.
–Calla –dijo Amanda–. Ben está intentando trabajar.
El sonido de las teclas de la máquina de escribir de Ben, que estaba en el salón, corroboró las palabras de Amanda. Al cabo de un rato, volvió a la vieja costumbre de escuchar a escondidas.
–… locas en la familia y algunos desórdenes en la de Ben –se escuchaba explicar a Amanda–. Gingivitis, ese tipo de cosas. No, no, eso hubiese sido imposible, por no decir hasta ilegal, al estar Ben casado ya con mi tía.
–Que te den –dijo Frieda.
–Este lugar es precioso –continuó diciendo Amanda–. Confío en que los Cunningham no tengan razones para quejarse. Lo cierto es que nosotros no podemos quejarnos. Te vamos a echar de menos.
–¿Os echaréis de menos el uno al otro?
–¡Demasiado! –dijo Amanda, obligando a Ben, el profesor, a gritar por lo alto «¡En exceso!», tras lo cual corrió hacia la cocina y con una alegría desmesurada llenó de besos y abrazos a sus dos chicas.

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