Der kühne Held Harald.
Sie zogen in des Mondes Schein
Durch einen wilden Wald.
¿Qué balbucea tan liviano y besa tan dulce
Diez meses después de que ella se marchara (le
contaba Reese a sus colegas), recibió esa carta. «Me he cambiado el nombre,
ahora me llamo Ida». Su caligrafía sobrepasaba los límites del entendimiento
humano. «Durante una temporada he sido Louise, he sido T. Mama y, en Cisco, he
sido Velva.». Ahora estaba en total Armonía, era una Mujer Nueva, había dejado
a un lado la Mediocridad y lo Ordinario por el Resplandor de la Perfección (las
mayúsculas eran de ella). «He presenciado la Desesperación y la he catado», es
lo que escribió ella. «También el Mal Humor. Además, gracias a mi nuevo chico,
mi espíritu se ha elevado. Se llama Chuck, pero yo lo llamo King Daddy por su
sonrisa y sus enormes músculos.».
Reese sintió que le clavaban un puñal de hierro
en el corazón.
–Mierda –protestó–. ¿Por qué justo ahora?
Cuando la conoció, era Billy Jean La Took, una
chica complicada, con una piel tan suave que era imposible describir, alocada,
salvaje y sin mayores aspiraciones en la vida, con un cuerpazo que quitaba el
hipo.
–Me tiene loquito –le decía a sus colegas junto
al pozo petrolero–, o sea, cuando se pone a besarme el cuello, pierdo la noción
del tiempo. Es como morirse, sólo que me encanta.
Y después se largó.
–Todavía no me lo puedo creer –dijo,
tambaleándose mientras se dirigía a su caravana, al tiempo que pronunciaba su
nombre. Se había llevado todas sus cosas con ella: el cepillo de dientes, su
ropa…, incluso un par de plantas con una textura similar a la de la de carne
humana, horrendas y espantosas, y que parecían traídas de Marte.
–Era como despertarse dentro de una tumba –le
confió a sus colegas al día siguiente–. Tendríais que haberme visto gritar. Era
un espectáculo de lo más humillante, eso es lo que era. No había día que no me
llevase un susto.
El fin de semana pasó antes de que él encontrase
la nota. Estaba en la nevera, pero todavía no había empezado a comer,
simplemente estaba ahí sentado en ese oscuro salón, escuchando cómo las ligeras
brisas arenosas rozaban la caravana y el polvo revoloteaba sin piedad, al
tiempo que pensaba en duendecillos, en el hombre del saco, en todas aquellas
horribles y tristes historias de hechos horrorosos. La televisión tampoco era
de gran ayuda.
–Me echaré un trago –dijo; una forma de ahogar
las penas que no iba a tardar en padecer.
La nota estaba apoyada contra un paquete de seis
cervezas de la marca Buckhorn: «Reese, cariño –podía leerse en la nota–, siento
haberme esfumado de esta manera tan canallesca, de verdad. Para cuando leas
esto, ya me habré ido, habré desaparecido, como quien dice. Si me buscas,
estaré en Goree. En Olney, quizá. Tenía que huir a Texas. No puedo desperdiciar
mi talento, tengo sed de gloria. Nunca me has visto bailar. Además, he madurado
bastante.»
Leyó la carta hasta el final a sus colegas.
Respiraba un aura deprimente dirigida a un hombre estrecho de miras, insulso,
timorato, holgazán y de mala muerte. Decía algo de la Fe y de las Tareas
Compartidas y, cambiando con una facilidad vertiginosa de lo Difícil a lo
Horrible, empezó a hablar con total franqueza de la Ciencia y de la Vida
Moderna; el último párrafo era una maraña hiriente de pequeñas verdades. Reese
estaba anodadado.
«Ya te escribiré en otro momento», esto estaba
escrito deprisa y corriendo, «cuando regrese al mundo. De momento, piensa en mí
como si fuera un grato recuerdo y algo agradable que conociste. Adiós.».
Le habían partido el corazón a Reese y la
cogorza que se cogió aquella noche era, más bien, propia de un hombre del Medievo.
Se encontraba inmerso en sus pensamientos, también sentía compasión y lástima
por sí mismo, y sentía que tenía el corazón en un puño.
–No me queda consuelo en este mundo –chilló–.
¡Estáis ante un hombre que sufre!
Se recorrió todos los bares de Iota –El Corral,
Miss Lilly’s Silver Slipper, E’s Joint, etc.–, pasando de uno a otro gritando
que le habían dejado y que qué iba a ser de él, con sus ojos bañados en
lágrimas, reflejando su dolor y su aflicción, y la cola de su camisa agitándose
de un lado a otro a sus espaldas.
–¡Que alguien me pegue un tiro! –gritó–. ¡No
quiero seguir viviendo en este asqueroso mundo!
Nadie le hizo el favor, por supuesto, hasta que
aterrizó en el kilómetro 39, a las afueras de Tatum. Pálido y en las últimas,
empapado en un sudor nauseabundo, estaba completamente borracho y, mientras
tanto, el mundo giraba inquieto, desagradable y sin un punto de apoyo.
–Está usted ante un hombre[1] enclenque y lleno
de dolor –le dijo al camarero–. Póngame una cerveza negra y una caña. Luego
déjeme un hacha para que pueda cortarle la nariz.
El tipo guardaba bajo la barra un bate de
béisbol «Louisville Slugger», como el que usaba Al Kaline, para casos difíciles
como el de Reese.
–Conozco a tu mujer –declaró Reese, dirigiendo
su atención a un par de vaqueros bien plantados que jugaban en la mesa de
billar–. Es un perrito faldero. Conozco a los tipejos que le comen el coño.
Tengo unos amigos que… –. Dando un golpe sobre la barra con su mano,
manteniendo el equilibrio contra un taburete, estaba a punto de soltar un «¡Lo
sé absolutamente todo!» con respecto a las magníficas y hediondas ideas de
Traición y Pecado cuando uno de los tipejos le pegó un puñetazo. Reese cayó al
suelo con una sonrisa y temblando.
–Voy a dejar de lado los problemas –le dijo a
sus colegas en el trabajo al día siguiente; un chichón del tamaño de un tomate
asomaba tras su oreja–. Voy a ser más sensato y trabajador. Voy a abrirme las
puertas a un futuro más prometedor.
Lo primero que hizo fue arreglar el aire
acondicionado, se compró nuevos muebles, quitó la alfombra (de color dorado y
con la textura similar a la del pelo de un gato), y se hizo con una cama de
agua cómoda y calentita.
–Confío en que así pueda dormir a pierna suelta
y como un bebé –dijo. Empezó a dar clases de guitarra–. La música calma los
dolores del alma –le dijo a sus colegas. Aprendía con rapidez nuevas melodías.
–You don't miss your water –canturreaba
recordando una canción de William Bell–, till your well runs dry.
En el Junior College, se empeñó en asistir a
clases privadas de esa disciplina iracunda y malsana que es el kung fu, y
empezó a practicar esas posturas paranoicas de ese antiguo arte, combinadas con
movimientos de la tripa y de los dedos de los pies, extraños y de origen
desconocido, y palabras secas propias de la disciplina.
–¡Chop-chop! –se le escuchaba aullar, con el
rostro fruncido y tembloroso, mientras concentraba pacientemente su objetivo
sobre una tabla de madera–. ¡Mal y Error!
Y partía
la tabla en dos como si renunciase a su lado terrenal; su cara parecía estar
diciendo: «Escuchadme todos, he conseguido domar mis pasiones y he alcanzado la
promesa de una nueva vida; me han abandonado sin motivo; tengo veintiocho años,
mis padres son unos vulgares mortales y trabajo por dinero en la industria
petrolera; amigos míos, os encontráis ante un hombre despechado y confuso».
No tardó en salir de nuevo con mujeres.
La primera de ellas se presentó en su casa con
un vestido excéntrico y de aire flamenco; su rostro luminoso y angelical le
derretiría a cualquiera el corazón. Se llamaba Tucker. Tarvez Tucker.
–Reese –dijo–, soy una persona madura, mi signo
es Leo y, por lo tanto, no hay manera de engañarme. Los lloriqueos no funcionan
conmigo.
–Ni conmigo –respondió él–. Me gustan los
regalos e ir cogidos de la mano.
–Me parece que te voy a gustar –dijo ella–. Por
dentro también soy irresistible.
Fueron a un Rocket Drive In y, sentados en el
asiento de atrás del Ford Fairlane de Tarvez, empezaron a enrollarse.
–Háblame, cielo –gemía ella–. ¡Dime que soy
maravillosa!
Se habían convertido en una maraña atlética de
orejas, caderas y cuellos. El encuentro amoroso fue como los de hoy en día:
alocado y discreto como una cadena de oro.
–Eres increíble –dijo Reese con decisión,
lanzándose a por su cuello–. Me recuerdas a una perla.
Tarvez se había agachado sobre el estómago de
Reese; su cara, inmaculada y única como el firmamento, le quitaba a uno el
aliento.
–¿Tienes algo para colocarte? –dijo Tarvez–. Me
gusta meterme cuando beso.
La siguiente fue Dorene, una estudiante de
tecnología de la universidad de Texas que había venido a la ciudad por el
verano. Su rostro era la viva imagen del idealismo, le gustaba hablar de
Aventura y de la Ruina; a Reese se le salía el corazón del pecho con
ella.
–Defiendo valores como el Bien –declaró Reese– y
el Aire Libre y la Amistad. No me conquistarás siendo mala persona.
–Mierda –dijo Dorene.
Al día siguiente, Reese recibió una carta que
decía que Billy Jean La Took había regresado al mundo.
–Dios mío –gritó a los cuatro vientos. Estuvo
dando vueltas en la cama, revolviéndose entre las sábanas; sus sueños, lúgubres
y deprimentes, se convirtieron en un festival de lamentos y tristezas. Se
levantó un rato, famélico y sin afeitar, para ver la televisión, pero la
temática de los programas de ese día le resultaban demasiado familiares: Miedo
y Decepción. Todo el mundo –ya fuera una vieja arpía, una chica coqueta, una
dependienta de la tienda o un rica patrocinadora– le recordaba a Billy Jean La
Took. En unas ocasiones, le venía a la mente su cuello largo, perfecto y
sabroso; en otras, sus relucientes piernas. Algunas veces era alguna parte de
su cuerpo –alguno de sus poros o alguna trenza de su pelo–; otras, alguno de
sus gestos o alguna palabra de comprensión. La veía en las guapas y en las feas
también. La ignorante, la pobre, la intransigente, la deportista, la
sedentaria, la inocente... Era todas ellas. Era el amor pisoteado, la
expectación, la recompensa y la satisfacción.
Agitado y sudando de fiebre, se pasó todo el
domingo rebuscando en la caravana, al acecho de cualquier cosa –una horquilla,
alguna chancla– que pudiera haberse olvidado llevar con ella. Casi podía
olerla: era una mezcla a carne y aspirina, una mezcla a jabón y campo. Bajo el
lavabo del baño, encontró un par de cabellos suyos. Eran tan castaños y
hermosos que le dejaron sin habla, hasta el punto de quedarse petrificado y
temblando frente al espejo, farfullando y sin ser capaz de articular ni una sola
palabra más que unos jadeantes «Oh, oh, oh». En uno de los cajones, encontró un
pintalabios. Era sombra de ojos y casi le dejó sin aliento.
El lunes, iba camino al trabajo, prácticamente
ajeno al mundo que le rodeaba. Hablar con él era como hablarle a una pared.
–Chicos –empezó a decir–, me estoy dejando
llevar por los recuerdos.
Era capaz de verla sentada frente a él en la
mesa de la cocina, poniéndose laca en sus uñas limadas y bien cuidadas o
leyendo alguna novela romántica. Su rostro, lleno de alegría, adquiría un tono
adusto en cuanto leía sobre sus héroes protagonistas, de conducta indigna, pero
también guapos.
–Reese –solía murmurar–, cuéntame otra vez tus
andanzas de joven, cuéntame tus actos de vandalismo y tus pequeños
delitos.
Y Reese realizaba un viaje por el sendero de su
juventud temeraria: desde los hurtos en las tiendas Woolworth hasta sus
disparos para romper las farolas de las calles. Lo tocó todo: adolescencia,
madurez, sus logros menores...
–Háblame también –continuó diciendo ella– sobre
los castigos que te imponía tu padre y las broncas de tu madre.
Entonces una idea le vino a la cabeza.
–Iré a verla –dijo. Sacó la carta y miró la
dirección: Deming, Nuevo México.
Aquella noche se sumió en un profundo sueño. Era
una bonita y sencilla imagen la suya: tendido, inmóvil y roncando, con sus
largos dedos clavados sobre su testarudo corazón, su rostro lleno de vida y
congelado en un sano regocijo, como si hubiese sido tocado, bien por accidente
o bien porque estaba destinado a ello, por una belleza salvaje y malvada.
Antes del amanecer, se lanzó a la carretera,
salió corriendo para recorrer esos 322 kilómetros que hay entre un sitio y otro
con una expresión de alegría abandonada. Se puso a cantar «Come back and try me
again, Mama!», cantando todas las notas menos las más agudas y las que había
que cantar en falsete; marcaba el ritmo en el volante –de color naranja,
ondulado y majestuoso–, con el desierto iluminado por el sol al fondo y
hablándole del Triunfo y la Virtud. Podía decirse que la Adversidad, la
Curiosidad y la Confusión habían desaparecido y que se estaba bañando en el
reino de lo Espléndido y la Alegría; llevaba puesto su sombrero de tres dólares
apretujado alrededor de su cabeza y con los ojos llenos de energía y
comprensión.
–Estoy contento y elevado por el conocimiento
–le dijo al tipo que estaba llenándole el depósito en el área de descanso cerca
de Mescalero. El tipo estaba abatido –taciturno, pensativo y con aire trágico–,
la imagen perfecta del fracaso.
–Me llamo Meat –dijo–. Yo hace mucho tiempo que
tiré la toalla. Ahora estoy interesado en el mesticismo.
–Arriba ese ánimo, hombre –le dijo Reese–. No
bajes la guardia ni pierdas la paciencia. Créeme, conseguirás lo que necesitas.
Una vez que hubo salido de Alamogordo, Reese
cogió dos paquetes de seis cervezas y, ciento treinta kilómetros más adelante,
embriagado por el espíritu del alcohol, con los ojos desorbitados y totalmente
derrotado, entabló una hosca conversación consigo mismo. De repente aparecieron
la agitación, las dudas y la amenaza del fracaso.
–¡Cielo santo! –se dijo para sus adentros–. No
me vengas con discursitos y arengas–. Se había aferrado a un pensamiento, había
esperado a un instante de frenesí–. Me quiere, estoy seguro.
Se puso a cantar el wang-wang blues y,
conduciendo a trompicones ferozmente por la carretera, se enfrentó con la
historia de su vida.
–Billy Jean –gritó–, voy a traerte de vuelta.
Cerca de Las Cruces, con su vehículo dando
trompicones y topetazos, con el motor chirriando, con su cabina convertida en
un horno de polvo, calor y despropósitos, puso en práctica un poco de la
filosofía más básica del «no tiene importancia».
–Hijo –le gritó a un coche de la marca Mercury
con matrícula de Arizona según pasó por delante de él–, ¡nunca tendrían que haber
puesto la idea del amor en la cabeza de un hombre!
Así que, para cuando aterrizó en Deming con su
cara rebosante de esperanza estaba en un estado puro e indecoroso propio de la
soledad, su corazón latía furiosamente, su cerebro lleno de pliegues, estaba
bloqueado y con migrañas.
–Estoy en una cabina telefónica al otro lado de
la calle –dijo– y tengo la sensación de que estás triste y enfadada. Sal de tu
casa.
Ella apareció al momento y Reese se dirigió
valientemente a la acera de Iron Street, con el pulso a cien por hora, y convencido de que, si Billy Jean se había marchado de su lado, había sido para fortalecer su
relación, que lo había hecho porque le había entrado canguelo, que no podría
vivir sin los esmerados cuidados que le procuraba Reese.
–Estás deprimida y no sabes qué hacer con tu
vida –le dijo–. Mira: tus manos están temblando, estás nerviosa. Y celosa.
Vives en la mansión del dolor.
–Estoy mejor que nunca –contestó ella–. Deberías
verme la piel.
Le enseñó la tripa: era una tripa en forma y
esbelta, Reese la recordaba bastante bien y, por un lapso de tiempo, sintió que
perdía totalmente el juicio al verla.
–Te echo de menos –dijo él.
–Estoy en muy buena forma ahora –le respondió–.
También me siento muy bien conmigo misma. Deberías hacer ejercicios de
resistencia. King Daddy me recomienda una serie de trucos y ejercicios diarios.
–Me echas de menos –dijo él–. Puedo verlo. Lo
noto en tu pelo.
Era una estupenda y complicada mata de pelo, era
el resultado de los oportunos cuidados.
–¿Cómo está la caravana?
Reese se inventó una historia y le dijo que la
había vendido a los muertos. Que se la había alquilado, dijo, a los espíritus
harapientos de Hamlet y el Conde de Monte Cristo. Esos tipos también habían
sido masacrados por el amor.
–¿Por qué no vuelves conmigo?
–No puedo –le respondió–. No creo que a King
Daddy le parezca bien. Me rompería los brazos. Además, le quiero.
–¿Podemos darnos un beso?
Le dijo que sí, y Reese se puso a dar bandazos
por la calle, como un auténtico pusilánime, contento de alegría, por un lado;
aterrado, por otro.
–Mi vida sería superguay –dijo–, si no fuera
porque tú no estás en ella.
Hubo un momento de extrema expectación.
–Sin lengua –le advirtió ella–. Y las manos
donde pueda verlas.
No cabe ninguna duda de que ese beso fue para
Reese como un fuego que recorrió todo su cuerpo. Ella permaneció tan fría,
silenciosa e implacable como un glaciar.
–Es el momento de decirnos adiós, Reese.
–Ardo por dentro –gruñó.
–No –dijo ella. Le dio un consejo: No te vengas
abajo. Sé franco. Evita las grasas y la sal. Sé tú mismo en todo momento. Nunca
bebas solo. Mira el lado bueno de las cosas.
–King Daddy me dio esos consejos y ahora estoy
estupenda y muy contenta. Adiós. [2]
Durante todo el trayecto de vuelta a Iota,
siguió dándole vueltas al asunto en su cabeza. Sé guay, se dijo a sí mismo.
Eres una criatura hermosa. Y alto. Tienes un enorme inventario de virtudes y
pocos hábitos deleznables. Eres un trabajador ejemplar, pagas tus impuestos con
puntualidad, y sabes comer con cubiertos. Lo único que te falta es la mujer que
amas. Hacia Las Cruces, se sentía derrotado y con ganas de llorar, su camión
había estado dando bandazos durante todo el trayecto. Se sentía sin fuerzas.
–Vale –se dijo a sí mismo–. Tengo que ser
fuerte. Serán testigos de mi éxito.
No tardó en darse un cambio de imagen: nuevo
corte de pelo, camisas ajustadas y pantalones nuevos.
–Soy un emporio de orgullo –le dijo a sus colegas–.
Ahora leo libros sobre conceptos casi incomprensibles: sobre el espacio y esas
cosas. Estoy aprendiendo a bailar también. Deberíais ver mi nueva forma de
vida.
Volvió a salir con Tarvez Tucker.
–Cosita mía –le dijo a Tarvez–, antes estaba en
la más completa soledad y ahora quiero comerte enterita.
A la noche siguiente, llamó a Dorene, la
estudiante de tecnología de Texas.
–Estás hablando con un hombre completamente
nuevo –dijo–. Asómate por la ventana.
–¿Por qué?
–Llego en cinco minutos. Podrás comprobar por el
brillo de mi cara que es un asunto de negocios.
Pero pronto se sumergió en la más profunda
oscuridad.
Todo le recordaba a Billy Jean La Took. En lugar
de desaparecer o de esfumarse de su cabeza, se hizo cada vez más presente, la
podía saborear con mayor frecuencia, la quería con mayor fervor religioso, su
imagen se hacía más poderosa, más contorneada, más encantadora, más suave, más
sustancial... Billy Jean era su corazón y sus arterias, era la razón que hacía
que Reese aullara henchido de alegría. Era el tiempo de la noche, el atardecer
de los amantes, el soplo de aire fresco y las relajantes corrientes de la
lluvia. Fuese adonde fuese, Reese seguía viéndola: en el Safeway, la veía con
sus pantalones color caqui cubriendo sus nalgas; en el A&W, escuchaba su
voz rota y constante; en las ruedas de su camión, podía ver sus brazos dorados
y frágiles. Y cuando se recostaba sobre su cama de agua, escuchando los sonidos
de la noche, con el pasado cerniéndose sobre él como la espada de Damocles,
segregando un sudor caliente y resbaladizo, a menudo se la imaginaba en el
borde de sus recuerdos, dulce y cariñosa, y sin rival en todo el planeta.
–Dorene –dijo una noche–, no lo aguanto más. Soy
una persona honrada en todos los aspectos. Soy educado y controlo mi carácter.
Pero tú, cariño, no eres más que una cruel decepción para mi corazón.
Pasó otro mes más antes de que le dijera a sus
colegas lo que había planeado.
–Iré a verla una vez más –dijo–. He estado
dándole vueltas todo este tiempo. Sí, es cierto: se ha ido. Pero sigo sin estar
del todo seguro.
Reese no escribió ninguna carta, no la llamó por
teléfono, no hizo nada. Simplemente una mañana le dio un arrebato y,
completamente decidido, arrancó su Chevrolet, subió las ventanas para
concentrarse y pisó el acelerador a fondo con semejante fuerza, que el chasis
no paraba de temblar, mientras el motor, haciendo toda clase de ruidos, lo
llenaba todo de humo.
–¿Se acuerda de mí? –le dijo Reese al tipo de la
gasolinera. Era Meat, el caballero amargado de la otra vez–. Me pasé por aquí
hace unos meses. Hablamos sobre el conocimiento y la sabiduría. Mis
pensamientos eran embriagadores.
Meat frunció el ceño.
–Vale, olvide todas esas gilipolleces –seguía
diciendo Reese–. Se encuentra usted ante un hombre en pésimas condiciones. Si
no fuera porque tengo salud, estaría muerto.
En esta ocasión, Reese no compró cerveza en
Alamogordo, se dio el piro, llevándoselo todo por delante y gritando por la
ventana que su nombre era Reese Joe Newell y las palabras que mejor lo definían
eran duro de mollera, pertinaz, peligroso, colocadísimo, colgado, espasmódico,
despechado y con una pestaña de hermosura. Por no mencionar triste y
bienintencionado.
–Estoy desesperado –le gritó a Fast Eddie Morris,
el pinchadiscos de la radio. Dando bandazos, con los muelles del asiento haciendo «boing»,
dio un golpetazo en el salpicadero, haciendo que varios trozos de plástico
saltasen por los aires; uno de ellos le dio en la mejilla.
–¡Pon música que le diga algo a los que tienen
el corazón partido!
Llegó a Deming completamente enajenado, en un
estado de agitación intensa y sin aliento, como si de un animal maltratado se
tratara.
–Recemos para que todos los semáforos estén en
verde y haya poco tráfico –gimoteó, mientras su pecho bajaba y subía
rápidamente. Dos veces tocó el claxon, atemorizando a los viandantes, antes de
pegar un frenazo delante de la casa de Billy Jean La Took. Era de noche, y se
asomó por la ventana de su casa.
–Dios mío –gruñó, al tiempo que se apoyaba sobre
el marco de la ventana.
Llevaba puesto un camisón deportivo que rebasaba
los límites de la legalidad (tan transparente y adornado que Reese quiso
morirse en ese mismo momento). Fue en ese instante cuando sintió que Billy Jean
se estaba distanciando de él. De por vida. Le produjo un efecto rápido, trascendental
y fugaz.
–¿Quién es esa mujer? –es lo que le apetecía
decir–. ¿Es cierto que me quiso una vez?
–¡Oye! –dijo ella cuando lo vio–, creí que te lo
había dejado claro. Estás loco, Reese.
–He venido hasta aquí para borrarte
definitivamente de mi cabeza –dijo–. Quiero pasar a la siguiente fase de mi
vida.
Ella le dirigió una mirada adusta y sexy.
–Podrías volver luego y hablar con King Daddy,
te podría dar unos consejos a ti también.
–Déjame entrar –dijo Reese–. Quiero ver tu
salón. Y tu cocina también. Piensa que soy un invitado.
–Ya has visto suficiente –. Se había puesto una
bata y en el proceso había dejado ver sus hermosos y bien contorneados muslos.
Apenas podía creerlo. Estaba tan lejos de él como él de sus antepasados los
peces.
–Estoy consternada –seguía diciendo–. Me sacas
de mis casillas, Reese.
–¿Alguna vez me has querido?
–Reese, no eres más que un error, cielo –.
Nerviosa, empezó a dar vueltas por la habitación, ordenando sus objetos
personales (ositos de peluche, adornos de cristal, incluso esas dos horribles
plantas, que no tenía ningún reparo en tocar) y arreglando su cama.
–Sí, en un momento te quise –dijo–, pero ya no.
Ahora, vuelve a casa.
Se vio a sí mismo como debía estar viéndolo
ella: como alguien siniestro y fracasado, como alguien turbio y estúpido.
–Estoy en el mejor momento de mi vida –siguió
diciendo–. Juego a los bolos, me tengo en muy buena estima, a mí y a mis
vecinos, soy generosa y no vivo por encima de mis posibilidades. Mi amor
pertenece a otro, cielo. Y ahora, sal de aquí pitando. King Daddy volverá en
menos que canta un gallo.
–No te olvidaré jamás –dijo Reese, al tiempo que
se alejaba de la ventana.
Durante todo el trayecto de vuelta a Iota, se
encontraba en un estado de tranquilidad absoluta, en completo silencio y sumido
en sus pensamientos, saludando con la mano a los conductores de camiones con
total naturalidad, tarareando una melodía de su propia invención y, cada cinco
kilómetros más o menos, llevándose las manos a la cabeza.
–Nunca sabes por dónde va a salir el amor –le
dijo a Meat–. Para muchos es algo bonito–. Tenía una sonrisa de oreja a oreja que
recordaba a la de un payaso–. Me dijo que me marchara –le contó a sus colegas
al día siguiente–. De ahora en adelante voy a cumplir con una serie de
promesas: pensaré mejor antes de actuar y no dejaré a medio acabar las cosas.
Por supuesto, era mentira, pero sus colegas lo
apoyaron porque era importante para él, como el recuerdo de su primera pelea,
así que salían con él de parranda hasta que un día, pasados tres meses, vio la
luz al final del túnel y dijo:
–Chicos, soy un idiota.
Lo que a continuación se presenta son las traducciones de dos artículos que aparecieron en el Journal of the society of arts. El primero de ellos, Musical instruments of the Javanese, apareció el 29 de septiembre de 1882 y el segundo, Javanese musical instruments, apareció el 3 de noviembre de 1882, ambos de W. S. Mitchell. Conviene tener en cuenta, antes de leerlos, que se trata de algunos de los primeros escritos sobre la música de Java que se han realizado; puede verse en la fascinación y el desconocimiento –a veces con un ligero tinte de inocencia– que se desprende de los textos por la música y la cultura de la isla de Java, de ahí que los nombres de muchos de los instrumentos puedan variar ligeramente con respecto a cómo aparecen hoy en día. Por ejemplo, el término kampang también se puede encontrar en otros sitios como gambang; el término soeling también puede aparecer en otros sitios como suling; el instrumento de cuerda rebab aparece escrito en uno de los artículos indistintamente como rebab o rhebab; el término demong puede aparecer como demung; etc. En todo caso, he respetado la escritura de estos términos tal y como se han escrito en los artículos originales. Al final podréis encontrar en el apartado «Enlaces de interés» una serie de enlaces: el primero dirige a una página del Grinell College especialmente interesante donde encontraréis información muy detallada sobre la música de Java –fotos de los instrumentos, explicaciones detalladas de la cultura musical de Java, etc.– que despejará cualquier duda que podáis tener sobre el tema; el segundo dirige a «Historia de Java» de Sir Stamford Raffles. También añado unos enlaces a los artículos originales en inglés, que podréis consultar fácilmente en la JSTOR.
LOS INSTRUMENTOS MUSICALES DE LOS JAVANESES
Se nos ha brindado la oportunidad de ampliar nuestros conocimientos sobre la música de Java. Un caballero holandés acaba de traer a Europa un grupo de músicos javaneses, acompañados de sus instrumentos. Han venido desde Batavia a Londres y sus primeros conciertos serán en el edificio anexo al Royal Aquarium. Hasta ahora todo lo que sabíamos, tanto de la música de Java como de sus instrumentos musicales, era por el libro «Historia de Java» de Sir Stamford Raffles, publicado en 1828. En medio de sus deberes políticos, encontró tiempo para examinar las antigüedades, la literatura y la lengua clásica (el kawi), y, por extensión, la música tradicional de Java. Humboldt estudió más profundamente la lengua y los resultados de su trabajo dieron como fruto tres tomos de las transacciones de la Academia de Berlín.
El doctor Caldwell, en sus estudios sobre
las lenguas drávidas, ha señalado una probable relación del kawi con otras
lenguas. Tan sólo una pequeña parte de los viejos poemas escritos en esta
lengua se han traducido a la lengua moderna, aunque sigue siendo el lenguaje
utilizado en las obras de teatro. Algunos viajeros han descrito algunas de las
antigüedades, pero en lo referente a la música de este pueblo, la producción es
más bien exigua, aunque los pocos detalles dados por Sir Stamford Raffles
demuestran que hay un enorme interés por el asunto.
Aunque los javaneses sobreviven hoy en día tan sólo
en las dos pequeñas provincias de Yogyakarta y Surakarta (o simplemente Solo),
y los príncipes herederos no son más que dirigentes nominales bajo el
protectorado holandés, los gamelanes imperiales se conservan fervientemente
como parte de la Corte, y la gente sigue mostrando un firme interés por los
espectáculos musicales.
No se sabe con certeza cuál es el uso correcto de la
palabra gamelán. Algunos de los viajeros más modernos hablan de los gamelanes
como un conjunto agradable de tres instrumentos, aunque los gamelanes de la
Corte cuentan con una platilla de alrededor de cien músicos. Algunos la
utilizan únicamente para referirse a los instrumentos y otros también incluyen
en la definición a los intérpretes. La palabra que se utiliza en Occidente,
orquesta (usada para referirnos tanto a los instrumentistas como al coro), sería,
tal vez, el término más parecido al de gamelán, ya que hay partes vocales que
cantan mujeres que permanecen sentadas, para distinguirlas de los actores. Sir
Stamford Raffles habla de los gamelanes como algo que se utiliza en procesiones
de festivales y en la música militar. Existen también gamelanes integrados
únicamente por instrumentos hechos con cañas de bambú y, por lo visto, algunas
veces sólo están integrados por tomtoms y flautas.
Los instrumentos que estos músicos javaneses han
traído son solamente aquellos que se
usan para acompañar representaciones teatrales y son sólo estos los que nos
molestamos en describir en este artículo. Aunque los carteles publicitarios
hablan del gamelán javanés, está claro que existen dos tipos muy diferentes de
conjuntos instrumentales, que, además, representan diferentes sistemas
musicales. Esto último puede no parecer tan evidente, ya que muchos gamelanes
están mezclados entre sí y tienen una apariencia similar, pero, tras comparar
las notas que emiten los instrumentos por separado, se hace evidente que uno de
los sistemas es pentatónico (al igual que la vieja escala escocesa), mientras
que el otro utiliza intervalos difíciles de ubicar con precisión en nuestro
sistema occidental. Excepto algunos instrumentos, como el rebab y el soeling, el
resto de instrumentos son de percusión y, esa poca precisión a la hora de definir
claramente la altura del sonido se debe, en parte y sin lugar a dudas, a la falta
de una técnica solvente cuando se percuten, algo que es necesario para producir
la altura del sonido de una manera más definida y clara para el oído. Sin
embargo, muchos de los instrumentos de los gamelanes están por duplicado y la
misma nota emitida por una pareja de un mismo instrumento no está afinada por
igual, y tampoco un cambio en la manera de percutirlos parece solucionar el
problema. Evidentemente, hay que ser permisivos con estos instrumentos
imperfectamente afinados. El sistema pentatónico es inconfundible y, aunque las
notas no están completamente afinadas, es fácil reconocerlo. El otro de los dos
sistemas es algo más complicado. Si asumimos que las notas son reales, nos
encontramos, en algunos casos, con cinco intervalos en lugar de uno, como
sucede en nuestro sistema occidental; en otros casos, el intervalo es el mismo,
mientras que en otros, algunas de nuestras intervalos brillan totalmente por su
ausencia en su sistema. Los nativos utilizan el nombre de gamelán salindro para referirse a
los gamelanes compuestos por aquellos instrumentos que utilizan la escala
pentatónica. El otro recibe el nombre de gamelán pelog. Los únicos instrumentos
comunes a ambos gamelanes son el rhebab de tres cuerdas, los tambores y los
gongs. Existen otros instrumentos similares en cuanto a la construcción en
ambos gamelanes; la única diferencia radica en la escala que utilizan. Los
instrumentos de percusión se pueden agrupar en diferentes tipos: harmonicon,
campanas, gongs, tambores, ketzer (?). Todos ellos se tocan con los topoos, un
objeto similar a nuestras mazas, aunque existe una enorme variedad en cuanto a
la forma y al material usado en las puntas con las que se percute.
LOS
DEL TIPO HARMONICON (LÁMINAS DE MADERA)
El kambang. Las láminas son de madera (parece que de
algún tipo de peral) y descansan sobre una caja tallada y pintada, de alrededor
de unos veinticinco centímetros de altura. Las láminas se mantienen fijas en su
sitio gracias a una serie de clavijas metálicas colocadas en la caja. Aunque
las láminas no están fijas, en uno de sus extremos hay un agujero por donde se
puede introducir fácilmente una clavija, mientras que el otro extremo yace
entre dos clavijas. Además, se puede cambiar fácilmente su posición. Los tapoos
utilizados para percutir el instrumento son muy similares a los utilizados en
las bandas de música de la caballería británica, con su punta cubierta de
algodón.
Gambang kayu. Fuente: Grinell College |
El kambang salindro utiliza veinte notas dentro de
un rango de cuatro octavas. La nota más grave es la de la lámina de sesenta
centímetros de largo y la más aguda la de la lámina de treinta centímetros. La
longitud de la caja es de ciento veinticinco centímetros.
El kambang pelog tiene diecinueve notas. La más
grave es la de la lámina que mide sesenta centímetros de longitud y la más
aguda la de la lámina de treinta y un centímetros de largo. La longitud de la
caja es de ciento treinta y dos centímetros.
LOS
DEL TIPO HARMONICON (LÁMINAS DE METAL)
El saron. Las láminas son de metal, fabricadas a partir
de algún tipo de aleación de cobre y plata; no utilizan estaño en la aleación. Las
láminas de las notas más graves son tan finas en comparación con su tamaño, que
el término que mejor las define es el de láminas, pero a medida que ascendemos
en la escala, van adquiriendo forma de barra de manera gradual, hasta llegar a
las láminas de las notas más agudas, que se van curvando transversalmente por
los lados y que tienen una profundidad más o menos igual a la de su anchura en
la base. En los sarones del gamelán salindro, cada uno de estos instrumentos
cuenta con un grupo de seis notas dentro de una octava, mientras que los grupos
de varios sarones colocados a modo de secuencia abarcan un rango de tres
octavas, utilizando escalas pentatónicas. El saron más agudo se llama saron
peking salindro, el siguiente más gave se llama saron allete salindro y el más
grave de todos recibe el nombre de saron demong salindro.
Sección de sarones de un gamelán sekati, de izquierda a derecha: saron peking, saron barung, saron demung y saron barung. Fuente: Grinnell College |
Existen tres tipos de sarones muy similares en el
gamelán pelog, pero cada saron cuenta con un grupo de siete notas. Los
intervalos son, por supuesto, diferentes de los utilizados en los sarones de
salindro; la segunda lámina y la sexta están a distancia de octava. También se
utilizan indistintamente los adjetivos peking, allete y demong para referirse a
ellos.
Los sarones se percuten con tapoos; los utilizados
para los demongs tienen puntas almohadillas, y los utilizados para los alletes
y los pekings tienen forma de mazo.
El slentem salindro. Los slentem salindro son unos instrumentos que se disponen en secuencia a partir de la octava siguiente por debajo del saron demong salindro. La única diferencia sustancial es que cada lámina tiene un nervio hueco.
Slenthem. Fuente: Grinnell College |
LAS CAMPANAS
El término campana se utiliza aquí para referirse a los instrumentos de metal que tienen una forma similar a la de una tetera del revés con un pitorrito hueco encima. Los nativos no le han dado un nombre concreto a estos instrumentos y parece que ningún escritor europeo los ha descrito (hasta donde puede deducirse de las investigaciones realizadas por el museo británico). Las campanas, en la acepción principal de la palabra, están suspendidas y se percuten un poco más arriba del canto; estas campanas de las que hablamos no están suspendidas, pero descansan sobre dos cuerdas y se percuten golpeando el pitorrito. Las diferentes formas en las que están sujetas, de tal manera que vibran en respuesta a un golpe, no parece justificar la creación de un nuevo nombre. La presencia del pitorrito hueco es muy característica y tal vez convendría acuñar un término más adecuado para referirse a él, como, por ejemplo, «guía de la campana» (bell-boss en inglés), ya que su efecto en los armónicos está más estudiado. Sin embargo, en esta descripción que hacemos se les llama simplemente campanas.
Ejemplo de las campanas que utilizan los músicos de Java. Cinco kempules del gamelán slendro. |
Existe un rango muy amplio en lo referente a las
dimensiones de las campanas. El diámetro de la boca de la campana varía desde
aproximadamente los dieciocho centímetros hasta aproximadamente los cuarenta y
seis, los lados van desde los aproximadamente siete centímetros y medio hasta
aproximadamente los veinte centímetros. El pitorrito va desde los siete
centímetros y medio a los aproximadamente trece centímetros de ancho y desde
los aproximadamente cuatro centímetros hasta los aproximadamente siete
centímetros y medio de largo.
Todas estas campanas están suspendidas y separadas entre sí. Las campanas que emiten notas más agudas se organizan en grupos y cada grupo cuenta con un resistente travesaño de madera. Sólo aquellas que están solas y separadas de un grupo tienen nombre propio. Los grupos se consideran como un único instrumento. El slentem pelog consta de un grupo de siete campanas, el bonang pelog de catorce campanas y el deneros (que también se usa en el gamelan pelog anteriormente mencionado) consta de catorce campanas. Los dos grupos tienen pitorritos en el centro, al igual que algunos gongs chinos. No hay mucho que señalar de los tambores, tomtoms, flautas o rhebab, ya que son los instrumentos de metal los que resultan más interesantes. Muchas de las láminas y las barras de metal son especialmente interesantes por la belleza de su sonido, pero cabe señalar muchos más aspectos de las campanas.
Estos instrumentos, totalmente desconocidos,
constituyen un importante objeto de estudio que tal vez puedan proporcionar
algunas pistas prácticas a los fabricantes de campanas. ¿Qué relación existe
entre el pitorrito y el resto de la campana? Esta es una pregunta que, huelga
decirlo, es bastante difícil de responder. El modo de manufactura es el
siguiente: primero, el metal se vierte en un molde; después se le da forma con
un martillo y, por último, se consigue la nota que se desea que emita la
campana mediante una ulterior etapa de limado. Evidentemente, una cosa es lo
que el artesano quiera lograr y otra muy distinta lo que realmente se consiga, salvo
que se llegue a una solución aproximada que sea satisfactoria. Los pitorritos
están, en algunos casos, lejos del centro y puede haber una diferencia de hasta
cuatro centímetros en la medida de los diámetros de algunas de las campanas.
Parece como si la intención fuese hacer que el pitorrito emitiese una nota a
distancia de octava con respecto a la nota que emite el cuerpo de la campana;
no obstante, en algunos casos, también se pueden encontrar notas a distancia de
quinta o duodécima (octava más la cuarta), que son las que predominan. Un
estudio bastante satisfactorio realizado sobre este asunto sólo podría llevarse
a cabo en algún sitio más silencioso y sería estupendo si se pudiera hacer
antes de que los músicos se marchen de Londres. En cuanto a la combinación de
instrumentos para formar un gamelán, podrá comprobarse que la mayoría de ellos
cuenta, prácticamente, con tres instrumentos: uno de ellos, sería el conjunto
de instrumentos de láminas y campanas emitiendo notas en diferentes octavas; el
segundo sería el kambang solo; y el tercero serían los tambores. El uso de los tambores
parece que no sólo es el habitual y propio de este instrumento, sino que
también se utiliza para crear un bordón que apoye a los instrumentos de cuerda,
especialmente cuando se percuten con una rápida sucesión de golpes.
Los que han escrito sobre la música oriental han
insistido mucho, probablemente, en la peculiaridad de las escalas que utilizan
y en el caso de estos instrumentos javaneses, parece que no se utilizan en
ningún momento notas por grados conjuntos.
LOS INSTRUMENTOS MUSICALES JAVANESES
En el número del 29 de septiembre se dieron algunos detalles sobre los instrumentos musicales de Java. Se explicó que, al contrario de lo que sucede con los sistemas pentatónicos del gamelán salindro, que son inconfundibles, los sistemas del gamelán pelok presentan mayores dificultades. Un estudio más profundo de estos instrumentos ha explicado cómo se desarrolló. En el slentem pelog y en el peneros, que, tal y como se ha descrito, constan cada uno de ellos de un grupo de catorce campanas, se cambia la posición de algunas de ellas en ciertas ocasiones según convenga, aparentemente para que aquellas que se hayan usado demasiado pueden estar juntas. Herr Walkert, que ha traído consigo a Europa a algunos javaneses, no es músico y, aunque está bastante predispuesto a resolver algunas cuestiones y plantear soluciones en relación a los javaneses, es evidente que algunas de ellas se han malinterpretado. La dificultad aumenta en el momento en que hablamos de un tipo de música en la que las notas no tienen nombre como en la música occidental. Sí, las láminas de los instrumentos tienen nombres y las campanas, también –tanto para las pequeñas como para las grandes–, pese a que hace unos días se dijo lo contrario. Los nombres de los instrumentos del gamelán pelok, de izquierda a derecha, son los siguientes: bem, pengulus (o pengoeleo), penoeloe, pelok, limo, nenem (gnum) y bavang, nombres que se utilizan tanto para las láminas de metal de los sarones, como para las láminas de madera del kambang y las campanas. En el gamelán salindro (el que utiliza el sistema pentatónico) no hay ni pelok ni barang. Sin embargo, la palabra barang se utiliza como adjetivo. De este modo, el bem más grave en cada saron recibe el nombre de bem bazzan y la octava aguda recibe el nombre de bem barang. Hasta aquí, todo es sencillo y el bem del gamelán pelok es la misma nota que el bem del gamelán salindro. Pero el limo del gamelán salindro se corresponde con el nenem del gamelán pelok y el penoeloe del salindro es la misma nota que la del pelok del gamelán pelok. De manera que, aunque no hay una lámina pelok en las secuencias del gamelán salindro son la misma nota, pese a que en un sistema se llama pelok y en otro penoeloe. Mediante la ayuda de una serie de diagramas, y escribiendo el nombre de las notas, todos están de acuerdo en estas cuestiones y resulta mucho más sencillo entender que se trata de la misma nota o del mismo sonido (buni) tanto en cuando hablamos del limo del gamelán salindro como cuando hablamos del nenem del gamelán pelok. En lo que respecta a utilizar sílabas para nombrar a las notas musicales, como hacemos en el sistema occidental (do, re, mi), parece que los javaneses no nombran a las notas musicales. Y es que, pese a que tienen un oído de lo más excepcional y preciso, pese a que tienen un preciso sentido del compás y pueden tocar una pieza estructuralmente compleja durante veinte minutos, pese a que llevan miles de años cultivando el arte de la música, no utilizan nombres para las notas ni tampoco utilizan ningún tipo de notación musical.
Otra de las dificultades radica en la manera que hay
de entender el sistema del gamelán pelog. Tal y como se dijo en el anterior
artículo, el kambang pelog cuenta con diecinueve láminas de madera; pero se ha
advertido que había otras láminas que permanecían al lado del intérprete y se
dejaban en el suelo y que en algunas ocasiones se usaban. Herr Walkert dijo en
su momento que él creía que eran para impedir que algunas láminas que se usaban
demasiado se desgastasen. Pero más tarde se supo que las láminas sustitutas no
emitían las mismas notas que las de aquellas láminas que se sustituyen. Muchos
o no saben o no quieren explicar qué implican estos cambios. Se ha sugerido
que, como la música se transmite de manera oral, sus «secretos ocultos» sólo
están reservados a aquellos que tienen el privilegio de iniciarse en el arte.
Sea como fuere, a base de diagramas y haciendo oídos sordos, como quien dice,
esta cuestión se desveló tras muchos intentos. La quinta, la décima y la
decimoquinta láminas se quitan del kambang pelok y se ponen nuevas láminas en
sustitución de aquellas. En ese momento el kambang pelok pasa a llamarse
kambang sarok (que significa intercambiado) y la escala pasa a ser distinta. La
cuarta, la quinta, la decimocuarta y la decimonovena láminas siguen a distancia
de octava como antes del cambio. Después, se produce otro cambio: la tercera,
la octava y la decimotercera láminas se quitan y la cuarta, la novena y la
decimocuarta láminas se colocan en su lugar. En el sorok, la quinta, la décima
y la decimoquinta láminas pasan a la posición de la cuarta, la novena y
decimocuarta láminas y la quinta, la décima y la décimo quinta se ponen.
Obtenemos en este caso otra escala totalmente distinta y el kambang recibe el
nombre de kambang sorok barang. Y aún faltaría un cambio más con el que
tendríamos el kambang sorok danso. Una vez comprendido esto y habiendo admitido
que los diagramas son correctos, el cambio de las campanas se hace ahora más
comprensible. Las campanas barang se usan solamente cuando las láminas barang
están en el kambang y así sucesivamente. Realmente no se quitan de la caja,
sino que para cada pieza, las campanas que tienen que usarse se guardan, en la
medida de lo posible, en el centro, ya que las cajas son alrededor de 213
centímetros aproximadamente. Por lo tanto, lo que resulta de estos cambios es
el gamelán pelog, que cuenta con cuatro escalas; lo que en un principio se
atribuyó al capricho de los músicos se convierte en un acto que está en
perfecta concordancia con la sutileza de estos sistemas.
En el peneros las catorce campanas se disponen en
dos filas, una se llama wedok (la fila femenina) y la otra lanang (la fila
masculina). De manera similar, el bonang cuenta con dos filas. La fila wedok
del peneros utiliza campanas que emiten las mismas notas que la fila lanang del
bonang, pero las camapanas tienen una forma distinta y el timbre es diferente.
No existe la palabra para la octava, pero las camapanas que están a distancia
de octava reciben el nombre de koempoel (parejas). Los intervalos del gamelán
pelok se han determinado aproximadamente con un set estándar de diapasones, y
una flauta de afinación conocida; pero como no se corresponden con las
nuestras, no es más que una mera aproximación. El pengulus del gamelán pelog es
un do ligeramente alto; el penelu es un re algo bajo; el pelok se corresponde
con la nota fa; el limo con un fa sostenido algo bajo; el nenem se corresponde
con una nota que se encuentra entre el sol y el sol sostenido; el barang es un
la bemol y el bem es una nota entre un la especialmente alto y el si. Tal vez,
con una sirena, sería posible conseguirlas con exactitud, pero existen
dificultades con los instrumentos de percusión. Las escalas sn las siguientes:
PELOK…………. Pengulu pelok limo nenem bem
Sorok DANSO….. Pengulu penelu nenem barang bem
Sorok BEM……… Pengulu penelu limo nenem bem
Sorok BARANG…. pengulu limo nenem barang
Nada se ha escrito aún sobre los sistemas de Java y,
como las campanas son tan habituales en el país, sería una lástima no se diese
a conocer todo lo que sea digno de conocerse.
Enlaces
de interés
The Gamelans of the Kraton Yogyakarta – by Roger Vetter (grinnell.edu)
Internet
Archive Search: creator:"Thomas Stamford Raffles"
Vol. 30, No. 1558, SEPTEMBER 29, 1882 of The Journal of the Society of Arts on JSTOR
Vol. 30, No. 1563, NOVEMBER 3, 1882 of The Journal of the Society of Arts on JSTOR