Diez meses después de que ella se marchara (le
contaba Reese a sus colegas), recibió esa carta. «Me he cambiado el nombre,
ahora me llamo Ida». Su caligrafía sobrepasaba los límites del entendimiento
humano. «Durante una temporada he sido Louise, he sido T. Mama y, en Cisco, he
sido Velva.». Ahora estaba en total Armonía, era una Mujer Nueva, había dejado
a un lado la Mediocridad y lo Ordinario por el Resplandor de la Perfección (las
mayúsculas eran de ella). «He presenciado la Desesperación y la he catado», es
lo que escribió ella. «También el Mal Humor. Además, gracias a mi nuevo chico,
mi espíritu se ha elevado. Se llama Chuck, pero yo lo llamo King Daddy por su
sonrisa y sus enormes músculos.».
Reese sintió que le clavaban un puñal de hierro
en el corazón.
–Mierda –protestó–. ¿Por qué justo ahora?
Cuando la conoció, era Billy Jean La Took, una
chica complicada, con una piel tan suave que era imposible describir, alocada,
salvaje y sin mayores aspiraciones en la vida, con un cuerpazo que quitaba el
hipo.
–Me tiene loquito –le decía a sus colegas junto
al pozo petrolero–, o sea, cuando se pone a besarme el cuello, pierdo la noción
del tiempo. Es como morirse, sólo que me encanta.
Y después se largó.
–Todavía no me lo puedo creer –dijo,
tambaleándose mientras se dirigía a su caravana, al tiempo que pronunciaba su
nombre. Se había llevado todas sus cosas con ella: el cepillo de dientes, su
ropa…, incluso un par de plantas con una textura similar a la de la de carne
humana, horrendas y espantosas, y que parecían traídas de Marte.
–Era como despertarse dentro de una tumba –le
confió a sus colegas al día siguiente–. Tendríais que haberme visto gritar. Era
un espectáculo de lo más humillante, eso es lo que era. No había día que no me
llevase un susto.
El fin de semana pasó antes de que él encontrase
la nota. Estaba en la nevera, pero todavía no había empezado a comer,
simplemente estaba ahí sentado en ese oscuro salón, escuchando cómo las ligeras
brisas arenosas rozaban la caravana y el polvo revoloteaba sin piedad, al
tiempo que pensaba en duendecillos, en el hombre del saco, en todas aquellas
horribles y tristes historias de hechos horrorosos. La televisión tampoco era
de gran ayuda.
–Me echaré un trago –dijo; una forma de ahogar
las penas que no iba a tardar en padecer.
La nota estaba apoyada contra un paquete de seis
cervezas de la marca Buckhorn: «Reese, cariño –podía leerse en la nota–, siento
haberme esfumado de esta manera tan canallesca, de verdad. Para cuando leas
esto, ya me habré ido, habré desaparecido, como quien dice. Si me buscas,
estaré en Goree. En Olney, quizá. Tenía que huir a Texas. No puedo desperdiciar
mi talento, tengo sed de gloria. Nunca me has visto bailar. Además, he madurado
bastante.»
Leyó la carta hasta el final a sus colegas.
Respiraba un aura deprimente dirigida a un hombre estrecho de miras, insulso,
timorato, holgazán y de mala muerte. Decía algo de la Fe y de las Tareas
Compartidas y, cambiando con una facilidad vertiginosa de lo Difícil a lo
Horrible, empezó a hablar con total franqueza de la Ciencia y de la Vida
Moderna; el último párrafo era una maraña hiriente de pequeñas verdades. Reese
estaba anodadado.
«Ya te escribiré en otro momento», esto estaba
escrito deprisa y corriendo, «cuando regrese al mundo. De momento, piensa en mí
como si fuera un grato recuerdo y algo agradable que conociste. Adiós.».
Le habían partido el corazón a Reese y la
cogorza que se cogió aquella noche era, más bien, propia de un hombre del Medievo.
Se encontraba inmerso en sus pensamientos, también sentía compasión y lástima
por sí mismo, y sentía que tenía el corazón en un puño.
–No me queda consuelo en este mundo –chilló–.
¡Estáis ante un hombre que sufre!
Se recorrió todos los bares de Iota –El Corral,
Miss Lilly’s Silver Slipper, E’s Joint, etc.–, pasando de uno a otro gritando
que le habían dejado y que qué iba a ser de él, con sus ojos bañados en
lágrimas, reflejando su dolor y su aflicción, y la cola de su camisa agitándose
de un lado a otro a sus espaldas.
–¡Que alguien me pegue un tiro! –gritó–. ¡No
quiero seguir viviendo en este asqueroso mundo!
Nadie le hizo el favor, por supuesto, hasta que
aterrizó en el kilómetro 39, a las afueras de Tatum. Pálido y en las últimas,
empapado en un sudor nauseabundo, estaba completamente borracho y, mientras
tanto, el mundo giraba inquieto, desagradable y sin un punto de apoyo.
–Está usted ante un hombre[1] enclenque y lleno
de dolor –le dijo al camarero–. Póngame una cerveza negra y una caña. Luego
déjeme un hacha para que pueda cortarle la nariz.
El tipo guardaba bajo la barra un bate de
béisbol «Louisville Slugger», como el que usaba Al Kaline, para casos difíciles
como el de Reese.
–Conozco a tu mujer –declaró Reese, dirigiendo
su atención a un par de vaqueros bien plantados que jugaban en la mesa de
billar–. Es un perrito faldero. Conozco a los tipejos que le comen el coño.
Tengo unos amigos que… –. Dando un golpe sobre la barra con su mano,
manteniendo el equilibrio contra un taburete, estaba a punto de soltar un «¡Lo
sé absolutamente todo!» con respecto a las magníficas y hediondas ideas de
Traición y Pecado cuando uno de los tipejos le pegó un puñetazo. Reese cayó al
suelo con una sonrisa y temblando.
–Voy a dejar de lado los problemas –le dijo a
sus colegas en el trabajo al día siguiente; un chichón del tamaño de un tomate
asomaba tras su oreja–. Voy a ser más sensato y trabajador. Voy a abrirme las
puertas a un futuro más prometedor.
Lo primero que hizo fue arreglar el aire
acondicionado, se compró nuevos muebles, quitó la alfombra (de color dorado y
con la textura similar a la del pelo de un gato), y se hizo con una cama de
agua cómoda y calentita.
–Confío en que así pueda dormir a pierna suelta
y como un bebé –dijo. Empezó a dar clases de guitarra–. La música calma los
dolores del alma –le dijo a sus colegas. Aprendía con rapidez nuevas melodías.
–You don't miss your water –canturreaba
recordando una canción de William Bell–, till your well runs dry.
En el Junior College, se empeñó en asistir a
clases privadas de esa disciplina iracunda y malsana que es el kung fu, y
empezó a practicar esas posturas paranoicas de ese antiguo arte, combinadas con
movimientos de la tripa y de los dedos de los pies, extraños y de origen
desconocido, y palabras secas propias de la disciplina.
–¡Chop-chop! –se le escuchaba aullar, con el
rostro fruncido y tembloroso, mientras concentraba pacientemente su objetivo
sobre una tabla de madera–. ¡Mal y Error!
Y partía
la tabla en dos como si renunciase a su lado terrenal; su cara parecía estar
diciendo: «Escuchadme todos, he conseguido domar mis pasiones y he alcanzado la
promesa de una nueva vida; me han abandonado sin motivo; tengo veintiocho años,
mis padres son unos vulgares mortales y trabajo por dinero en la industria
petrolera; amigos míos, os encontráis ante un hombre despechado y confuso».
No tardó en salir de nuevo con mujeres.
La primera de ellas se presentó en su casa con
un vestido excéntrico y de aire flamenco; su rostro luminoso y angelical le
derretiría a cualquiera el corazón. Se llamaba Tucker. Tarvez Tucker.
–Reese –dijo–, soy una persona madura, mi signo
es Leo y, por lo tanto, no hay manera de engañarme. Los lloriqueos no funcionan
conmigo.
–Ni conmigo –respondió él–. Me gustan los
regalos e ir cogidos de la mano.
–Me parece que te voy a gustar –dijo ella–. Por
dentro también soy irresistible.
Fueron a un Rocket Drive In y, sentados en el
asiento de atrás del Ford Fairlane de Tarvez, empezaron a enrollarse.
–Háblame, cielo –gemía ella–. ¡Dime que soy
maravillosa!
Se habían convertido en una maraña atlética de
orejas, caderas y cuellos. El encuentro amoroso fue como los de hoy en día:
alocado y discreto como una cadena de oro.
–Eres increíble –dijo Reese con decisión,
lanzándose a por su cuello–. Me recuerdas a una perla.
Tarvez se había agachado sobre el estómago de
Reese; su cara, inmaculada y única como el firmamento, le quitaba a uno el
aliento.
–¿Tienes algo para colocarte? –dijo Tarvez–. Me
gusta meterme cuando beso.
La siguiente fue Dorene, una estudiante de
tecnología de la universidad de Texas que había venido a la ciudad por el
verano. Su rostro era la viva imagen del idealismo, le gustaba hablar de
Aventura y de la Ruina; a Reese se le salía el corazón del pecho con
ella.
–Defiendo valores como el Bien –declaró Reese– y
el Aire Libre y la Amistad. No me conquistarás siendo mala persona.
–Mierda –dijo Dorene.
Al día siguiente, Reese recibió una carta que
decía que Billy Jean La Took había regresado al mundo.
–Dios mío –gritó a los cuatro vientos. Estuvo
dando vueltas en la cama, revolviéndose entre las sábanas; sus sueños, lúgubres
y deprimentes, se convirtieron en un festival de lamentos y tristezas. Se
levantó un rato, famélico y sin afeitar, para ver la televisión, pero la
temática de los programas de ese día le resultaban demasiado familiares: Miedo
y Decepción. Todo el mundo –ya fuera una vieja arpía, una chica coqueta, una
dependienta de la tienda o un rica patrocinadora– le recordaba a Billy Jean La
Took. En unas ocasiones, le venía a la mente su cuello largo, perfecto y
sabroso; en otras, sus relucientes piernas. Algunas veces era alguna parte de
su cuerpo –alguno de sus poros o alguna trenza de su pelo–; otras, alguno de
sus gestos o alguna palabra de comprensión. La veía en las guapas y en las feas
también. La ignorante, la pobre, la intransigente, la deportista, la
sedentaria, la inocente... Era todas ellas. Era el amor pisoteado, la
expectación, la recompensa y la satisfacción.
Agitado y sudando de fiebre, se pasó todo el
domingo rebuscando en la caravana, al acecho de cualquier cosa –una horquilla,
alguna chancla– que pudiera haberse olvidado llevar con ella. Casi podía
olerla: era una mezcla a carne y aspirina, una mezcla a jabón y campo. Bajo el
lavabo del baño, encontró un par de cabellos suyos. Eran tan castaños y
hermosos que le dejaron sin habla, hasta el punto de quedarse petrificado y
temblando frente al espejo, farfullando y sin ser capaz de articular ni una sola
palabra más que unos jadeantes «Oh, oh, oh». En uno de los cajones, encontró un
pintalabios. Era sombra de ojos y casi le dejó sin aliento.
El lunes, iba camino al trabajo, prácticamente
ajeno al mundo que le rodeaba. Hablar con él era como hablarle a una pared.
–Chicos –empezó a decir–, me estoy dejando
llevar por los recuerdos.
Era capaz de verla sentada frente a él en la
mesa de la cocina, poniéndose laca en sus uñas limadas y bien cuidadas o
leyendo alguna novela romántica. Su rostro, lleno de alegría, adquiría un tono
adusto en cuanto leía sobre sus héroes protagonistas, de conducta indigna, pero
también guapos.
–Reese –solía murmurar–, cuéntame otra vez tus
andanzas de joven, cuéntame tus actos de vandalismo y tus pequeños
delitos.
Y Reese realizaba un viaje por el sendero de su
juventud temeraria: desde los hurtos en las tiendas Woolworth hasta sus
disparos para romper las farolas de las calles. Lo tocó todo: adolescencia,
madurez, sus logros menores...
–Háblame también –continuó diciendo ella– sobre
los castigos que te imponía tu padre y las broncas de tu madre.
Entonces una idea le vino a la cabeza.
–Iré a verla –dijo. Sacó la carta y miró la
dirección: Deming, Nuevo México.
Aquella noche se sumió en un profundo sueño. Era
una bonita y sencilla imagen la suya: tendido, inmóvil y roncando, con sus
largos dedos clavados sobre su testarudo corazón, su rostro lleno de vida y
congelado en un sano regocijo, como si hubiese sido tocado, bien por accidente
o bien porque estaba destinado a ello, por una belleza salvaje y malvada.
Antes del amanecer, se lanzó a la carretera,
salió corriendo para recorrer esos 322 kilómetros que hay entre un sitio y otro
con una expresión de alegría abandonada. Se puso a cantar «Come back and try me
again, Mama!», cantando todas las notas menos las más agudas y las que había
que cantar en falsete; marcaba el ritmo en el volante –de color naranja,
ondulado y majestuoso–, con el desierto iluminado por el sol al fondo y
hablándole del Triunfo y la Virtud. Podía decirse que la Adversidad, la
Curiosidad y la Confusión habían desaparecido y que se estaba bañando en el
reino de lo Espléndido y la Alegría; llevaba puesto su sombrero de tres dólares
apretujado alrededor de su cabeza y con los ojos llenos de energía y
comprensión.
–Estoy contento y elevado por el conocimiento
–le dijo al tipo que estaba llenándole el depósito en el área de descanso cerca
de Mescalero. El tipo estaba abatido –taciturno, pensativo y con aire trágico–,
la imagen perfecta del fracaso.
–Me llamo Meat –dijo–. Yo hace mucho tiempo que
tiré la toalla. Ahora estoy interesado en el mesticismo.
–Arriba ese ánimo, hombre –le dijo Reese–. No
bajes la guardia ni pierdas la paciencia. Créeme, conseguirás lo que necesitas.
Una vez que hubo salido de Alamogordo, Reese
cogió dos paquetes de seis cervezas y, ciento treinta kilómetros más adelante,
embriagado por el espíritu del alcohol, con los ojos desorbitados y totalmente
derrotado, entabló una hosca conversación consigo mismo. De repente aparecieron
la agitación, las dudas y la amenaza del fracaso.
–¡Cielo santo! –se dijo para sus adentros–. No
me vengas con discursitos y arengas–. Se había aferrado a un pensamiento, había
esperado a un instante de frenesí–. Me quiere, estoy seguro.
Se puso a cantar el wang-wang blues y,
conduciendo a trompicones ferozmente por la carretera, se enfrentó con la
historia de su vida.
–Billy Jean –gritó–, voy a traerte de vuelta.
Cerca de Las Cruces, con su vehículo dando
trompicones y topetazos, con el motor chirriando, con su cabina convertida en
un horno de polvo, calor y despropósitos, puso en práctica un poco de la
filosofía más básica del «no tiene importancia».
–Hijo –le gritó a un coche de la marca Mercury
con matrícula de Arizona según pasó por delante de él–, ¡nunca tendrían que haber
puesto la idea del amor en la cabeza de un hombre!
Así que, para cuando aterrizó en Deming con su
cara rebosante de esperanza estaba en un estado puro e indecoroso propio de la
soledad, su corazón latía furiosamente, su cerebro lleno de pliegues, estaba
bloqueado y con migrañas.
–Estoy en una cabina telefónica al otro lado de
la calle –dijo– y tengo la sensación de que estás triste y enfadada. Sal de tu
casa.
Ella apareció al momento y Reese se dirigió
valientemente a la acera de Iron Street, con el pulso a cien por hora, y convencido de que, si Billy Jean se había marchado de su lado, había sido para fortalecer su
relación, que lo había hecho porque le había entrado canguelo, que no podría
vivir sin los esmerados cuidados que le procuraba Reese.
–Estás deprimida y no sabes qué hacer con tu
vida –le dijo–. Mira: tus manos están temblando, estás nerviosa. Y celosa.
Vives en la mansión del dolor.
–Estoy mejor que nunca –contestó ella–. Deberías
verme la piel.
Le enseñó la tripa: era una tripa en forma y
esbelta, Reese la recordaba bastante bien y, por un lapso de tiempo, sintió que
perdía totalmente el juicio al verla.
–Te echo de menos –dijo él.
–Estoy en muy buena forma ahora –le respondió–.
También me siento muy bien conmigo misma. Deberías hacer ejercicios de
resistencia. King Daddy me recomienda una serie de trucos y ejercicios diarios.
–Me echas de menos –dijo él–. Puedo verlo. Lo
noto en tu pelo.
Era una estupenda y complicada mata de pelo, era
el resultado de los oportunos cuidados.
–¿Cómo está la caravana?
Reese se inventó una historia y le dijo que la
había vendido a los muertos. Que se la había alquilado, dijo, a los espíritus
harapientos de Hamlet y el Conde de Monte Cristo. Esos tipos también habían
sido masacrados por el amor.
–¿Por qué no vuelves conmigo?
–No puedo –le respondió–. No creo que a King
Daddy le parezca bien. Me rompería los brazos. Además, le quiero.
–¿Podemos darnos un beso?
Le dijo que sí, y Reese se puso a dar bandazos
por la calle, como un auténtico pusilánime, contento de alegría, por un lado;
aterrado, por otro.
–Mi vida sería superguay –dijo–, si no fuera
porque tú no estás en ella.
Hubo un momento de extrema expectación.
–Sin lengua –le advirtió ella–. Y las manos
donde pueda verlas.
No cabe ninguna duda de que ese beso fue para
Reese como un fuego que recorrió todo su cuerpo. Ella permaneció tan fría,
silenciosa e implacable como un glaciar.
–Es el momento de decirnos adiós, Reese.
–Ardo por dentro –gruñó.
–No –dijo ella. Le dio un consejo: No te vengas
abajo. Sé franco. Evita las grasas y la sal. Sé tú mismo en todo momento. Nunca
bebas solo. Mira el lado bueno de las cosas.
–King Daddy me dio esos consejos y ahora estoy
estupenda y muy contenta. Adiós. [2]
Durante todo el trayecto de vuelta a Iota,
siguió dándole vueltas al asunto en su cabeza. Sé guay, se dijo a sí mismo.
Eres una criatura hermosa. Y alto. Tienes un enorme inventario de virtudes y
pocos hábitos deleznables. Eres un trabajador ejemplar, pagas tus impuestos con
puntualidad, y sabes comer con cubiertos. Lo único que te falta es la mujer que
amas. Hacia Las Cruces, se sentía derrotado y con ganas de llorar, su camión
había estado dando bandazos durante todo el trayecto. Se sentía sin fuerzas.
–Vale –se dijo a sí mismo–. Tengo que ser
fuerte. Serán testigos de mi éxito.
No tardó en darse un cambio de imagen: nuevo
corte de pelo, camisas ajustadas y pantalones nuevos.
–Soy un emporio de orgullo –le dijo a sus colegas–.
Ahora leo libros sobre conceptos casi incomprensibles: sobre el espacio y esas
cosas. Estoy aprendiendo a bailar también. Deberíais ver mi nueva forma de
vida.
Volvió a salir con Tarvez Tucker.
–Cosita mía –le dijo a Tarvez–, antes estaba en
la más completa soledad y ahora quiero comerte enterita.
A la noche siguiente, llamó a Dorene, la
estudiante de tecnología de Texas.
–Estás hablando con un hombre completamente
nuevo –dijo–. Asómate por la ventana.
–¿Por qué?
–Llego en cinco minutos. Podrás comprobar por el
brillo de mi cara que es un asunto de negocios.
Pero pronto se sumergió en la más profunda
oscuridad.
Todo le recordaba a Billy Jean La Took. En lugar
de desaparecer o de esfumarse de su cabeza, se hizo cada vez más presente, la
podía saborear con mayor frecuencia, la quería con mayor fervor religioso, su
imagen se hacía más poderosa, más contorneada, más encantadora, más suave, más
sustancial... Billy Jean era su corazón y sus arterias, era la razón que hacía
que Reese aullara henchido de alegría. Era el tiempo de la noche, el atardecer
de los amantes, el soplo de aire fresco y las relajantes corrientes de la
lluvia. Fuese adonde fuese, Reese seguía viéndola: en el Safeway, la veía con
sus pantalones color caqui cubriendo sus nalgas; en el A&W, escuchaba su
voz rota y constante; en las ruedas de su camión, podía ver sus brazos dorados
y frágiles. Y cuando se recostaba sobre su cama de agua, escuchando los sonidos
de la noche, con el pasado cerniéndose sobre él como la espada de Damocles,
segregando un sudor caliente y resbaladizo, a menudo se la imaginaba en el
borde de sus recuerdos, dulce y cariñosa, y sin rival en todo el planeta.
–Dorene –dijo una noche–, no lo aguanto más. Soy
una persona honrada en todos los aspectos. Soy educado y controlo mi carácter.
Pero tú, cariño, no eres más que una cruel decepción para mi corazón.
Pasó otro mes más antes de que le dijera a sus
colegas lo que había planeado.
–Iré a verla una vez más –dijo–. He estado
dándole vueltas todo este tiempo. Sí, es cierto: se ha ido. Pero sigo sin estar
del todo seguro.
Reese no escribió ninguna carta, no la llamó por
teléfono, no hizo nada. Simplemente una mañana le dio un arrebato y,
completamente decidido, arrancó su Chevrolet, subió las ventanas para
concentrarse y pisó el acelerador a fondo con semejante fuerza, que el chasis
no paraba de temblar, mientras el motor, haciendo toda clase de ruidos, lo
llenaba todo de humo.
–¿Se acuerda de mí? –le dijo Reese al tipo de la
gasolinera. Era Meat, el caballero amargado de la otra vez–. Me pasé por aquí
hace unos meses. Hablamos sobre el conocimiento y la sabiduría. Mis
pensamientos eran embriagadores.
Meat frunció el ceño.
–Vale, olvide todas esas gilipolleces –seguía
diciendo Reese–. Se encuentra usted ante un hombre en pésimas condiciones. Si
no fuera porque tengo salud, estaría muerto.
En esta ocasión, Reese no compró cerveza en
Alamogordo, se dio el piro, llevándoselo todo por delante y gritando por la
ventana que su nombre era Reese Joe Newell y las palabras que mejor lo definían
eran duro de mollera, pertinaz, peligroso, colocadísimo, colgado, espasmódico,
despechado y con una pestaña de hermosura. Por no mencionar triste y
bienintencionado.
–Estoy desesperado –le gritó a Fast Eddie Morris,
el pinchadiscos de la radio. Dando bandazos, con los muelles del asiento haciendo «boing»,
dio un golpetazo en el salpicadero, haciendo que varios trozos de plástico
saltasen por los aires; uno de ellos le dio en la mejilla.
–¡Pon música que le diga algo a los que tienen
el corazón partido!
Llegó a Deming completamente enajenado, en un
estado de agitación intensa y sin aliento, como si de un animal maltratado se
tratara.
–Recemos para que todos los semáforos estén en
verde y haya poco tráfico –gimoteó, mientras su pecho bajaba y subía
rápidamente. Dos veces tocó el claxon, atemorizando a los viandantes, antes de
pegar un frenazo delante de la casa de Billy Jean La Took. Era de noche, y se
asomó por la ventana de su casa.
–Dios mío –gruñó, al tiempo que se apoyaba sobre
el marco de la ventana.
Llevaba puesto un camisón deportivo que rebasaba
los límites de la legalidad (tan transparente y adornado que Reese quiso
morirse en ese mismo momento). Fue en ese instante cuando sintió que Billy Jean
se estaba distanciando de él. De por vida. Le produjo un efecto rápido, trascendental
y fugaz.
–¿Quién es esa mujer? –es lo que le apetecía
decir–. ¿Es cierto que me quiso una vez?
–¡Oye! –dijo ella cuando lo vio–, creí que te lo
había dejado claro. Estás loco, Reese.
–He venido hasta aquí para borrarte
definitivamente de mi cabeza –dijo–. Quiero pasar a la siguiente fase de mi
vida.
Ella le dirigió una mirada adusta y sexy.
–Podrías volver luego y hablar con King Daddy,
te podría dar unos consejos a ti también.
–Déjame entrar –dijo Reese–. Quiero ver tu
salón. Y tu cocina también. Piensa que soy un invitado.
–Ya has visto suficiente –. Se había puesto una
bata y en el proceso había dejado ver sus hermosos y bien contorneados muslos.
Apenas podía creerlo. Estaba tan lejos de él como él de sus antepasados los
peces.
–Estoy consternada –seguía diciendo–. Me sacas
de mis casillas, Reese.
–¿Alguna vez me has querido?
–Reese, no eres más que un error, cielo –.
Nerviosa, empezó a dar vueltas por la habitación, ordenando sus objetos
personales (ositos de peluche, adornos de cristal, incluso esas dos horribles
plantas, que no tenía ningún reparo en tocar) y arreglando su cama.
–Sí, en un momento te quise –dijo–, pero ya no.
Ahora, vuelve a casa.
Se vio a sí mismo como debía estar viéndolo
ella: como alguien siniestro y fracasado, como alguien turbio y estúpido.
–Estoy en el mejor momento de mi vida –siguió
diciendo–. Juego a los bolos, me tengo en muy buena estima, a mí y a mis
vecinos, soy generosa y no vivo por encima de mis posibilidades. Mi amor
pertenece a otro, cielo. Y ahora, sal de aquí pitando. King Daddy volverá en
menos que canta un gallo.
–No te olvidaré jamás –dijo Reese, al tiempo que
se alejaba de la ventana.
Durante todo el trayecto de vuelta a Iota, se
encontraba en un estado de tranquilidad absoluta, en completo silencio y sumido
en sus pensamientos, saludando con la mano a los conductores de camiones con
total naturalidad, tarareando una melodía de su propia invención y, cada cinco
kilómetros más o menos, llevándose las manos a la cabeza.
–Nunca sabes por dónde va a salir el amor –le
dijo a Meat–. Para muchos es algo bonito–. Tenía una sonrisa de oreja a oreja que
recordaba a la de un payaso–. Me dijo que me marchara –le contó a sus colegas
al día siguiente–. De ahora en adelante voy a cumplir con una serie de
promesas: pensaré mejor antes de actuar y no dejaré a medio acabar las cosas.
Por supuesto, era mentira, pero sus colegas lo
apoyaron porque era importante para él, como el recuerdo de su primera pelea,
así que salían con él de parranda hasta que un día, pasados tres meses, vio la
luz al final del túnel y dijo:
–Chicos, soy un idiota.