miércoles, 1 de marzo de 2017

Sobre las funciones de la escritura para la representación del pensamiento musical

El siguiente texto es una traducción del italiano de un artículo de Gianmario Borio que pertenece al libro La scrittura come rappresentazione del pensiero musicale y resulta especialmente interesante por los puntos de vista que expone.

Entre las propiedades principales que distinguen a la música del resto de las artes nos encontramos con la característica de su doble vida: por un lado, se presenta como un texto fijado mediante la escritura y, por tanto, se puede transmitir de generación en generación; y por otro, se presenta como un evento sonoro momentáneo y transeúnte. Es cierto que este desdoblamiento en dos dimensiones (texto y evento) es una condición que la música comparte con las otras artes temporales: la danza, el teatro y la poesía; sin embargo, la partitura mantiene con la expresión sonora un diálogo que no tiene parangón, si hacemos una analogía con las anotaciones coreográficas o los libretos de las obras de teatro: el texto musical prescribe un conjunto de acciones y, al mismo tiempo, representa una primera objetivación del sentido. La simbiosis entre signo y sonido en la música es un fenómeno específico de la civilización europea; ésta ofrece un perspectiva privilegiada sobre el rol fundamental que la escritura ha protagonizado en el desarrollo de su formación. Eric Havelock mantiene que el perfeccionamiento de la notación ha contribuido, junto con la invención del alfabeto griego y la adopción de los números arábigos, a establecer el "fundamento tripartito de la cultura occidental, una cultura construida sobre tres técnicas, cada una de las cuales se destina a estimular operaciones mentales de forma automática a partir de un reconocimiento visual." De alfa a omega, del cero al nueve, del do al si: la escritura, en cualquier campo, se constituye en el momento en que se puede disponer de un sistema de símbolos visuales que absorben las funciones que, con anterioridad, se habían relegado a la memoria o a artificios más rudimentarios. Su eficacia está estrechamente ligada a la precisión y a la agilidad con la que se reconocen los símbolos y sus componentes. Si no tuviéramos la constancia del esfuerzo a través de los siglos que han conducido a la notación moderna y si no supiéramos nada de las culturas de tradición oral que todavía persisten en diversas partes del mundo, mantendríamos el nexo entre signo y sonido como el factor determinante para una definición ontológica de la música. Su existencia e indisolubilidad son, de cualquier forma, el presupuesto de cualquier discurso sobre el arte de la música. El conjunto de la actividad crítica que son parte constitutiva del concepto "música" (la enseñanza de los principios de composición, la consciencia de su devenir histórico, la tratadística formada sobre cada una de las disciplinas independientes, el debate sobre la cualidad estética de las obras, la transmisión de las técnicas interpretativas y los estilos interpretativos) no se podría imaginar sin la presencia de los textos musicales y, por tanto, de una escritura codificada. La reflexión analítica se realiza sobre la partitura, es el texto quien hace de árbitro en las controversias sobre una correcta interpretación y es un proceso de escritura el que lleva de una primera inspiración a una configuración definitiva de la obra.

El que una obra musical se pueda considerar como un texto en el sentido propio es una de las cuestiones que más controversia levantan en la musicología. Forma parte de una problemática que concierne a la afinidad entre el arte de los sonidos y el lenguaje de las palabras o, dicho de otra forma, la posibilidad de definir la música como lenguaje. Esto sería particularmente visible al nivel de la escritura: el compositor utiliza elementos significantes similares a las palabras pero estableciendo relaciones de altura y duración; es decir, usa componentes básicos que pueden ser comparables a los fonemas. Además, mientras que la palabra escrita es un fenómeno del lenguaje que en ningún caso es inferior a la palabra hablada, la música escrita es, en realidad, literatura muerta, una simple guía para la ejecución en directo del sonido. En el fondo, el argumento de Theodor W. Adorno, que define la música como "lenguaje no intencional" no dista mucho del de Georgiades: "El sistema de signos de la escritura lingüística y el lenguaje pertenecen a un mismo sistema, la música y su escritura a sistema diferentes." Este ha sido el punto de vista predominante en los discursos musicológicos. Para la mayoría, la definición "lenguaje musical" se considera una metáfora que, entendida de forma literal, podría llevar a conclusiones erróneas; si bien también sería inapropiado hablar de "texto musical", en el sentido que la partitura no posee la cualidad esencial de los textos verbales: la referencialidad. En una convención internacional sobre la "música como texto", Karol Berger ha defendido esta postura: en el texto literario los aspectos escritos y auditivos son igualmente importantes; en cambio, en la música el texto es "esencialmente un conjunto opcional de instrucciones, fijado sobre el plano visual, para producir lo realmente importante: la obra." También recientemente, Stanley Boorman ha definido el texto musical como portador de la "información mínima" para la interpretación, distando mucho de ser "la composición misma."

La convicción de que, en esta doble vida de la música, el sonido es el componente superior y ontológicamente determinante con respecto al símbolo se formula por primera vez en La estética de Hegel. En la jerarquía de las artes, la música aparece inmediatamente después de la pintura porque es en ella donde se plasma la superación de la dimensión espacial, en una "exterioridad que suprime en su surgimiento con su misma existencia y desaparece en sí misma." Si bien se entiende el sonido como la propiedad fundamental que hace que la música sea una forma artística independiente, su escritura se reduce a un simple medio para conseguir un objetivo; a diferencia de la poesía, esta escritura sería una prescripción y no una representación. Todavía, tal y como ha revelado Carl Dahlhaus, se puede distinguir en música el ente representado de su presencia acústica. Una larga tradición analítica muestra que la lógica musical no resplandece en absoluto en una escritura en la que la función esencial es la de simbolizar la propiedad sonora: entender la música significa leer en los símbolos, que representan el sonido, un sentido que no está explícito sobre el plano de la notación. Desde este punto de vista, la escritura musical no se diferencia sustancialmente de la alfabética, que se diferencia de los ideogramas o de los jeroglíficos en que la primera designa sonidos y no significantes. La reconstrucción del sentido es una operación posterior, que se puede llevar a cabo tan sólo examinando el texto en su totalidad, en una mirada global y atemporal que pone en relación los componentes independientes con la totalidad. De forma paralela a la esfera del lenguaje verbal, los aspectos pragmáticos o interpretativos (los caracteres expresivos según Dahlhaus) constituyen una dimensión distinta a aquellas referentes a la semántica y a la sintaxis; el sentido no se desvela en la inmediatez de la percepción o en la participación en un rito, como ocurre con la música de tradición oral no escrita. La notación de estas últimas (un procedimiento que la etnomusicología ha adoptado sistemáticamente al menos a partir de Béla Bartók, llevando a resultado notables a pesar de la disparidad entre el mundo de la oralidad y el de la alfabetización) persigue el objetivo de almacenar y conservar datos que de otra forma se habrían perdido.

El concepto de texto que se emplea en musicología tiene sus raíces en la filología y literatura. Textus, participio pasado del verbo texere, significa tejido; el texto se asemeja por tanto a un tejido o a un centón, es un entrelazado de elementos que sólo en este entrelazado adquieren una función. El texto musical se asemeja al texto verbal en que ambos hay una fijación de un pensamiento sobre un soporte, independientemente de que sea la expresión de una voluntad individual o colectiva, que se pueda atribuir a un autor concreto o desconocido, que sea autógrafo o redactado por un copista, manuscrito o impreso. Como cualquier otro texto, el texto musical se traspasa de generación en generación, se conserva en archivos o bibliotecas, posee una historia y puede ser objeto de una reconstrucción filológica: la crítica del texto, propiamente dicho. No obstante, el texto musical pertenece también a una categoría específica de textos: no contiene información sobre hechos, personajes, leyes o principios científicos, contiene información exclusivamente sobre sí mismo; no es un simple documento de un discurso o hecho acaecido, sino que aporta un pretexto normativo ante quien lo lee. Esta autonomía es una propiedad que el texto comparte con la poesía y la novela. La analogía entre música y lenguaje podría ser legítima por el carácter textual de la música: las formas musicales y las estructuras sonoras, una vez fijadas con la notación, están sujetas a operaciones herméticas que proceden de forma análoga a aquellas que se cumplen en los textos de la literatura. Por lo tanto, los textos musicales pueden considerarse entre aquellos textos en el sentido enfático que para Hans Georg Gadamer son el verdadero campo de acción de la hermenéutica: "El texto literario es texto en un sentido particular, ya que no remite a un originario acto lingüístico, pero prescribe todas las repeticiones y los actos lingüísticos." Se puede pensar en el texto literario como una fuente de una interpretación silenciosa e imaginaria; la música no haría otra cosa más que convertir en realidad la dimensión interpretativa inherente a cada lectura.

Existe, sin embargo, un ámbito peculiar en el que el origen y el desarrollo de la escritura literaria y de la escritura musical se encuentran en un territorio común. El proceso de formación de la "civilización occidental", en el sentido descrito por Havelock, define un horizonte mental caracterizado por determinados procedimientos lógicos, respecto a los cuales las tecnologías de la escritura y de la comunicación actúan como un factor desencadenante o bien como catalizadores; entre pensamiento y escritura no existe una relación de causa/efecto, sino un enlace en el que es difícil establecer el antes y el después. La escritura de la palabra y de la música parecen tener, por tanto, una función similar: ambas son formas de representación del pensamiento. Pero, ¿qué significa "pensamiento musical"? Musikalischer Gedanke es un término recurrente en la teoría musical del siglo XIX en los países de lengua germánica; en general designa un tema que será objeto de elaboración motívico-temática, variación, liquidación o progresión. La primacía de la estética idealista en esa fase histórica produce una duplicidad característica: no siempre se puede reconocer con certeza si el teórico está hablando de la configuración de alturas y ritmos o de la forma intencional sobre la base que se construyen. El carácter doble de este término se encuentra también en Arnold Schönberg que utiliza "pensamiento musical" bien como sinónimo de motivo o tema, bien en el sentido de idea fundamental de una obra. Las acepciones concreta y abstracta de pensamiento musical hacen referencia al concepto de relación: los átomos independientes de un organismo motívico o los componentes de las grandes secciones formales no se superponen, sino que están en una relación específica. Obviamente, el concepto de relación no contempla solamente los artefactos musicales, también tiene que ver con la lógica formal. Hegel, que habla de esto en un párrafo de la lógica objetiva dedicado a la apariencia, indica tres tipos fundamentales de relaciones: entre la parte y el todo, externo e interno. En la música tonal, contemporánea a Hegel, el concepto de relación se manifiesta en tres modalidades: como relación entre una sección y la totalidad formal; entre el potencial del motivo y su desarrollo; y entre la estructura del fondo y su configuración superficial. Se pueden percibir huellas de la filosofía hegeliana en el modo en que Schönberg relaciona el pensamiento musical con el pensar en música:

Componer es: pensar en sonidos y ritmos.
Cada obra es la representación de un pensamiento musical.
Pensar en música está sujeto a las leyes y a las condiciones del propio pensar de cada uno y, además, debe tener en cuenta las condiciones resultantes del material. Cada pensar consiste esencialmente en poner en relación las cosas (conceptos, etc.) entre sí. Un pensamiento es la producción de un relación entre cosas que, sin este acto de producción, no tendrían relación.

Entre Gedanke y Denken existe una relación que va más allá del que hay entre objeto producido y proceso productivo. Decir de la escritura musical que es la representación del pensamiento es posible solamente sobre la base de un concepto extendido del pensamiento: en determinadas épocas esto puede indicar una única idea con la que el compositor canaliza un afecto según un código aprendido o transmite un sentimiento encriptado; en otras épocas puede designar una concepción cosmológica, científica o filosófica que es patrimonio de una amplia comunidad a la que pertenece; finalmente, existen casos en los que las dos modalidades se mezclan y el pensamiento musical refleja un macrosistema, visto desde la perspectiva del individuo que emplea concretamente la escritura. La notación es la primera forma de comunicación a gran escala de la música occidental.

La introducción del alfabeto, la invención de la imprenta y la llegada de las tecnologías electrónicas marcan hitos en la historia de la cultura occidental que no modifican tanto las estructuras sociales y comunicativas, sino más bien la organización del saber. Al comparar la cultura analfabeta con la alfabetizada, Walter Ong ha puesto en evidencia que la cultura alfabetizada está estrechamente ligada al pensamiento analítico, a la abstracción y a la lógica, mientras que el pensamiento del mundo dominado por la comunicación oral se basa en el formulismo, la repetición. Un discurso lineal y no repetitivo, por no hablar de una construcción silogística, presupone la existencia de un médium que permita a la psyche suspender sus reacciones inmediatas; la escritura está particularmente adaptada a tal objetivo, en el sentido que su práctica impone una ralentización con respecto a los tiempos del discurso oral: "la mente se para y se le permite detenerse y reorganizar su proceder natural y redundante." Existen residuos de oralidad en las estructuras del canto gregoriano, en cuyo desarrollo se realizó la transición desde el mundo oral a una cultura de la escritura. Las notaciones neumáticas en campo abierto fijan los eventos sonoros vinculándolos estrechamente a los textos literarios, que constituyen una clase de literatura melódica: el auténtico texto, el que se corresponde con las palabras de la liturgia, suministra la norma para la articulación de la música. En las dos principales hipótesis que la musicología de los últimos decenios ha desarrollado para comprender el paso desde la oralidad a la escritura se refleja la oposición estética entre aquellos que sostienen la primacía del sonido y los que consideran que ese derecho pertenece al símbolo. Si la música de la liturgia deriva de una fórmula improvisada sobre los textos verbales, la propia música era un componente flexible y sujeta a transformación incluso a lo largo de los siglos; cantar equivalía entonces a componer en tiempo real y la adopción de la escritura respondía a la exigencia de suplir con indicaciones útiles para la interpretación. Si bien la función de los cantores era el de reproducir de memoria una estructura musical preexistente y normativa y presupone un concepto de texto musical que debía existir de forma implícita incluso antes del nacimiento de las primeras notaciones; desde este punto de vista, la escritura se entiende como transcripción de un repertorio que ya estaba ampliamente fijado.

La notación mensural, que comienza a asentarse a partir de la segunda mitad del siglo XIII, comparte con el alfabeto griego una característica principal: los signos son concebidos como unidades discretas y autónomas, cuya combinación se constituye una representación del sentido. El proceso de definición de la escritura llega a su fin cuando la segunda dimensión, el tiempo (que en la notación modal dependía del contexto), se fija a través de un sistema doble: la configuración de la nota y los signos de mensuración. Utilizando una imagen de Havelock, Georg von Dadelsen ha definido la notación mensural una "obra de tecnología explosiva", una invención destinada a tener repercusiones considerables sobre la técnica compositiva y sobre el pensamiento musical. Mediante los nuevos procedimientos semiográficos es posible conducir diversas voces a la vez o una contra la otra; nace la idea de un sonido compuesto en sentido vertical, que vive de la simultaneidad de sus componentes parciales. Sólo en este estado maduro de la escritura es posible realizar estructuras contrapuntísticas complejas e imaginar un curso formal proyectado en todas partes. Sobre la base de la escritura moderna existe un proceso de abstracción mediante el cual el curso temporal se reconfigura en la sucesión espacial. La descomposición del sonido en unidades simbólicas discretas y la espacialización del tiempo son las dos condiciones preliminares que la escritura musical comparte con la alfabética:

El sonido es un evento que tiene lugar en el tiempo, y el tiempo avanza inagotable, sin detenerse o dividirse. Domesticamos el tiempo si lo encerramos espacialmente en un calendario o en un reloj, donde lo podemos hacer aparecer dividido en unidades contiguas.

La notación musical funciona igual que el reloj: subdivide el tiempo en unidades equidistantes (el tactus) y lo define mediante caracteres separados por intervalos finitos. La precisión y la repetición en las lecturas son aspectos típicos de los sistemas digitales, que se distinguen de los sistemas analógicos gracias a una sensible reducción de densidad e indeterminación. No obstante, es necesario tener en cuenta que la toma de conciencia de las aplicaciones del sistema notacional es un proceso de larga duración que, paradójicamente, llega a su fin en el momento en que comienza a colapsarse. En los siglos XV y XVI, los únicos capaces de tener una percepción de la enjundia de este cambio pertenecían a una clase superior del mundo musical, los "ars musicae professores"; estos disponían de un vasto horizonte musical, leían los tratados en latín y estaban orientados a la especulación. El pobre control de los signos de mensuración que encontramos en la escritura musical para danza o también, como indica Tinctoris, en compositores de cierto talento pero de un nivel cultural menor, es un testimonio de la lentitud y poca homogeneidad con la que se difundían los procedimientos de la escritura. Incluso la autonomía de la dimensión escrita florece en una vasta gama de fenómenos: el uso simbólico de los colores en la grafía, el empleo de proporciones tomadas de edificios sagrados, la práctica de la geometría y, en general, de codificaciones numéricas, los cánones enigmáticos y los acrósticos. Uno de los ejemplos más famosos de simbolización numérica es el motete a cinco voces Salve regina de Josquin Desprez. El íncipit gregoriano La-Sol-La-Re aparece 24 veces en la quinta voz, alternativamente en Sol y Re, siempre precedido de tres silencios de breve; la suma total de las notas del motivo es de 96, que suman 100 con la añadidura de cuatro notas extrañas. La raíz cuadrada de cien es 10, número que en la simbología religiosa representa a Cristo; una parte significativa de la estructura está pilotada por un sistema numérico, basado en las cifras 12 y 10, a cuyo significado parece referirse la frase "Qui perseveraverit salvus erit?" Criptografías de este tipo no eran raras en aquella época en la cual  el universo era visto como una totalidad en la que cada cosa estaba relacionada con otra y se consideraba el número como el principio recóndito del mundo y del creador. Son actos de escritura por excelencia y, sobre el folio, abren un espacio de lectura distinto y que no implica la realización sonora; pero tienen también otra cara material en el sentido que son instrumentos para llevar a cabo una arquitectura que es directamente responsable del sentido y que se convertirá en sonido. En siglos posteriores, el número seguirá siendo el centro de atención de los compositores: como medio para explicar las relaciones armónicas, como método de control de la articulación formal y para otros fines. Incluso en el siglo XIX (desde Bartók a Maderna) las series numéricas cumplen una función compositiva de gran importancia en el pensamiento especulativo de los compositores; estas series numéricas constituyen un estrato que, codificado en los signos del sonido, será accesible solamente sobre el plano de la lectura.

La historia de la notación musical hasta los albores del lenguaje tonal se puede describir en términos de un surgimiento gradual de la dimensión textual. En el momento en que la partitura, que dispone las voces una sobre otra según su sincronía real y controla el tempo mediante indicaciones específicas, se afirma como la forma más adecuada de representación gráfica de la música, se conforma también un concepto del texto que no es en ningún momento inferior al de la literatura o de las ciencias. Para llegar a este resultado, la notación musical ha tenido que pasar por distintos estados. El parámetro de la altura (lo primero a satisfacer los criterios de diferenciación y distinción que presiden cada sistema notacional) vivió una evolución histórica extraordinariamente lineal: desde las notaciones alfanuméricas, que fijan las estaciones principales de la melodía, hasta las notaciones diastemáticas, que con la introducción de las cinco líneas horizontales establecen un sistema de referencias para las alturas. En el siglo XV, la notación de la duración se desvincula de los modos y cada valor independiente se puede representar de forma separada y según relaciones matemáticas. Con una operación de selección y clasificación se instituye un sistema notacional que tiene validez general y no está limitado a géneros o estilos específicos. Este es también el momento en que la interpretación se escinde de la composición. En realidad, no se puede decir que se ha completado la escisión hasta que, incluso más allá del procedimiento habitual del bajo continuo, la notación contemple siempre las dimensiones abiertas, de los "puntos de indeterminación", que son la premisa necesaria para la dialéctica vital entre signo y sonido. La cristalización de la obra como "objeto sonoro", respecto a la cual la interpretación asume las características de una reproducción mecánica, es una utopía que en el siglo XX ha alimentado la imaginación creativa de los compositores (desde Stravinski hasta Boulez), pero que ha tenido escasas repercusiones sobre la interpretación.

Los conceptos de texto, obra y autor están estrechamente vinculados a la estética moderna. En la Edad Media no existía identificación entre obra y autor: la indicación del nombre del copista en el manuscrito se consideraba una información mucho más importante que la mención de la persona que había concebido la música. Composición era un término técnico con el que se desginaba el acto de escribir la música, independientemente de la calidad artística del producto; de modo análogo, el término compositor como indicación de profesión aparece por primera vez en un contrato de 1497, con el que Heinrich Isaac toma servicio en la corte de Maximiliano I. La afirmación de la figura social del compositor está estrechamente asociada a la autoreflexión que se manifiesta en dos dimensiones típicas de la escritura: en el razonamiento teórico y en el proceso compositivo. La conciencia de autoría es inseparable de la existencia de un texto que, valiéndose de una escritura codificada, se considera como el lugar privilegiado en el que el compositor puede depositar su propia voluntad. Componer asume las características de un trabajo que no es distinto de otros (un trabajo que recorre nociones e instrumentos peculiares, comporta una determinada proyección y concluye en el momento en el que el autor considera que el producto ha acabado como se había propuesto.) No es casual que las primeras fuentes sobre procedimientos compositivos aparezcan durante el Renacimiento. Son instantáneas de un momento histórico en el que los procedimientos de escritura se insertan en un territorio todavía dominado por la oralidad. Documentos de teóricos y compositores coinciden en que las primeras ideas de una composición se formulaban inicialmente en la mente para finalmente reunirse en esbozos más extensos. Podemos identificar otro residuo de la oralidad en el hecho de que los compositores no sentían la necesidad de alinear las voces para asegurarse del control de la dimensión vertical; este control también tenía lugar  en la mente o a través de una lectura transversal. Al encolumnamiento de las voces y la aparición de las líneas de compás se llegará por un proceso más lento; su transcurso fue paralelo a la mayor complejidad de las relaciones armónicas y al rechazo de procedimientos como la scala decemlinealis. (La scala decemlinealis, de forma resumida, sería poner todas las escalas hexacordales en un mismo pautado de 10 líneas -de manera teórica- para ver todos los hexacordos -natural, del bemol y del becuadro- al mismo tiempo y poder jugar con las mutanzas. Para más información podéis leer este libro de Jesse A. Owens)

La que se considera generalmente como el segundo estadio de la historia de la escritura, la invención de la imprenta de caracteres móviles, no parece constituir una cesura neta en la historia de la música. La maduración de la notación moderna coincide con la difusión de la técnica de Guttenberg; por lo tanto resulta difícil establecer con precisión correspondencias entre el cambio del pensamiento compositivo y los horizontes abiertos por la imprenta. El gradual abandono de los intereses matemáticos, que se encontraban en la base de la musica mensurabilis, y la orientación hacia los ideales humanistas de la retórica se pueden explicar adecuadamente a partir de la evolución del pensamiento científico y filosófico. A pesar de la rápida expansión de la imprenta musical en Venecia, París, Núremberg y Amberes en los siglos XVI y XVII, el manuscrito sigue utilizándose como medio de difusión de la música, incluso en ciertos sectores tiene cuantitativamente una mayor presencia que los productos impresos. La historia de la imprenta musical tiene un desarrollo en muchos sentidos independiente con respecto a la imprenta de libros: desde la época de Bach hasta la mitad del siglo XVIII, el procedimiento del grabado está mucho más difundido que la impresión con caracteres móviles.

Hay que indicar también un proceso que, si bien tuvo orígenes remotos, adquirió una notable importancia con el incremento de la imprenta musical: el asentamiento de la conciencia de autor. La primera publicación impresa de música polifónica es Harmonice musices adhecaton A, realizada en la imprenta de Ottaviano Petrucci en Venecia en 1501; su contenido (un compendio de 96 piezas de distintos géneros y autores) revela la supervivencia de elementos de la tradición manuscrita. La primera colección de música impresa procedente de un único autor es la Misse Josquin (Petrucci, 1502); la primera composición impresa como un único texto y con el nombre del autor es probablemente Musica de meser Bernardo pisano sopra le Canzone del petrarcha, con la que Petrucci inauguró el formato de libro por voces también en el repertorio profano. En los años 30, los editores Ottaviano Scotto y Andrea Antico imprimieron varios volúmenes de madrigales de Verdelot; sin embargo, en muchas de estas ediciones se incluyen también piezas de compositores que no se mencionan en el prólogo, de tal modo que la indicación del compositor parece estar sujeta más bien a cuestiones comerciales y no a una auténtica autoría. El episodio más significativo para la formación del concepto de autor, ligado por otra parte con el nacimiento de un nuevo género, es el proyecto del editor Antonio Gardano de publicar una edición completa de los madrigales de Arcadelt, cuyo primer volumen fue impreso en 1538 o 1539. En el transcurso del siglo XVI, se multiplican los indicios del hecho que el conocimiento del rol y de las expectativas profesionales del compositor estaba en alza. Entre 1532 y 1535, Carpentras financió y se encargó personalmente de la publicación, junto con el editor Jean de Channey de Aviñón, de cuatro volúmenes con el objetivo de hacer un compendio de sus propias obras religiosas; el compositor procede a la revisión de obras ya escritas y a la composición de algunas nuevas. Francesco Corteccia tomó parte activa en las correcciones de sus propios madrigales, que fueron impresos por Scotto y Gardano en los años 40; en la dedicatoria al duque Cosimo I de Medici, puesta en el Libro secondo (Gardano, 1547), el compositor expresa la necesidad de presentar su propia música de una forma cuidadosa y sin errores. En el 1571, Carlos IX le concede el privilegio de los derechos de sus obras a Orlando di Lasso y de la posibilidad de elegir a su impresor. En una carta a Rodolfo II de 1580, con la que el compositor le pide la extensión del privilegio a los territorios imperiales, se indican como motivos de la petición el favor del público y el mantenimiento de la propia reputación; las primeras ediciones están, por lo general, bien cuidadas, pero en las reimpresiones, Lasso encontró semejantes errores que le fue incapaz de reconocer las obras; lamenta que, mientras los intereses de los editores están protegidos de la piratería, no lo está el trabajo del compositor.

En el primer decenio del siglo XVII, se imprimieron numerosas colecciones de piezas para canto y acompañamiento instrumental que constituyen los primeros testimonios de la monodia. A menudo los compositores (Giulio Caccini, Jacopo Peri, Francesco Rasi y otros) eran también intérpretes o trabajaban en estrecho contacto con los solistas más famosos. La relación entre música e interpretación y entre compositor y "lector" se articula en los prefacios o en las dedicatorias, que a menudo hacen referencia a la dificultad de interpretar de la forma más adecuada el afecto de la composición. El cambio del horizonte estético determina un movimiento de acento en la escritura, cuyo elemento fundamental no es el simbólico sino el descriptivo. La partitura asume las características de un documento histórico que reproduce una interpretación real; esta última se ve como depositaria del sentido musical y la notación intenta acercarse a ellos lo máximo posible. Para hacer inteligible y comunicar el nuevo tipo de expresión, que se fundamenta sobre la interpretación dramática de los textos poéticos, se necesitan nuevos signos. También aquí se puede hacer constar cómo la historia del sistema notacional continúa al mismo ritmo.


La introducción de una ligadura que se distingue de la ligadura de unión es ejemplar y se podría definir como "de expresión"; el arco se superpone sobre dos sílabas e indica una transición gradual entre dos alturas a menudo a distancia de semitono. Es ejemplar también porque este signo (cuyos antecedentes los encontramos en Jacopo Peri con el signo "+", que indicaba una subida de un cuarto de tono) se ha adoptado en un período y en un repertorio particulares para ser abandonado después de que las premisas estéticas cambiasen. En la descripción que dio Ottaviano Durante se deduce el eslabón con la teoría musical y precisamente con las disputas sobre la división del semitono.

Hacia finales del siglo XIX las tecnologías de la palabra entran en una fase histórica nueva, ahora en plena evolución; el factor desencadenante es la fabricación de aparatos basados en circuitos eléctricos cuyo objetivo es el de almacenar y transmitir el sonido. Lo que tienen en común el teléfono, el gramófono, el cine, la radio, el magnetófono, la televisión y el ordenador no es solamente la capacidad de desvincular la palabra del soporte físico. Estos medios de grabación y comunicación del pensamiento poseen una estructura radicalmente distinta de sus predecesores, la escritura y la imprenta; se podría decir que estos personifican, de distinta forma, la propia apertura de los sistemas neuronales. Las ciencias exactas, la lógica formal los códices jurídicos, la literatura y otras formas expresivas del hombre occidental se caracterizan (según McLuhan, Haelock y Ong) por un hermetismo propio del mundo de la escritura. Entre las técnicas que sirven para fijar el pensamiento y la forma que tiene de articularse existe una relación de complementariedad o reciprocidad. En la era electrónica se accede a un espacio distinto:

Hoy, según parece, vivimos en una cultura o culturas orientadas fuertemente hacia la apertura y en particular hacia modelos de representación conceptual abiertas. Esta apertura puede estar relacionada con el nuevo tipo de oralidad que se ha manifestado, la oralidad secundaria de nuestra era electrónica, que se opone a la oralidad primaria, anterior a la escritura. Este nuevo tipo de oralidad, la oralidad secundaria, posee una apertura propia, pero está subordinada a la escritura y a la imprenta.

En el campo musical, la manifestación más evidente de tal desarrollo es la composición con instrumentos electrónicos, que se comenzó a practicar cuando los compositores tuvieron acceso a los laboratorios para el estudio de los elementos fonéticos y, en general, del sonido, que se instituyeron cerca de las estaciones radiofónicas y las universidades después de la segunda guerra mundial, a menudo reutilizando aparatos inventados para fines bélicos. Los instrumentos electrónicos permiten al compositor escribir directamente el sonido, en lugar de pre-escribirlo sobre el soporte papel; la partitura, punto de llegada de un proceso secular de perfeccionamiento del sistema notacional y lugar en el que se actualiza el carácter textual de la música, pierde de improviso su necesidad y con ella se vuelve superflua la mediación entre el signo y el sonido: el intérprete.

La música electrónica prescinde del uso de la partitura, pero no se puede afirmar con certeza que esto implique renunciar a la función de la escritura. Un síntoma de su permanencia es la tendencia de algunos compositores (Stockhausen, Evangelisti, Berio, Koenig) de crear a posteriori una partitura rudimentaria e imprecisa. Esta elección puede depender de exigencias que son disparatadas, pero están todas ligadas a la persistencia del paradigma de la escritura: hacer explícita la modalidad de la interpretación, disponer de una representación gráfica, asegurar la vida póstuma de las obras más allá de la corrupción de la transmisión oral. No nos tenemos que olvidar de la importante coincidencia histórica entre los progresos de la tecnología y los cambios de las técnicas compositivas: la composición electrónica crece en el mismo humus en el que la técnica serial se extiende a distintas dimensiones del sonido (duración, intensidad, etc.) y de la composición (registro, tempos, densidad, etc.); se puede hacer constar una alimentación recíproca entre las posibilidades de análisis y síntesis del sonido ofrecidas por los nuevos aparatos y un pensamiento musical cuyo objetivo primario es la composición del sonido en sus distintas variantes. Otra huella de la continuidad entre la "oralidad secundaria" de la música electrónica y la galaxia de la escritura del pasado es el hecho de que los procedimientos compositivos que llevan a la organización definitiva de una pieza electrónica se realizan (a pesar de los momentos de experimentación e improvisación con las máquinas) sobre el mismo soporte (el papel) y con los mismos métodos que caracterizaban el acto creativo de la época tonal y post-tonal. Este conjunto de circunstancias deja suponer que en música se produzca el mismo fenómeno de subordinación parcial a la escritura y a la impresión que Ong observa en los campos de la epistemología y de la comunicación: el carácter textual de la música, que se había asentado a través de un largo proceso de refinamiento de las notaciones y con un desarrollo gradual de la conciencia de autor, no se ha visto perjudicado por el cambio tecnológico. La electrónica nos lleva a otra cosa, pero no sustituye los logros del pasado.

El instrumento tecnológico, por su constitución y sus leyes naturales, prefigura un pensamiento abierto e interactivo. Su adopción impone una reflexión sobre las funciones de la escritura, que se manifiesta en bocetos de nuevas semiografías y en discusiones sobre los objetivos y las funciones de la partitura: "(...) entre la música electrónica, por una parte, y la música gráfica, por otra, se llega a una perfecta convivencia de dos formas distintas de "textualidad", una de ellas sólo sirve para dejarse ver (imaginar el proceso sonoro) y la otra solo sirve para escuchar (la esencia del proceso sonoro)." El hecho de que los instrumentos electrónicos ofrezcan la posibilidad de actuar sobre campos sonoros no temperados repercute sobre la notación de los instrumentos tradicionales; los compositores proponen nuevos signos para diseñar alturas variables, transformaciones tímbricas, ruidos secundarios y ritmos flexibles. En su adaptación al nuevo paisaje sonoro, el sistema notacional pierde algunas propiedades fundamentales: los caracteres dejan de ser ambiguos. A partir del Concert for piano and orchestra de Cage, se multiplican los casos de partituras precedidas por una serie de instrucciones en las que el compositor explica el significado de los signos. Hacia finales del siglo XX resulta muy difícil hacer una recopilación de los signos de la historia de la notación en un único documento; el proceso histórico se fragmentó en innumerables caminos paralelos y cada obra parece, al menos esa es la tendencia, exigir un determinado tipo de notación. La imagen gráfica de las composiciones de Ferneyhough, Grisey, Lachenmann y Sciarrino son muy distintivas, son un componente de su propio estilo. Aquello que se pierde sobre el plano de la diferenciación semántica y sintáctica, se recupera con la interacción con el intérprete. A menudo la partitura  se ha definido como lugar de diálogo entre el compositor y el intérprete; ahora esta imagen metafórica asume un contorno real. En la mayoría de los casos, tal diálogo se escinde en dos momentos: determinado intérprete pone a disposición del compositor su repertorio de sonidos, a partir del cual el compositor dibuja hasta dar fin al proyecto, ideando nuevos signos; una vez que el proceso compositivo ha llegado a su fin y la partitura está finalizada, otro intérprete se ve obligado a interactuar con una serie de signos que le impone un progresivo reajuste de su técnica para satisfacer del modo más apropiado las intenciones de la obra. Tal sistema de interacciones no sería posible si el pensamiento compositivo no se hubiera vuelto gradualmente al aspecto físico del sonido; este cambio de perspectiva del pensamiento musical es impensable antes de la era electrónica.

La música electroacústica representa el momento crucial en el que los efectos de la electrónica se vuelven tangibles en la esfera compositiva: el instrumento electrónico entra concretamente en el proceso de definición de las estructuras sonoras o, incluso más directamente, como generador del sonido. Existe, sin embargo, otra cara de la problemática que impone anticipar la influencia de los nuevos medios. La reproducción, que se anuncia con los nuevos inventos como el gramófono y la radio, marca profundamente la forma de escuchar música. Por ejemplo, tiene un considerable impacto sobre el hábito de la interpretación, en el sentido que permiten disponer de una gran cantidad de material que documentan la situación interpretativa. Hoy en día la difusión y la recepción de la música parecen renunciar a la dimensión de la escritura: no son pocos los apasionados de la música sinfónica que afirman, sin ninguna vergüenza, "conocer" la Novena de Beethoven sin haber visto la partitura o sin haberla escuchado siquiera en concierto; tal "conocimiento" es de tipo electroacústico. La cuestión que aquí interesa es si este desarrollo de la tecnología y de la comunicación sonora ha contribuido a reestructurar también la lógica musical. Tal vez en este ámbito, la mejor perspectiva que podemos afrontar es la del oyente: entre los factores destacables del proceso auditivo en la época electrónica tenemos la repetición y la interrupción. Escuchando un disco, el oyente interactúa con el sonido de la misma forma que el amante lee una partitura al piano; llegado al final de un dúo de ópera o del movimiento de una sonata, puede repetirlo para disfrutar de  momentos concretos o entender mejor algunos detalles; puede también interrumpir la audición cuando desee para retomarlo en otra ocasión. El nuevo elemento es que el oyente interactúa no con la partitura, sino con una interpretación real o histórica. Asume el papel de un actor de la escena musical que puede intervenir sobre la organización temporal del sonido como si fuera un compositor. Si se trata de un experto, está en condiciones de realizar un análisis directamente del sonido grabado que sería de dominio de la lectura. Con estas perspectivas, la convicción de Ong de que la llegada de la electrónica implica el surgir de una "oralidad secundaria" no solamente se corrobora sino que adquiere características absolutamente peculiares.

Los primeros decenios de la era electrónica se corresponden con la fase de relajamiento de la música tonal y de la apertura de las estructuras formales. El abandono de la concepción "orgánica" de la forma musical es un proceso histórico en el que se vieron implicados compositores de diversos estilos como Debussy, Schönberg, Scriabin, Stravinski y Bartók. Si bien, en el campo musical, al igual que ocurre en el campo de la comunicación lingüística, la "oralidad secundaria" no significa una vuelta a procedimientos de las culturas orales, es innegable que con la forma "orgánica" se relajan también la lógica analítico-formal que implicaba el látigo de la música tonal. Repetición, interrupción, interpolación y montaje no son solo procedimientos cuyo lugar de origen es el cine (un género artístico que por cierto debe sus orígenes a las tecnologías electrónicas), pero se oponen a la lógica direccional y elaborativa de la composición temática. Al igual que ocurre en el campo cinematográfico, el tiempo musical queda relegado a un segundo plano: el compositor crea y hace convivir formas temporales que desafían a la linealidad. Esta transformación radical del concepto de tiempo (que comparte elementos con el de la forma) representa un ruptura de la continuidad histórica con respecto a la cual el abandono de las funciones tonales y de la elaboración motívico-temática aparecen como aspectos secundarios o fenómenos concomitantes. Es el núcleo teórico entorno al cual gravita gran parte el pensamiento musical del siglo XX hasta nuestros días. Salvatore Sciarrino ha puesto en evidencia cómo la "multiplicidad del punto de vista" y la "discontinuidad de la dimensión temporal", que los compositores han empezado a contemplar durante la disgregación del sistema tonal, han conducido a la idea de una "forma de ventana". Los sistemas informáticos han llevado a la esfera del hombre la experiencia de la relación espacio-tiempo: sobre la pantalla se pueden seguir procesos temporales cuya globalidad se puede visualizar a través de una ventana; entra en juego un tercer tiempo: el tiempo que el observador utiliza para establecer las debidas relaciones entre los dos ámbitos espaciales.

La evolución del pensamiento musical de occidente está en un diálogo constante con los progresos de la escritura. Por un lado, el creciente conocimiento de las relaciones sonoras impone la relación de nuevos signos; por otro lado, el refinamiento de la labor gráfica determina una emancipación gradual de los ojos con respecto a los oídos. Al igual que la práctica de la escritura y de la lectura en el lenguaje favorecen una actitud analítica, destacada y lógica, la invención de la escritura musical introduce la idea de la composición como una planificación de la estructura y, en definitiva, del propio sonido. De este modo, la escritura es una premisa para que se constituyan los conceptos de tradición y de historia de la música. El diálogo imaginario entre las generaciones, cuyas obras del pasado comunican al músico de una época anterior procedimientos técnicos y contenidos humanos que de otra forma no son accesibles, es posible gracias a un texto que ha sido fijado por escrito y heredado a través de los siglos. Tal diálogo implica la lectura y la introspección del texto. No obstante, la notación se ha ido desarrollando hacia formas cada vez más precisas de representación del sonido, el texto de la música permanece, sin embargo, caracterizado por un irreductible grado de ambigüedad que hace que la interpretación (en el doble sentido musical de realización acústica y comprensión estética) se convierta en un problema. En este sentido, el devenir en sonido la música puede considerarse parte de la problemática de la escritura. Esta relación entre la dimensión escrita y la sonora (uno de los paradigmas de la modernidad musical) tiene un cambio sustancial solamente con la progresiva disolución de las instancias de la modernidad en el curso del siglo XX. Con la aplicación a diversos niveles de los sistemas electrónicos se ha abierto el paso a la idea de una fijación del pensamiento musical que prescinda de la escritura y también de la posibilidad de otro tipo de música y tradición. La cuestión de si esto implica despedirse de la dimensión escrita o simplemente de su redefinición permanece, de momento, sin respuesta.


No hay comentarios:

Publicar un comentario