miércoles, 25 de noviembre de 2020

«La tostadora valiente» de Thomas Disch

¿Existen hombres con tan poco corazón
incapaces de decirle a su tostador:
«Amigo mío, en ti veo
un objeto noble, acérrimo y verdadero;
un compañero fogoso y de buen parecer
con un brillo que los años no podrán oscurecer»?
Alabemos por tanto al valiente electrodoméstico
en el que depositamos nuestro valimiento.
Y ofrezcámosle con cada fresca rebanada
estas palabras de amistad y confianza:
«¿Cómo has pasado tu nocturna velada?»
o «ni demasiado hecha ni poco tostada».

LA TOSTADORA VALIENTE
Cuento para dormir para pequeños electrodomésticos

Para cuando el acondicionador de aire llegó a la casa de campo de verano ya respiraba con dificultad y se pasaba el día entero hablando con voz quejumbrosa sobre que ya estaba viejo, que era un inútil y que estaba pasado de moda. Los demás electrodomésticos sentían lástima y mostraban su preocupación por el aparato, pero el día que dejó de funcionar por completo, sintieron también un pronunciado alivio. Durante toda su estancia en la casa, siempre tuvo un comportamiento bastante desagradable.
En la casa de campo quedaban ahora cinco electrodomésticos. La aspiradora –el electrodoméstico con más años y, además, de la marca más seria y fiable (la marca Hoover)– era su jefe, en la medida que estos electrodomésticos podían tener uno. Había también un radiodespertador de plástico, de color blancuzco –y que sólo recibía frecuencias AM; una jovial manta eléctrica de color amarillo; y una lámpara de mesa, traída de una caja de ahorros, que algunas veces elucubraba, a horas intempestivas, si eso le hacía un electrodoméstico mejor o peor que uno normal adquirido en tiendas. Y, por último, estaba la tostadora, una pequeña y brillante Sunbeam. Era el miembro más joven de esta pequeña familia y el único de ellos que había vivido toda su vida en la casa de campo, ya que los otros cuatro electrodomésticos los trajo su dueño de la ciudad hace muchos, muchos años.

La casa de campo era de lo más agradable –muy fría en invierno, eso sí–, pero no era algo que les importara a los electrodomésticos. Se encontraba en el lado más septentrional de un frondoso bosque, a kilómetros de cualquier asentamiento y tan lejos de la autopista más cercana que todo era silencio, fuera de día o de noche, salvo por los ululares y los susurros procedentes del bosque y los ruidos inofensivos de la propia casa de campo: los crujidos de la madera o el tamborilear de la lluvia sobre los cristales de las ventanas. Habían crecido en este ambiente rural y querían con ansia su pequeña casa de campo. Ni siquiera si se les hubiera presentado la oportunidad –que no fue el caso–, no hubiesen querido que los llevasen a la ciudad todos los años el Día del Trabajo, como sucedía con otros electrodomésticos como la licuadora, la televisión o el Water Pik. Eran fieles a su dueño –cualidad innata de los electrodomésticos–, pero el hecho de vivir durante tanto tiempo en el campo les había cambiado de tal forma que la idea de un estilo de vida alternativo apenas rondaba por sus cabezas.
El de la tostadora era un caso aparte. Llegó directamente a la casa de campo procedente de una tienda de venta al por menor, lo que provocaba que tuviera una mayor curiosidad por la vida urbana que los otros cuatro. A menudo, ensimismada, se preguntaba qué tipo de tostadora tendría su dueño en su apartamento en la ciudad y pensaba secretamente que, cualquiera que fuera la marca de esa otra tostadora, no era capaz de hacer tostadas tan perfectas como las suyas. Ni muy tostadas, ni poco tostadas, ¡siempre en su punto exacto y con un crujiente color dorado! Por supuesto, no manifestaba estos pensamientos en voz alta y tampoco los decía delante de los demás, ya que cada uno había vivido momentos de celos malsanos en lo que se refería a su utilidad. La vieja Hoover podía llegar a divagar durante horas sobre los nuevos modelos de aspiradoras con sus chasis planos, sus manguitos flexibles y sus bolsas desechables. La radio se lamentaba de que no pudiera recibir frecuencias moduladas. La manta tenía la sensación de que necesitaba una limpieza en seco y la lámpara no podía mirar una bombilla normal de cien vatios sin sufrir un ataque de envidia.
Pero la tostadora se tenía en muy buena consideración, gracias al cielo. Y aunque sabía perfectamente por las revistas que había tostadoras que eran capaces de tostar cuatro rebanadas al mismo tiempo, suponía que su dueño, que vivía solo y parecía tener pocos amigos, no habría querido una tostadora de semejantes dimensiones. En lo que a tostadas se refiere, lo que importa es la calidad, no la cantidad. Ese era el credo de la tostadora.

Uno podría pensar que el hecho de vivir en esta confortable casa de campo, rodeada por el inexplorado y hermoso bosque, no daba razones a los electrodomésticos para quejarse o para preocuparse. Pero, lamentablemente, no era este el caso. Se sentían verdaderamente tristes y desgraciados; se encontraban en un auténtico dilema sobre qué hacer, ya que a los pobres electrodomésticos les habían abandonado.
–Y lo peor de todo –decía la radio–, es que no sabemos por qué.
–Lo peor de todo –decía la lámpara dándole la razón–, es abandonarnos de esta manera. Sin ninguna explicación. Sin saber qué le ha podido suceder a nuestro dueño.
–Dos años... –resopló la manta, que hubo un tiempo en que era feliz y alegre y ahora estaba sumida en la más profunda melancolía.
–Dos años y medio –señaló la radio, que, al ser un reloj al mismo tiempo que una radio, tenía un preciso sentido del paso del tiempo–. Nuestro dueño se marchó el 25 de septiembre de 1973. Hoy es 8 de marzo de 1976. Son dos años, cinco meses y trece días.
–¿Vosotros creéis –dijo la tostadora, manifestando en alto el temor tácito del que ninguno de ellos se atrevía a hablar– que él sabía que no iba a volver cuando se marchó? ¿Que él sabía que nos estaba abandonando y tenía miedo de decirlo? ¿Creéis que eso es posible?
–¡No –declaró la fiel y vieja Hoover–, es imposible! Puedo decir con toda seguridad que nuestro dueño no hubiese abandonado una casa de campo llena de electrodomésticos plenamente operativos y dejar que..., ¡que se oxiden!
La manta, la lámpara y la radio en seguida confirmaron que su dueño nunca les hubiese tratado de una forma tan despreocupada. Tenía que haberle ocurrido algo: un accidente, una emergencia...
–En ese caso –dijo la tostadora–, debemos ser pacientes y comportarnos como si nada de esto estuviera pasando. Estoy seguro de que es lo que nuestro dueño espera de nosotros.

Y eso es lo que hicieron. Todos los días, en el transcurso de esa primavera al verano, siguieron con sus tareas habituales. El radiodespertador se levantaba todas las mañanas a las siete y media en punto y mientras reproducía algo de música ligera, la tostadora, a falta de pan de verdad, fingía que tostaba dos tostadas crujientes. Y, en los días que parecían especiales en cierta manera, se imaginaba que tostaba un muffin inglés. Los muffins, cualquiera que sea el tipo, tienen que cortarse con mucho cuidado para que quepan en las ranuras de la tostadora. De lo contrario, una vez en su punto, pueden saltar de la tostadora con dificultad. En ese sentido, es más práctico hacerlos a la plancha. Pero no había planchas en la casa de campo, tan sólo un viejo hornillo, así que la tostadora lo hizo lo mejor que pudo. En cualquier caso, los muffins imaginarios tienen pocas posibilidades de quedarse atascados.
Y esa era la agenda de las mañanas. Por las tardes, si era martes o viernes, la vieja Hoover retumbaba por toda la casa de campo aspirando cualquier atisbo de pelusillas o motas de polvo. Esto le llevaba en realidad muy poco tiempo de limpieza, ya que la casa era más bien pequeña y estaba cerrada a cal y canto, de tal manera que el polvo y la suciedad no llegaban a penetrar en ella, excepto aquellos días en que la aspiradora salía afuera para vaciar el poco polvo de su bolsa cerca del bosque.
Cuando oscurecía, la lámpara cambiaba su interruptor a la posición de «encendido» y los cinco electrodomésticos se quedaban sin hacer nada cerca de la cocina, hablando o escuchando las noticias del día o simplemente mirando a través de las ventanas la espesa oscuridad del solitario bosque. Después, a la hora en que los demás electrodomésticos se apagaban, la manta eléctrica gateaba escaleras arriba hacia el pequeño dormitorio abuhardillado, donde irradiaba un agradable calor, ya que, por las noches, refrescaba bastante, incluso en pleno verano. ¡Cuánto hubiese echado en falta el dueño a su manta en esas noches tan frías! ¡Qué seguro y cómodo se hubiese sentido bajo sus suaves lanas amarillas y sus cálidos pliegues! Ojalá siguiera allí.

Pero por fin, un día de bochorno hacia finales de julio, cuando la satisfacción de esta vida programada y de obediencia incondicional empezó a flaquear, la pequeña tostadora se pronunció otra vez.
–No podemos seguir así –declaró–. No está en la naturaleza de un electrodoméstico vivir por su cuenta. Necesitamos gente a la que cuidar y necesitamos gente que cuide de nosotros. En cualquier momento, uno tras otro, acabaremos por estropearnos, como le ha pasado al pobre acondicionador de aire y nadie estará ahí para repararnos.
–Yo me atrevería a decir que todos nosotros somos más resistentes que cualquier acondicionador de aire –dijo la manta, en un intento por parecer valiente. Además, bien es cierto que la manta nunca mostró mucha simpatía por el acondicionador de aire o por cualquier otro electrodoméstico cuya función era la de enfriar.
–Para ti es muy fácil decirlo –replicó la lámpara–. Tú funcionarás durante muchos años, imagino; pero, ¿qué será de mí cuando mi bombilla se funda? ¿Qué será de la radio cuando sus válvulas empiecen a fallar?
La radio emitió un quejido estático.
–La tostadora tiene razón –dijo la vieja Hoover–. Tenemos que hacer algo. Definitivamente, tenemos que hacer algo. ¿Alguno de vosotros tiene alguna sugerencia?
–Si pudiéramos llamar por teléfono a nuestro dueño –dijo la tostadora, pensando en alto–, la radio podría preguntárselo simple y llanamente. Él sabría qué hacer. Pero el teléfono lleva desconectado cerca de tres años.
–Dos años, diez meses y tres días, para ser exactos –dijo el radiodespertador.
–Entonces no nos queda otra opción que buscar a nuestro dueño por nuestra cuenta. 
Se hizo un absoluto silencio. Los otros cuatro electrodomésticos se quedaron mirando fijamente a la tostadora–. No sería el primer caso –insistió la tostadora–. ¿No os acordáis de la historia que la radio nos contó la semana pasada sobre un pequeño fox terrier del que, al igual que nosotros, se habían olvidado en una casa de verano? ¿Cómo se llamaba?
–Grover –dijo la radio–. La escuchamos en las noticias de la mañana.
–Exacto. Y Grover logró encontrar por su cuenta a su dueño, a miles de kilómetros de una ciudad en alguna parte de Canadá.
–Winnipeg, si mal no recuerdo –dijo la radio.
–Exacto. Y para llegar hasta allí tuvo que atravesar pantanos y montañas y enfrentarse a toda clase de peligros y, a pesar de todo, logró encontrar el camino de vuelta a casa. Así que, si un estúpido perro puede hacer todo eso, pensad en lo que serán capaces de hacer cinco hábiles electrodomésticos trabajando codo con codo.
–Los perros tienen patas... –hizo notar la manta.
–Venga, no seas aguafiestas –le replicó la tostadora con sorna.[1]
Tendría que haber medido más sus palabras. La manta, poco dada a las bromas y, también, con cierta predisposición a ofenderse fácilmente, empezó a llorar y a decir que quería irse a la cama. Sólo una disculpa formal por parte de la tostadora calmaría la situación, disculpa que no tardó en llegar.
–Además –dijo la manta, ya tranquila–, los perros tienen nariz. Así es como encuentran su camino de vuelta a casa.
–En cuanto a eso –dijo la vieja Hoover–, me gustaría ver una nariz que funcione mejor que la mía. –Y para demostrar sus habilidades se puso en marcha y de manera ensordecedora resopló profundamente por encima y por debajo de la alfombra.
–¡Estupendo! –declaró la tostadora–. La aspiradora será nuestra nariz... y también nuestras piernas.
–¿Cómo has dicho? –dijo la vieja Hoover al mismo tiempo que se apagaba.
–Perdona, quería decir que serás nuestras «ruedas». Las ruedas, como imagino que todos sabréis a estas alturas, son mucho más eficientes que las piernas.
–¿Y qué pasa con nosotros –preguntó la manta–, los que no tenemos ruedas o piernas? ¿Qué hacemos? Yo no puedo gatear todo el camino hacia donde quiera que vayamos y, aun intentándolo, acabaría hecho andrajos.
Lo cierto es que la manta estaba realmente alterada, pero la tostadora sabía manejar con diplomacia este tipo de situaciones de una manera innata, respondiendo ante cualquier disyuntiva apelando a la razón y con un tono dulce y tranquilo.
–Tienes toda la razón, tanto la radio como yo también acabaríamos en un estado lamentable si intentásemos viajar semejante distancia por nuestra cuenta. Pero eso no es necesario, porque tomaremos prestadas algunas ruedas.
La lámpara encendió la luz de su bombilla. 
–¡Claro! ¡Construiremos algún tipo de transporte!
–Y podremos viajar cómodamente y sin preocupaciones –dijo la radio. Al pronunciar estas palabras, sonó igual que la locución de un anuncio de publicidad.
–No estoy del todo segura... –dijo la manta–. Supongo que así sí estaría por la labor de viajar.
–La cuestión es –dijo la tostadora, dirigiéndose a la vieja Hoover–, ¿estarás tú por la labor?
En lo más profundo de su motor, la aspiradora hacía un ruido de silenciosa confianza.

Encontrar ruedas en buen estado no fue una tarea tan fácil como se la había imaginado la tostadora. Las que tenía en mente en un primer momento eran las del cortacésped del cobertizo, pero la tarea de separarlas de las pesadas cuchillas del cortacésped superaba los limitados conocimientos que los electrodomésticos podían tener sobre la materia. Así que, a no ser que la vieja Hoover quisiese cortar un cacho de césped allá por donde pasase –y se la veía con pocas ganas–, había que desechar la idea de utilizar las ruedas de caucho del cortacésped.
La manta, que ahora se sentía embargada de espíritu aventurero, sugirió que la cama del dormitorio abuhardillado podría servir, ya que tenía ruedas. Sin embargo, el peso de la cama y el poco control que ofrecía el mueble eran tales que hubo que descartar esa opción también. Incluso en un camino llano, la vieja Hoover no hubiese tenido la potencia suficiente como para remolcar semejante carga... mucho menos a campo traviesa.

           Y eso parecía todo. No había ya más ruedas en ninguna parte de la casa de campo, sin contar con un pequeño afilador de cuchillos de forma circular situado en la encimera y que era capaz de girar. La tostadora se estrujó los sesos intentando encontrar una utilidad al afilador de cuchillos, pero, ¿qué clase de vehículo se puede construir con una única rueda de cuatro centímetros de diámetro?
La idea que estaba esperando la tostadora llegó, finalmente, el viernes, mientras la vieja Hoover estaba haciendo sus tareas domésticas. Como de costumbre, la vieja Hoover estaba quejándose otra vez por la vieja silla de oficina situada frente al escritorio de su dueño. De nada servían los empujones o los golpes: las patas de la silla parecían estar pegadas al suelo. A medida que la aspiradora fue perdiendo la paciencia poco a poco, la tostadora pronto se dio cuenta de que habría sido muy fácil mover la silla... si todavía conservase sus ruedas.
Les llevó toda una tarde a los cinco electrodomésticos levantar la cama del dormitorio abuhardillado y quitarle las ruedas. Ponerlas en la silla no supuso un problema. Se deslizaron en las patas tubulares de la silla como si hubieran sido fabricadas para ella. Benditas piezas intercambiables.
Y ahí estaba su transporte, listo para viajar. Había sitio suficiente en el asiento almohadillado para los cuatro electrodomésticos y, además, la altura les proporcionaba una buena panorámica. El resto del día lo pasaron cruzando el parterre cubierto de maleza de la casa de campo y el camino de arena hasta llegar al buzón. Llegados a este punto, tuvieron que pararse, ya que era todo lo lejos que podía ir la vieja Hoover tras haber usado todos los cables extensibles que quedaban en la casa de campo.

–Si por lo menos –decía la radio con un suspiro de nostalgia–, conservase mis viejas pilas...
–¿Pilas? –le preguntó la tostadora–. No sabía que utilizabas pilas.
–Fue antes de que llegases –dijo la radio con melancolía–. Me acababan de comprar y, cuando mis pilas se agotaron, nuestro dueño consideró que no era necesario reemplazarlas. ¿Qué necesidad tenía de utilizar pilas si podía enchufarme a la corriente?
–¿Qué tendrán que ver conmigo tus pilas alcalinas de voltio y medio? –hizo observar la aspiradora con irritación.
La radio pareció ofenderse. No era propio de la aspiradora hacer ese tipo de comentarios mezquinos y despectivos, pero parece que estas semanas de preocupación empezaban a hacer su efecto en todos
–Esto es un problema de todos, aspiradora –señaló la tostadora en un tono de suave reproche–. La radio tiene razón y lo sabes. Si lográsemos encontrar una batería lo suficientemente grande, podríamos atarla a la silla y partir esta misma tarde.
–¡Si lográsemos! –resopló con desdén la aspiradora–. ¡Si pudiésemos! ¡Si tuviésemos!
–¡Yo sé dónde podemos encontrar una batería lo suficientemente grande! –dijo la lámpara–. ¿Alguna vez habéis estado en el cobertizo que está detrás de la casa?
–¿En el cobertizo? –dijo la manta con un estremecimiento de horror–. ¡Por supuesto que no! Es un lugar oscuro, húmedo y lleno de arañas.
–Pues bien; ayer estuve fisgoneando allí y encontré algo detrás de un rastrillo roto y algunas latas de pintura viejas: un objeto grande, negro y cuadrado. Claro que no eran tus queridísimas pilas rojas –dijo con retintín la lámpara dirigiéndose a la radio–, pero ahora que lo pienso, es posible que fuera algún tipo de batería.
Los electrodomésticos corrieron en tropel al cobertizo y, allí, en el más sombrío de los rincones, tal y como la lámpara había supuesto, estaba la batería de repuesto del viejo Volkswagen del dueño. La batería estaba prácticamente nueva para cuando el dueño decidió cambiar su Volkswagen por un Saab amarillo, sustituyéndola por una batería de menor valor y guardándola en el cobertizo para después –como venía siendo habitual en él– olvidarse por completo de ella.
De todos ellos, la vieja Hoover y la tostadora eran los únicos que sabían lo bastante sobre electricidad y sus principios básicos como para poder conectar la batería de tal manera que cubriese sus necesidades en lugar de las del coche. Pero antes de que cualquier electrodoméstico menor de edad que esté escuchando este cuento empiece a pensar que puede hacer lo mismo, os advierto: la electricidad es muy peligrosa. ¡No juguéis con baterías viejas! Bajo ningún concepto metáis vuestras clavijas en enchufes desconocidos. Si tenéis dudas sobre el voltaje de la corriente del lugar donde vivís, preguntad a un electrodoméstico adulto.

Y, tras esto, se pusieron en marcha para encontrar a su dueño en la lejana ciudad en la que vivía. Poco a poco, a medida que se iban adentrando más en la espesura del bosque, las hojas de los árboles fueron ocultando de la vista la pequeña casa de campo tan querida por ellos. Lo único que guiaba su camino eran los tenues rayos de sol que las ramas más altas dejaban penetrar. El sendero que seguían serpenteaba y se retorcía de una manera realmente desconcertante, hasta tal punto, que el mapa que se habían traído resultó ser de lo más inútil.
Por supuesto, habría sido mucho más sencillo seguir la carretera que llevaba directamente a la ciudad, como hacen todas las carreteras. Desgraciadamente, debían desechar esa opción. Cinco electrodomésticos completamente operativos y en buen estado no habrían pasado desapercibido a los seres humanos que viajasen por la carretera y, existe una norma –que todos los electrodomésticos deben cumplir a raja tabla– que dice que deben permanecer completamente quietos en presencia de un humano. Por lo tanto, en una autopista especialmente concurrida tendrían que pararse constantemente. También había una razón mucho más poderosa que les mantenía alejados de la carretera: los piratas.  Pero esa posibilidad era tan aterradora y horrible que conviene no mencionarla. Y, además, ¿quién ha oído hablar de piratas en medio del bosque?
El sendero daba mil vueltas y estaba lleno de cuestas que había que subir y bajar; no es de extrañar que la vieja Hoover acabase agotada. Incluso con la energía de la batería no era una tarea fácil abrirse camino por un terreno tan accidentado, especialmente con la carga añadida de la silla de oficina y sus cuatro pasajeros. Pero, salvo por el ruido que hacía, que era un poco más fuerte de lo normal, la aspiradora hizo su trabajo sin quejarse. ¡Menuda lección para todos nosotros!
En cuanto al resto, su ánimo estaba por las nubes. La lámpara estiraba su largo cuello por cada dirección que tomaban, fascinada por las vistas, e incluso la manta dejó de lado sus temores y empezó a participar del ánimo general que sentían sus compañeros por la aventura. ¡Todo era tan exótico e interesante y completamente nuevo!
–¿No es maravilloso? –exclamó la radio–. ¡Escuchad! ¿No los oís? ¡Son pájaros! –Y se puso a imitar el canto del ave que acababa de escuchar, aunque bien es cierto que nunca habría engañado a ninguno de los pájaros que estaban allí en el bosque, ya que recordaba más al sonido de un clarinete que a un pájaro. Aun así, un mirlo, una paloma y diversos paros bajaron revoloteando desde sus nidos y ramas, allá en lo alto, para picotear sus cabezas y escuchar, pero sólo por un breve momento. Tras uno o dos gorjeos de amable aprobación, volvieron a sus árboles. Los pájaros son así. Te prestan atención durante uno o dos minutos y después vuelven inmediatamente a comportarse como pájaros.
La radio se ofendió ligeramente, aunque trató de disimularlo; así que en seguida dejó de hacer imitaciones y, en su lugar, empezó a recitar algunos de sus anuncios favoritos, las maravillosas canciones de Coca-Cola y Esso, y una de las divertidas canciones de Barney, el dinosaurio más popular de la televisión estadounidense. No hay nada que civilice un bosque de forma inmediata como el sonido de un anuncio conocido y, en seguida, todos se sintieron un poco más seguros de sí mismos y alegres.
Según avanzaba el día, la vieja Hoover se veía obligada a parar a descansar cada vez con más frecuencia; presuntamente, para vaciar su bolsa.
–¿Os podéis creer –se lamentaba mientras se quitaba de encima la última hoja seca de su bolsa– lo sucio que está el bosque?
–Todo lo contrario –dijo la manta–. Es bastante agradable. ¿No sentís la brisa? Es tan refrescante. Me siento como nuevo, como si acabase de salir del embalaje. Ojalá, ojalá llevasen más a menudo mantas eléctricas a los pícnics. ¡No es justo!
–Disfrútalo mientras dure, joven –dijo la radio con tono sombrío–. Según las últimas noticias del tiempo, se aproximan lluvias.
–¿No podemos utilizar los árboles como resguardo? –preguntó la lámpara–. Nos protegen de la luz del sol.
Ninguno de ellos supo qué responder a la lámpara, pero, como pudieron comprobar, los árboles no sirven de resguardo. Algunos acabaron más mojados que otros y la pobre manta se empapó por completo. Afortunadamente la tormenta no duró mucho y el sol salió en seguida poco después. Completamente mojados, los electrodomésticos caminaron con dificultad a lo largo del sendero embarrado, que les condujo, al cabo de un rato, a un claro en el bosque. Allí, en un pequeño rincón lleno de flores y bañado por la luz del sol, la manta pudo extenderse sobre la hierba y secarse.
La tarde se desarrolló con normalidad y, como les ocurre a todos llegado un punto, la tostadora necesitaba un momento de intimidad. Si bien es verdad que disfrutaba mucho con sus compañeros electrodomésticos, no estaba acostumbrada a pasarse todo el día socializando. Estaba deseando alejarse del grupo por un momento para pensar en sus cosas. Así que, sin decir nada a los demás, se dirigió por su cuenta al rincón más alejado del prado y empezó a tostar un muffin imaginario. Esa era la mejor forma de relajarse cuando la situación le sobrepasaba.
El muffin imaginario apenas había empezado a calentarse cuando las fantasías de la tostadora fueron interrumpidas por el más simpático de los interrogatorios.

Flor hermosa, dime tú,
¿de qué especie eres tú?
Yo soy una margarita;
como ves, soy amarilla.
Son mis pétalos muy blancos
y son verdes, sí, mis tallos.
No eres verde, azul ni blanca;
no conozco yo tu raza.
¿En qué Edén tú has brotado?
No me suena tu tocado.
¿Cielo o tierra te creó?
¡Qué más da! Te doy mi amor.

–¡Vaya! Gracias –contestó la tostadora a la margarita cuyo rostro lleno de pétalos se había pegado como una lapa a la carcasa cromada de la tostadora–. Me halaga tu interés por mí, pero lo cierto es que no soy una flor de verdad. Soy una tostadora eléctrica.

Flor, ¡chitón! No mientas más,
a esta flor tú amarás.
Unamos nuestras raíces
¡Oh, divina! ¡Hermosa a miles!

La tostadora empezó a sentir tanta vergüenza por estas acaloradas declaraciones que, por un momento, se quedó sin palabras. Nunca antes había escuchado a las flores hablar en su idioma y no era consciente de que las flores eran capaces de decir cualquier cosa absurda con tal de rimar. Las flores, como bien saben los botánicos, sólo pueden hablar en verso. Es propio de las margaritas –consideradas como las flores más simples de la flora– utilizar los tipos más rústicos de ripios octosilábicos, pero las especies más evolucionadas, especialmente las de los trópicos, son capaces de elaborar sextinas, rondós y villanescas de gran calidad.
Sin embargo, la intención de la margarita no era la de mantener la rima de sus versos. Se había enamorado hasta las trancas de la tostadora (o, mejor dicho, de su propio reflejo en la carcasa de la tostadora). Se trataba de una flor –la propia margarita reflejada– que se parecía de manera extraña a ella misma, pero, al mismo tiempo, era totalmente distinta. A menudo esta paradoja ha sido la base del más apasionado de los amores. La margarita retorció su tallo y agitó sus pétalos como si se encontrase en medio de un viento huracanado. La tostadora, completamente asustada por este comportamiento desenfrenado, le dijo que ya iba siendo hora de volver con sus amigos, que se encontraban en el otro extremo del prado.

¡No huyas, flor!; no, ¡no huyas!
Un día, sí, sólo duran
nuestras vidas. Si eso es cierto,
¿aguantaré un día entero
sin ti, que eres mi reflejo?
Mi sol, mi aire en ti veo.
Pasa una noche conmigo,
eso es todo lo que pido.
Tus pétalos son brillantes;
¡ni el sol es tan rutilante!
Tu larga raíz perfecta,
¡inigualable! ¡Esbelta!
¡Oh, divina! ¡Hermosa a miles!
Unamos nuestras raíces.

–Mira –dijo la tostadora en un tono de amable reproche–, no hay razón alguna para seguir con esto. Apenas nos conocemos y, lo que es más importante, parece que no entiendes cuál es mi auténtica naturaleza. ¿Es que no te das cuenta de que lo que tú crees que es mi raíz no es más que un cable eléctrico? En cuanto a lo de los pétalos, puedo hacerme una ligera idea de lo que son, pero ten por seguro que carezco de ellos. Y ahora tengo que marcharme y volver con mis amigos, de verdad. Nos dirigimos al apartamento de nuestro dueño, lejos, muy lejos de aquí, y nunca llegaremos si no nos ponemos en marcha.

¡Aciago día! ¡Ay de mí!
Desdicha igual no conocí.
Tiemblo toda al pensar
que ya no te veré jamás.
Una cosa esta flor desea:
que me arranques de la tierra.
Arráncame, te lo pido
y llévame contigo.
Si vivir sin ti no puedo,
que tu pecho sea mi féretro.

La sugerencia de la margarita fue realmente chocante y, al ver que la criatura no atendía a razones, la tostadora salió corriendo al otro extremo del prado y empezó a meter prisa a sus compañeros para reiniciar la marcha de una vez por todas. La manta se quejó porque todavía no estaba seca del todo, la aspiradora dijo que seguía cansada y la lámpara propuso que pasasen allí la noche en medio del prado.
Y eso fue lo que hicieron. Tan pronto como cayó la noche, la manta se plegó a sí misma como si fuera una tienda de campaña y los demás se arrejuntaron dentro. La lámpara encendió su bombilla y la radio retransmitía algo de música ligera; eso sí, a bajo volumen para no molestar a los demás habitantes del bosque que pudiesen estar ya durmiendo. Ellos no tardaron en dormirse. Es lo que tiene viajar, que mina las fuerzas.

La alarma del reloj había sido programada, como de costumbre, para las 7:30, pero los electrodomésticos ya estaban despiertos desde mucho antes. Tanto la aspiradora como la lámpara se quejaron de cierto anquilosamiento de algunas de sus junturas. Sin embargo, tan pronto como se pusieron en marcha, el anquilosamiento comenzó a disiparse.
El bosque tenía un aspecto de lo más agradable a la luz de la mañana, como nunca antes se había visto. El rocío resplandecía en las telarañas y estas recordaban a postes eléctricos en miniatura que colgaban de rama en rama. De los troncos caídos brotaban infinidad de setas, que miraban al mundo como si fueran una hilera de bombillas heladas. Se escuchaba el susurro de las hojas; el canto de los pájaros. La radio estaba convencida de que había visto un zorro de verdad y quería ir tras él.
–Sólo quiero asegurarme de que eso es un zorro, nada más.
La manta parecía acongojada cuando escuchó su sugerencia. Ya se había enganchado un par de veces en las ramas más bajas de los árboles. Sea lo que fuere que se decidiese, la manta quería saber si iban a abandonar el sendero y aventurarse en las densidades laberínticas del mismo bosque.
–¡Piénsalo bien! –insistió la radio–. ¡Se trata nada menos que de un zorro! Puede ser nuestra única oportunidad de ver uno.
–A mí me gustaría verlo –dijo la lámpara.
Lo cierto es que la tostadora también se moría de ganas por ver un zorro, pero prefirió hacer caso a la manta, así que insistió en seguir adelante por el sendero.
–Pero, ¿es que no os dais cuenta? Debemos encontrar a nuestro dueño lo antes posible.
Ni la radio ni la lámpara discutieron ante un hecho tan evidente, sólo se limitaron a asentir y a continuar su camino. El sol asomaba por el horizonte hasta que se alzó por completo y el sendero parecía hacerse cada vez más largo. A la tarde cayó otro chaparrón y, al amainar, los electrodomésticos montaron de nuevo un campamento. Aunque esta vez no pudieron hacerlo en el prado, debido a la espesura del bosque; el único claro que había era el que se formaba bajo los árboles más altos. Así que, en lugar de secarse al sol tumbada sobre la hierba –ya que ni había hierba ni penetraba la luz del sol–, la manta se tendió, con ayuda de la aspiradora, de la rama más baja de un enorme y centenario roble. En cuestión de minutos estaba seca.
Durante el crepúsculo, justo en el momento en que la lámpara pensaba encender su bombilla, hubo una agitación entre las hojas de la rama que se encontraba a la derecha de la rama en la que la manta estaba tranquilamente tendida.
–¡Hola! –dijo una ardilla que apareció entre las hojas–. Sabía que teníamos visita.
–Hola –contestaron todos los electrodomésticos a la vez.
–¡Vaya, vaya, vaya! –La ardilla se relamió sus bigotes–. ¿Y qué es lo que contáis?
–¿Sobre qué? –le preguntó la tostadora que, en un intento por mostrarse amable, no se dio cuenta de que la pregunta de la ardilla no era más que una fórmula cortés para iniciar una conversación; a veces, a la tostadora le costaba entender el lenguaje figurado, especialmente cuando estaba cansada. La ardilla parecía un poco confundida.
–Permitidme que me presente. Me llamo Harold –pareció recuperar su buen humor tras pronunciar su nombre–. Y esta hermosa criatura es... –De una de las ramas más altas saltó otra ardilla y aterrizó al lado de Harold–, mi mujer: Marjorie.
–Y ahora os toca a vosotros decirnos vuestros nombres –dijo Marjorie–. Nosotros os hemos dicho los nuestros.
–Mucho me temo que no tenemos nombres –respondió la tostadora–. Como podéis ver, somos electrodomésticos.
–Si no tenéis nombres –preguntó Harold–, ¿cómo distinguís a los machos de las hembras?
–No nos hace falta. Somos electrodomésticos –se volvió hacia la aspiradora para que lo corroborase.
–Sea lo que sea que signifique eso –dijo Marjorie bruscamente–, es imposible modificar una ley universal. Todos somos o machos o hembras: los ratones, los pájaros... Incluso, según tengo entendido, los insectos –se llevó sus pezuñas a la boca y se le escapó una risita–. ¿Os gusta comer insectos?
–No –dijo la tostadora–. En absoluto –habría sido más complicado intentar explicarles a las ardillas que los electrodomésticos no comían nada de nada.
–Lo cierto es que a mí tampoco –dijo Marjorie–, pero me encantan las bellotas. No llevaréis alguna en ese saco, ¿verdad?
–No –dijo la aspiradora secamente–. No hay nada más en este viejo saco, como tú lo llamas, que mugre. Calculo que cerca de unos 2 kilos y medio de mugre.
–¿Y de qué sirve, si se puede saber, almacenar mugre? –preguntó Harold, pero al no obtener respuesta, dijo:
–Ya sé qué es lo que podemos hacer que nos gustará a todos. Podemos contar chistes. Empiezas tú.
–Creo que no me sé ningún chiste –dijo la aspiradora Hoover.
–Yo sí –dijo la radio–. No sois polacos, ¿verdad? –Las ardillas negaron con la cabeza.
–Bien. Decidme: ¿por qué hacen falta tres polacos para cambiar una bombilla? –A Marjorie se le escapaba una risita de la impaciencia.
–No lo sé, ¿por qué?
–Uno para sujetar la bombilla y los otros dos para dar vueltas a la escalera. –Las ardillas se miraron la una a la otra con perplejidad.
–Explícamelo –dijo Harold–. ¿Quiénes son los machos y quiénes son las hembras?
–¿Y eso qué tiene que ver para entender el chiste? Simplemente son tan tontos que no saben cambiar una bombilla. En eso se basan los chistes de polacos: se supone que son tan tontos que no importa lo que hagan o lo que dejen de hacer. Claro está que estos chistes dejan muy mal a los polacos, que seguramente sean tan inteligentes como cualquier otra persona, pero no es más que un chiste estúpido. Me sé muchos más.
–Pues vaya, si ese era el mejor del repertorio, no creo que me apetezca escuchar el resto –dijo Marjorie–. Harold, cuéntale a ese animal...
–No soy un animal, soy un electrodoméstico –le corrigió la radio–. Todos nosotros lo somos.
–Cuéntales a esos animales –siguió Marjorie sin hacer caso al inciso de la radio– el chiste de las tres ardillas que iban por la nieve –dijo dirigiéndose con confianza a la lámpara–. Te partirás de la risa, créeme.[2]
Cuando Harold terminó de contar el chiste sobre las tres ardillas en la nieve, los electrodomésticos intercambiaron miradas de contenida reprobación. Ya no era sólo porque no vieran con buenos ojos los chistes guarros –especialmente la aspiradora–, sino que además no les encontraban la gracia. El género y las complicaciones que derivan de él no son relevantes en la vida de los electrodomésticos.
Cuando Harold terminó de contar su chiste, Marjorie reía fielmente, pero ninguno de los electrodomésticos esbozó ni la más ligera de las sonrisas.
–¡Vaya! –dijo Harold, ofendido–. Espero que disfrutéis de vuestra estancia bajo nuestro roble. –Y estas dos últimas palabras las dijo con un deje de indignación.
Dicho esto, y con un ligero coletazo de sus enormes y peludas colas, las dos ardillas subieron corriendo por el tronco y desaparecieron de la vista.

La tostadora se despertó durante las primeras horas de la madrugada –tras sufrir una horrible pesadilla en la que se caía dentro de una bañera a rebosar de agua[3]–, para encontrarse en una situación casi igual de horrible. El trueno retumbaba, el rayo atravesaba el cielo y llovía a cántaros y sin piedad. En un primer momento, la tostadora no lograba recordar dónde o por qué estaba allí y, cuando lo hizo, se dio cuenta para su desgracia que la manta eléctrica –que debería seguir tendida y protegiendo a los otros cuatro electrodomésticos– había desaparecido. Pero, ¿y los demás? Todavía seguían allí, gracias al cielo, aunque todos ellos se encontraban en un estado total de desesperación.
–Dios mío –gemía la aspiradora Hoover–, ¡debería habérmelo imaginado, debería habérmelo imaginado! Nunca deberíamos haber dejado nuestro hogar.
La lámpara se encontraba en un estado extremo de agitación y balanceaba su cabeza de un lado a otro a una velocidad pasmosa, proyectando su tenue haz de luz entre las raíces entrelazadas del roble, mientras la alarma de la radio se había encendido y no paraba de sonar, hasta que finalmente llegó la tostadora y la apagó.
–Vaya, gracias –dijo la radio con una voz desintonizada–. Muchas gracias.
–¿Dónde está la manta? –preguntó la tostadora con preocupación.
–¡Ha salido volando! –dijo la radio–. ¡Ha volado hacia el otro extremo del bosque, donde nunca volveremos a verla!
–¡Debería habérmelo imaginado! –Seguía gimiendo la aspiradora Hoover–. ¡Debería habérmelo imaginado!
–No es culpa tuya –dijo la tostadora tratando de convencer a la aspiradora, pero sólo consiguió que gimoteara más alto.
Al darse cuenta de que de nada servía tranquilizar a la aspiradora, la tostadora se acercó a la lámpara e intentó calmarla. Una vez que su haz de luz se estabilizó, la tostadora sugirió que lo dirigiera hacia las ramas de los árboles que estaban encima de ellos, con la esperanza de que la manta se hubiese quedado enganchada en alguna de ellas. Así lo hizo la lámpara, pero el haz de luz era tan tenue, el roble tan alto y la noche tan oscura que, si la manta estaba allí, fueron incapaces de verla.
De repente cayó un rayo que iluminó el bosque. La alarma de la radio sonó otra vez y la lámpara se encogió y se replegó sobre sí misma lo máximo que pudo. Es cierto –pensarán algunos–, que es ridículo tener miedo de los rayos, al fin y al cabo, son otra forma de electricidad, ¡pero en una versión más grande y descontrolada! Si fueras un ser humano en lugar de un electrodoméstico y te topases con un gigante enloquecido de un tamaño muy superior al tuyo, podrías hacerte una idea de cómo se siente la mayoría de los electrodomésticos ante un rayo.
En ese breve momento en el que el rayo lo iluminó todo, la tostadora, con la mirada fija en el roble, logró vislumbrar una forma –completamente enrollada– que podría ser la manta. La tostadora se esperó a que cayera otro rayo y –no cabía ninguna duda– era la manta amarilla que se había quedado enganchada en una de las ramas más altas del árbol.
Ahora todos sabían que la manta no se hallaba lejos de allí y, aunque no tenían muy claro cómo iban a ser capaces de bajarla, la tormenta ya no parecía tan aterradora. La lluvia –como es propio de ella– les llenó de una profunda tristeza, pero por lo menos sus peores temores se habían disipado. Más que temerlos, los rayos ocasionales eran ahora algo que esperaban con impaciencia, ya que la luz iluminaba a su compañero –allí sobre ellos–, que estaba aferrado a la rama del roble y era objeto de las sacudidas del incesante viento. ¿Y qué era el miedo que sentían ellos por los rayos comparado con el pánico que debía estar sufriendo la pobre manta?
A la mañana, la tormenta amainó. La radio, con el volumen al máximo, llamó a la manta, pero la manta no respondió. Por un terrible momento la tostadora pensó que su compañero electrodoméstico había dejado de funcionar, pero la radio siguió llamando a la manta y, al cabo de un rato, contestó débilmente mientras saludaba a sus amigos electrodomésticos con una de sus puntas mojadas y desaliñadas.
–Ya puedes bajar –gritó la radio–. La tormenta ha amainado.
–No puedo –dijo la manta con un débil tono de voz–. Estoy enganchada. No puedo bajar.
–Inténtalo –le animó la tostadora.
–¿Qué has dicho? –dijo la manta.
–¡La tostadora dice que lo intentes! –dijo la radio gritando a todo volumen.
–Ya os lo he dicho: estoy enganchada. Además, tengo una enorme raja justo en el centro y otra en uno de mis pliegues. Y me duele. –La manta empezó a retorcerse convulsivamente mientras un goteo constante de agua caía de sus lanas empapadas por la lluvia sobre los charcos que tenía debajo.
–¿Qué diantres es todo este barullo? –preguntó Harold irritado, saliendo de su nido en lo alto del tronco del roble–. ¿Sabéis qué hora es? Las ardillas estamos intentado dormir.
La radio pidió disculpas a Harold y le explicó al momento la razón de todo ese alboroto. Como la mayoría de las ardillas, Harold era un animal noble por naturaleza y, cuando se dio cuenta de lo que le había sucedido a la manta, se ofreció a ayudar sin dudarlo ni un instante. Lo primero que hizo fue meterse en su nido y despertar a su mujer. Después, ambas ardillas ayudaron a la manta a soltarse de donde se había quedado atrapada. Fue un largo y –a juzgar por los gritos de la manta– doloroso proceso, pero finalmente lo consiguieron, y con la ayuda de las ardillas, la liberta manta cayó lenta y cuidadosamente por el tronco del roble.
Los electrodomésticos se congregaron alrededor de su amigo, compadeciéndose de él por todo lo que había sufrido y alegrándose de haber sido rescatado.
–¿Cómo podremos recompensaros? –dijo la tostadora cálidamente dirigiéndose a Harold y a Marjorie–. Habéis salvado a nuestro compañero de un destino tan terrible que es difícil de imaginarlo. Estamos enormemente agradecidos.
–Bueno –dijo Marjorie con cautela–, ahora mismo no recuerdo si nos dijisteis si llevabais alguna bellota con vosotros. Si fuera así...
–Tened por seguro –dijo la aspiradora Hoover– que, si tuviéramos bellotas, os las daríamos todas. Pero como podréis comprobar por vosotros mismos, mi bolsa no contiene nada más que polvo y mugre. –Y dicho esto abrió su bolsa y de ella brotó lodo de un intenso color marrón.
–Aunque no tengamos bellotas –dijo la tostadora–, es posible que haya algo que pueda hacer por vosotros. Quiero decir: siempre y cuando os gusten las bellotas asadas.
–Desde luego que sí –dijo Harold–. Nos gustan de cualquier forma.
–Pues si me traéis algunas bellotas, las asaré. Tantas como queráis. –Harold frunció el ceño y empezó a sospechar.
–¿O sea que lo que quieres es que te traigamos las bellotas que hemos estado almacenando durante todo este verano?
–Sólo si queréis que las ase –respondió la tostadora alegremente.
–Vamos, cariño, tráeselas –insistió Marjorie–. No sé muy bien qué es lo que quiere hacer, pero parece que él –Y remarcó esta palabra– sí que lo sabe. Además, es posible que nos guste.
–A mí me parece que es una trampa –dijo Harold.
–Tráele tan sólo dos o tres de las que sobraron el año pasado. ¿Quieres?
–Está bien.
Harold subió corriendo por el tronco del árbol hasta su nido y volvió con cuatro bellotas guardadas en sus mejillas. A petición de la tostadora, Harold y Marjorie las pelaron y después Harold las introdujo con cuidado en las delgadas bandejas de metal que subían y bajaban, y que se encontraban dentro de las ranuras de la tostadora. Como estas bandejas estaban pensadas para rebanadas de pan, había que tener mucho cuidado, no fuera que las pequeñas bellotas de forma redondeada se diesen la vuelta al bajar las bandejas dentro de las ranuras. Una vez hecho esto, encendió la parrilla y comenzó a tostarlas. Cuando las bellotas empezaron a adquirir un tono marrón y crujiente, la tostadora, con sumo cuidado, elevó la bandeja todo lo que pudo, apagó su parrilla y –cuando lo consideró oportuno para que las ardillas no se quemasen su patas– les dijo que cogieran las bellotas tostadas y que las probasen.
–¡Deliciosas! –declaró Marjorie.
–¡Exquisitas! –dijo Harold dándole la razón.
Tan pronto como las ardillas se comieron las primeras cuatro bellotas, regresaron a su nido a por más, pero parece que no fue suficiente: volvieron a por más cuando acabaron también con estas y, después, otra vez a por más. Marjorie era especialmente insaciable. De hecho, le insistió a la tostadora para que se quedase en el bosque como su invitada, ofreciéndole su nido –donde siempre se encontraría seca y cómoda– y le presentaría a todos sus amigos.
–Me encantaría aceptar tu propuesta –dijo la tostadora con un profundo sentimiento de gratitud y también de deuda–, pero me temo que es imposible. Una vez que hayamos terminado de asar vuestras bellotas (por cierto, ¿vais a querer más?), retomaremos nuestro viaje a la ciudad, donde vive nuestro dueño.
Mientras la tostadora asaba unas pocas bellotas más, la radio explicó a las ardillas la importancia de su viaje. También les enseñó sus funciones y persuadió a los demás electrodomésticos para que hicieran lo mismo. La pobre aspiradora Hoover apenas fue capaz de demostrar sus funciones al estar toda llena de barro y, en cualquier caso, las ardillas tampoco comprendían la utilidad de barrer la suciedad de un lado y llevarla a otro sitio distinto. Tampoco despertaron su interés los haces de luz de la lámpara ni la música de la radio. Sin embargo, no dejaban en paz a la manta eléctrica que, completamente empapada como estaba, se había enchufado a la batería atada bajo la silla de oficina y estaba irradiando calor. Marjorie volvió a repetirle a la tostadora que se quedase y extendió la oferta a la manta.
–Sólo –se explicó la ardilla– hasta que te recuperes.
–Es muy amable por tu parte –dijo la manta– y, por supuesto, os agradezco muchísimo lo que habéis hecho por mí, de verdad, pero debemos seguir adelante.
Marjorie suspiró con resignación.
–Por lo menos –dijo–, mantén tu cola dentro de esa cosa negra y que calienta tu pelaje, es delicioso. Sólo hasta que tengas que marcharte. El calor es muy agradable, ¿verdad que sí, cariño?
–Desde luego –dijo Harold, que estaba ocupado pelando bellotas–. Es de lo más agradable.
La aspiradora Hoover refunfuñó ligeramente, ya que, si la tostadora y la manta seguían consumiendo energía a ese ritmo, la batería se agotaría sin necesidad alguna. Pero, ¿qué otra cosa podían hacer para complacer las peticiones de las ardillas? Además, independientemente de la deuda de gratitud que habían contraído, ¡era estupendo sentirse útil otra vez! La tostadora habría estado asando bellotas día sí y noche también, y las ardillas parecían ser de la misma opinión.
–Qué raro –dijo Harold mientras daba golpecitos en la carcasa de la tostadora, llena completamente de marcas de gotas de lluvia igual que el lado exterior de una ventana–. No acabo de entender por qué te empeñas en decir que no tienes sexo: está más que claro que eres un macho –dijo, estudiando el reflejo de su propio rostro en la carcasa cromada–. Tus bigotes y tus dientes frontales son los de un macho.
–No digas tonterías, cariño –dijo su mujer, que se encontraba al otro lado de la tostadora–. Ahora que lo observo detalladamente, sus bigotes, así como sus dientes, son claramente los de una hembra.
–Amor mío, no voy a discutir sobre algo tan soberanamente evidente como que un macho es un macho, y se da el caso de que nos encontramos claramente ante uno.
De repente, la tostadora cayó en la cuenta de que las ardillas –al igual que le pasó a la margarita el otro día– no salían de su error. ¡Se estaban viendo reflejadas en su carcasa! Como vivían en el bosque, donde no hay baños con espejos, no estaban familiarizadas con el principio de reflexión. Se planteó intentar explicarles lo equivocadas que estaban, pero, ¿de qué serviría? Solo conseguiría herir sus sentimientos. No puedes esperar de los seres humanos –o de las ardillas– que se comporten de manera racional. De los electrodomésticos, sí; los electrodomésticos tienen que ser racionales, ya que, al fin y al cabo, han sido construidos racionalmente.
La tostadora le explicó a Harold, bajo la más estricta confidencialidad que, efectivamente, tal y como él había sospechado, era un macho; y a Marjorie le confió, bajo las mismas condiciones de confidencialidad, que era una hembra. Esperaba que los dos fuesen fieles a sus promesas, de lo contrario, la discusión habría estado destinada a prolongarse durante muchísimo tiempo.
Con la potencia al máximo, la manta se secó rápidamente y, de esta manera, tras una ronda de bellotas asadas, los electrodomésticos dijeron adiós a Harold y a Marjorie y reemprendieron su viaje.

¡Y menudo viaje les esperaba: largo y agotador! El bosque, que parecía extenderse hasta el infinito, se había sumido en la más previsible monotonía; cada árbol era exactamente igual que el anterior: un tronco, varias ramas y muchas hojas; un tronco, varias ramas y muchas hojas... Resta decir que un árbol tendría una visión distinta de las cosas. Quizás deberíamos pararnos a pensar de vez en cuando que el nuestro es tan sólo un punto de vista parcial y que el mundo está lleno de una enorme diversidad de opiniones inabarcable. No obstante, a estas alturas de su viaje, los electrodomésticos habían perdido la noción de esta verdad irrefutable y eran víctimas del aburrimiento y la impaciencia y, para colmo, estaban hechos polvo. Estaban empezando a aparecer, de manera preocupante, manchas de óxido en los bajos de la tostadora y dentro de ella, también. El anquilosamiento del que se quejaban la aspiradora y la lámpara todas las mañanas al despertarse ya no desaparecía con el ejercicio, sino que, al contrario, duraba todo el día. En cuanto a la manta, la pobre estaba hecha un andrajo. De todos los electrodomésticos, el único que parecía no haber sufrido los estragos del viaje era la radio.
La tostadora empezó a preocuparse: cuando por fin llegasen al apartamento de su dueño, estarían en condiciones tan deprimentes que ya no serían de más utilidad. ¡Los tirarían a la basura y todos sus esfuerzos habrían sido en vano! ¡Menuda recompensa más horrible después de semejante muestra de fidelidad y devoción! Pero son pocos los seres humanos que se dejan influir por los dictados de su corazón en sus relaciones con los electrodomésticos y el dueño –como bien sabía la tostadora– no era conocido especialmente por su sensibilidad. Su predecesora en la casa de campo había sido un electrodoméstico especialmente servicial antes de haber acabado en la basura; su único error había sido que la pintura cromada de su carcasa se fue desconchando con el tiempo y que su medición del tiempo no siempre era del todo perfecta. En su juventud, la tostadora creía que estos eran motivos suficientes para sustituir al viejo electrodoméstico, pero ahora...
Ahora lo mejor era no pensar en esas cosas. Lo mejor era seguir su camino a lo largo del bosque en cumplimiento de su deber, les llevase adonde les llevase. Hasta que, al encontrarse con la orilla de un ancho río, llegaron al final del camino.

Al contemplar por primera vez la inexpugnable y amplia masa de agua, todos se sintieron completamente abatidos y desesperados, especialmente la aspiradora Hoover, que estaba tan angustiada que parecía haber perdido el norte.
–¡No! –rugió en alto–. ¡Me niego! ¡Nunca! ¡Quietos, apagadme, vaciadme la bolsa, dejadme en paz, marchaos!
Comenzó a ahogarse y a farfullar, y después empezó a masticar su propio cable. Tan sólo la tostadora fue lo suficientemente sensata como para arrancarle el cable a la aspiradora de su potente succionador. Después, para tranquilizarla, meció a la aspiradora Hoover de un lado a otro a lo largo de la orilla del río, toda cubierta de hierba, con movimientos repetitivos y simulando estar aspirando una alfombra.
Finalmente, estos movimientos tan familiares para ella hicieron que la aspiradora Hoover recuperase la compostura y fuese capaz de explicar la causa de su insólito comportamiento. Lo que le hizo perder los estribos no fue sólo el hecho de toparse con un nuevo obstáculo: ¡tampoco quedaba suficiente batería para regresar a la casa de campo! No podían seguir avanzando, pero tampoco podían volver atrás. ¡Se habían convertido en electrodomésticos abandonados! Abandonados en medio del bosque y pronto llegaría el otoño y no dispondrían de cobijo que les protegiese de las inclemencias del tiempo otoñal, y después llegaría el invierno y acabarían sepultados bajo la nieve. Acabarían oxidados. La correa de distribución de la aspiradora se rompería. Estarían indefensos ante las fuerzas que, lentamente, pero con toda la seguridad del mundo, les debilitarían y les destruirían, y en tan sólo unos pocos meses –o incluso semanas– dejarían de funcionar.
No era de extrañar que la aspiradora, al verse ante tal situación, hubiera perdido los papeles. «¿Qué podían hacer?», pensó la tostadora para sí misma.
Pero no obtuvo respuesta.

Hacia la tarde la radio informó de que estaba recibiendo interferencias de una señal no muy lejos de donde estaban.
–Tengo la sensación de que se trata de una central eléctrica. Justo al otro lado del río.
¡Allí donde hay centrales eléctricas tiene que haber tendidos eléctricos también! Los electrodomésticos sintieron que les invadía una nueva esperanza.
–Echémosle un ojo de nuevo al mapa –dijo la lámpara–. Tal vez podamos adivinar en qué punto exacto nos encontramos.
Siguiendo la sugerencia de la lámpara, sacaron el mapa y observaron con todo lujo de detalles todos los puntos y garabatos entre el sitio junto a la carretera donde se localizaba su casa de campo –señalado con un rotulador– y una pequeña pegatina rosa que representaba la ciudad a la que se estaban dirigiendo. Por fin, a tan sólo 10 centímetros de la pegatina rosa que indicaba la ciudad, encontraron la ondulante línea azul que representaba el río al que habían llegado, ya que no había ninguna otra línea azul en ninguna otra parte del mapa entre la casa de campo y la ciudad, y este río era demasiado grande como para que los dibujantes del mapa lo hubiesen pasado por alto.
–¡Ya falta poco! –gritó triunfante la radio–. ¡Lo conseguiremos! ¡Todo va a ir bien! ¡Hurra!
–¡Hurra! –corearon los demás electrodomésticos, menos la aspiradora, que no estaba tan segura de que todo fuera a ir sobre ruedas. Pero cuando la lámpara señaló cuatro carreteras distintas que cruzaban el río, incluso la aspiradora tuvo que admitir que había motivos suficientes como para alegrarse, aunque no tanto como para decir hurra.
–Sólo tenemos que seguir el curso del río –dijo la tostadora, a quien le encantaba dar órdenes, aun siendo obvio lo que había que hacer–, bien hacia la derecha o bien hacia la izquierda. Llegará un punto en que nos topemos con alguno de estos puentes. Una vez allí, cuando sea de noche y no haya tráfico, podemos cruzarlo rápidamente.
Y, de esta manera, los electrodomésticos se pusieron en marcha de nuevo, con las fuerzas renovadas y firmemente decididos a llegar hasta el final. En boca de la tostadora parecía una tarea más fácil de lo que realmente era, ya que no había un camino delimitado que seguir. Algunas veces, la ribera del río era llana como una alfombra, pero en otras zonas de la ribera aparecían desniveles o –peor aún– la tierra estaba demasiado blanda como para transitar por ella. En determinado momento, por evitar una piedra, la aspiradora dio un paso en falso y la silla de oficina –atascándosele una de sus patas en un charco de lodo que no vieron venir– terminó por volcarse y los cuatro pasajeros montados en la silla cayeron dentro de un enorme cenagal. Salieron del cenagal llenos completamente de barro y aun se vieron obligados a ensuciarse más para recuperar las ruedas de la silla, que se habían salido y que se habían sumergido bajo el lodo.
La manta, por razones obvias, estuvo exenta de realizar esta tarea y, mientras los otros cuatro electrodomésticos estaban escarbando en busca de las ruedas perdidas, se acercó a la orilla del río y trató de limpiarse las manchas de su cuerpo. Al no disponer de un trapo o de una esponja, lo único que logró la manta, desgraciadamente, fue extender aún más la roña. Estaba tan inmersa en esta vana tarea que apenas se percató de lo que tenía ante sí.
–¡Una barca! –gritó la manta–. ¡Venid todos aquí! ¡He encontrado una barca!
Incluso la tostadora, lega en materias de navegación, se dio cuenta de que la barca que había encontrado la manta era de dudosa calidad. Sus tablas tenían ese aspecto que adquiere la madera, propio del paso de los años –muy similar al de ese listón de madera de la parte de atrás de la casa de campo que el dueño había dicho en varias ocasiones que tenía que cambiar o, por lo menos, volver a pintar– y también debía filtrarse el agua por ella, porque estaba totalmente cubierta de una capa de musgo verde. Sin embargo, debía estar todavía en uso, ya que contaba con un motor de la marca Chris-Craft en la popa y, ¿quién se molestaría en colocar un motor caro en una barca que ni siquiera flotase?
–Qué suerte –dijo la aspiradora.
–No pretenderás montar en esta barca, ¿verdad? –preguntó la tostadora.
–Por supuesto que sí –contestó la aspiradora–. ¿Quién sabe cuánto tardaremos en llegar a uno de esos puentes? Con esta barca podremos cruzar el río directamente. No tendrás miedo de montarte en ella, ¿verdad?
–¿Miedo? ¡Pues claro que no!
–Bien. Entonces, ¿cuál es el problema?
–No es nuestra. Si la cogiésemos, no seríamos mejores que... ¡los piratas!
Los piratas, como ya se les habrá informado a los más jóvenes de mis lectores, son personas que cogen cosas que pertenecen a otras personas. Son la pesadilla de cualquier electrodoméstico, ya que una vez que un pirata toma posesión de un electrodoméstico, este no tiene más remedio que servir sus deseos de la misma forma que si fuera el dueño legítimo de ese electrodoméstico. Semejante vida de servidumbre constituye uno de los destinos más terribles del que muy pocos electrodomésticos pueden escapar una vez que les toca vivirlo.
–¡Piratas! –exclamó la aspiradora–. ¿Nosotros? ¡Qué tontería! ¿Quién ha oído hablar alguna vez de electrodomésticos piratas?
–Pero, si cogiésemos la barca... –insistió la tostadora.
–¡No nos vamos a quedar con ella! –le interrumpió bruscamente la aspiradora–. Sólo vamos a tomarla prestada durante un rato para cruzar el río y dejarla en la otra orilla. Su dueño no tardaría en recuperarla.
–No importa el tiempo que la tengamos; es una cuestión de principios. Coger algo que no es nuestro es piratería.
–Por cierto, ya que hablas de principios –dijo rápidamente la radio–, existe un dicho muy conocido que dice así: «De cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades». Hasta donde puedo llegar a entender, esto significa que alguien que esté capacitado debería poder utilizar una barca cuando esa persona o esa cosa necesite cruzar un río y la barca esté tranquilamente esperando ahí –dicho esto, y con una pequeña risa entre dientes, la radio saltó sobre el asiento delantero de la barca.
La aspiradora, tomando como ejemplo a la radio, cargó la silla de oficina en la parte trasera de la barca y después se montó en ella. La barca se hundió ligeramente en el agua. La manta, evitando la mirada acusadora de la tostadora, tomó asiento justo al lado de la radio. La lámpara zozobró, pero tan sólo por un momento; al rato se estaba subiendo a la barca.
–¿Y bien? –dijo la aspiradora bruscamente–. ¿A qué estás esperando?
Aunque a regañadientes, la tostadora se dispuso a subir a la barca, pero, inexplicablemente, algo la detuvo. «¿Qué pasaba?», se preguntó, aunque no en voz alta, ya que la misma fuerza que le estaba impidiendo subirse a la barca también le impedía hablar.
Los cuatro electrodomésticos que estaban en la barca también sufrieron esa misma impotencia. Lo que ocurría era que el dueño de la barca había regresado y había visto a los electrodomésticos.
–¡Vaya!, ¿qué tenemos aquí? –exclamó, saliendo de detrás de un sauce con una caña de pescar en una mano y un pez en la otra–. Parece que tenemos visita.
Dijo mucho más que esto, pero de una manera tan soez y vulgar que es mejor no repetir sus palabras literalmente. Podemos resumirlo de la siguiente manera: pensó que el dueño de los electrodomésticos estaba a punto de robarle la barca. Así que su intención fue, a modo de venganza, robar los electrodomésticos.
Cogió la tostadora situada en la ribera cubierta de hierba –donde el pobre electrodoméstico se había quedado obnubilado– y la colocó en la barca justo al lado de la manta, la lámpara y la radio. Después desató la batería de la silla de oficina y la lanzó pieza por pieza por los aires. Cayó en medio del río –salpicando en todas direcciones–, donde se hundió hasta llegar al fondo y donde no volverían a verla jamás.
Tras esto, el pirata –puesto que no quedaba ninguna duda de que se trataba de uno de ellos–, encendió el motor de la barca y navegó río arriba con sus cinco indefensos prisioneros.
Tras amarrar su barca en un muelle de poca monta al otro lado del río, el pirata cargó el motor de la barca y los electrodomésticos –salvo la radio– en la parte de atrás de una sucia camioneta; la radio se la llevó consigo a la parte delantera del vehículo. Durante todo el trayecto, la camioneta estuvo traqueteando, dando tumbos y rebotes tan violentos que la tostadora temía que el viaje fuese a costarle todas las piezas de su cuerpo; y es que, aunque las tostadoras parecen bastante resistentes, en realidad se encuentran entre los electrodomésticos más delicados y necesitan un cuidado especial. Pero la manta, al darse cuenta del peligro que corría la tostadora, envolvió a su compañero electrodoméstico entre sus pliegues y lo protegió de los golpes más duros del viaje.
Mientras viajaban podían oír a la radio en el asiento delantero tarareando uno de los temas más tristes de la película Doctor Zhivago.
–¡Escuchad eso! –dijo por lo bajo la aspiradora–. De todas las canciones posibles, tenía que ir a escoger la favorita de nuestro dueño. ¡Ya se ha olvidado de él!
–No digas eso –dijo la tostadora–, ¿qué otra opción le quedaba a la pobre radio?
Si a cualquiera de nosotros nos hubiera encendido, ¿nos hubiésemos comportado de otra forma? ¿Crees que tú te hubieras comportado de otra forma? ¿Crees que yo me hubiera comportado de otra forma?
La vieja aspiradora contestó con un gruñido mientras la radio seguía emitiendo su triste, triste canción.

El vertedero de la ciudad es para los electrodomésticos y máquinas de cualquier tipo lo que un cementerio es para las personas: un lugar espeluznante y horrible que todo el mundo trata de evitar. Intentad imaginaros por un momento cómo se sentían los electrodomésticos cuando descubrieron que les habían traído al vertedero de la ciudad. El pirata había aparcado su camioneta delante de una enorme puerta de hierro y estaba abriendo el candado con una de las llaves del manojo que colgaba de su cinturón. Allí se encontraba su espantosa choza con una pequeña chimenea de la que salía humo. En ella la tostadora presenció las atrocidades más horrorosas y aterradoras que pudo ver en toda su vida: chasis descuartizados de coches, apilados uno encima de otro y formando auténticas montañas de hierro oxidado; el suelo de asfalto estaba completamente lleno de ejes de torsión y trozos de metal con ampollas y de partes de máquinas rotas o estropeadas de cualquier tamaño y forma, con todos los terribles síntomas, en resumen, de su propia e inevitable obsolescencia. Una escena tremendamente dura de ver y, al mismo tiempo, una escena que ejerció una extraña fascinación en la mente de la tostadora. Había oído hablar muchas veces de los vertederos, pero, en lo más profundo de su ser, nunca había creído que existieran. Y ahora se encontraba en uno de ellos y nada, ni siquiera la fría mirada del pirata, podía impedir que se pusiese a temblar de miedo y asombro.
El pirata salió de la camioneta y se llevó la radio, junto con su caña de pescar y su pesca del día, dentro del tugurio donde vivía. Los demás electrodomésticos, dejados a su suerte en la parte trasera de la camioneta, escucharon a la radio emitir canción tras canción con una incansable alegría, o por lo menos, eso parecía. Entre aquellas canciones se escuchó la melodía favorita de la tostadora: «I whistle a happy tune». La tostadora estaba segura de que no era una mera casualidad. La radio intentaba decirles a sus compañeros que, si eran valientes y pacientes y mantenían la calma, las cosas irían a mejor. Al menos eso era lo que creía firmemente la tostadora, independientemente de que fuese intención de la radio o simplemente una cadena cualquiera que habían sintonizado.
Después de cenar, el pirata salió de su chabola para examinar a los demás electrodomésticos. Manoseó la bolsa manchada de barro de la aspiradora y el cable pelado en la zona que había estado mordiéndolo. Cogió la manta y agitó su cabeza en un gesto de desaprobación. Examinó la lámpara y se dio cuenta de que su pequeña bombilla estaba rota, algo de lo que la misma lámpara no se había ni percatado. Debió suceder cuando se cayó de la silla, poco antes de encontrar la barca. Por último, el pirata cogió la tostadora e hizo un gesto de asco.
–¡Chatarra! –dijo mientras depositaba a la tostadora cerca de una pila de trastos viejos.
–¡Chatarra! –repitió mientras trataba de la misma forma a la lámpara.
–¡Chatarra! –dijo mientras arrojaba a la pobre manta al lado de un eje roto de un Ford del 57.
–¡Chatarra! –dijo mientras dejaba la aspiradora sobre el suelo asfaltado con un seco golpe.
–¡No es más que chatarra! –Tras llegar a este veredicto, el pirata se volvió a su choza, donde la radio no había parado de emitir música alegremente.
–Menos mal –dijo la tostadora en alto, tan pronto como se hubo marchado.
–¿Menos mal? –repitió la aspiradora alterada como si fuera el eco–. ¿Cómo puedes decir eso? Te acaban de decir que no eres más que chatarra y te han arrojado a un montón de basura.
–Si hubiese decidido llevarnos consigo a su choza y utilizarnos, se hubiera convertido en nuestro dueño, como le ha ocurrido a la radio. De esta forma tenemos una oportunidad para escaparnos.
La manta, totalmente derrotada, empezó a lloriquear y a quejarse desde donde la habían dejado colgada, cerca del eje roto del Ford.
–No, no; es cierto. No soy más que eso: ¡chatarra! Miradme, mirad estos rotos y estos descosidos y toda esta roña. ¡Soy chatarra! Este es el sitio que me corresponde.
El dolor de la lámpara no era tan ruidoso, pero no por ello menos amargo.
–Mi bombilla –murmuró por lo bajo–, ¡mi pobre bombilla!
La aspiradora gruñó.
–¡No os vengáis abajo! –dijo la tostadora en un tono de orden firme, con la esperanza de que hiciera efecto–. Ninguno de nosotros tiene nada malo; nada que una reparación no pueda solucionar. Tú –dijo dirigiéndose a la manta– todavía sigues en muy buen estado. Sigues funcionando. Sólo necesitas algunos remiendos y un lavado en seco y estarás como nueva. –Se volvió a la lámpara–. ¡Y menuda tontería lo tuyo! Montar semejante escena por una bombilla rota. Ni que fuera la primera vez que se te rompe ni será la última vez. ¿Por qué crees que existen los recambios? –Por último, se dirigió a la aspiradora–. ¿Y tú? ¡Vergüenza debiera darte, que tendrías que ser liderarnos! ¡Quien debiera inspirarnos con su enorme fuerza! Y en lugar de eso estás ahí quejándote sin hacer nada y sólo porque un viejo pirata que vive en un vertedero ha dicho que somos chatarra. Pero si lo más probable es que sea ese tipo de personas que ni siquiera sepan cómo usar una aspiradora.
–¿Eso crees? –dijo la aspiradora.
–Pues claro que sí y si lo piensas un poco, te darás cuenta. Y ahora, por el amor de Dios, sentémonos todos juntos y pensemos un plan para rescatar a la radio y escapar de aquí.
Fue realmente impresionante la rapidez con la que se las apañaron para tenerlo todo preparado para la noche. La aspiradora había recargado la batería agotada enchufándola a la batería de la camioneta del pirata. Mientras tanto la lámpara, en su inútil búsqueda de una segunda puerta distinta a la puerta por la que habían entrado –sólo había una–, descubrió un vehículo que satisfacía sus necesidades y que era mucho mejor que la silla de oficina que el pirata arrojó al río. Se trataba de un antiguo y amplio carricoche de vinilo, también conocido entre los electrodomésticos como cochecito de bebé.[4] Pero, independientemente de cómo se llamase, se encontraba en perfectas condiciones, salvo por un par de detalles sin importancia. Uno de ellos era un leve chirrido en la rueda delantera izquierda y el otro era que la visera plegable estaba deformada de tal manera que daba la sensación de que el cochecito se iba tambaleando hacia los lados cuando iba recto. Con unas pocas gotas de aceite tres en uno eliminaron el chirrido, pero el visor se resistió a los titánicos esfuerzos de los electrodomésticos por corregir su deformación. Aunque tampoco le dieron mayor importancia. Lo realmente importante es que funcionaba.
¡Y pensar que la mayoría de los objetos relegados a estar en este vertedero todavía tenían una segunda vida útil, como el cochecito! Había secadores de pelo y bicicletas de cuatro velocidades distintas, calentadores de agua y juguetes de cuerda que podrían seguir funcionando durante años y años si se les sometiese a una pequeña reparación. Pero, en lugar de eso, ¡se les envió al vertedero de la ciudad! Se podían escuchar sus suspiros desoladores y murmullos enloquecidos emerger de cualquier rincón oscuro; una espeluznante combinación que parecía intensificarse por momentos a medida que los objetos abandonados y desamparados fueron percatándose de la presencia de los recién llegados electrodomésticos llenos de energía.
–Nunca, ¿me oís?, nunca lograréis escapar –susurró con voz bronca un viejo radiocasete que había perdido la cordura–. ¡Nunca! Os quedaréis atrapados aquí como todos nosotros y os oxidaréis y os estropearéis y acabaréis cubiertos de polvo.
–¡Pues claro que lo lograremos! –dijo la tostadora–. Espera y verás.
Pero, ¿cómo lo harían? Ese era el problema con el que tenía que enfrentarse la tostadora y lo antes posible.
La forma más segura de resolver un problema es pensar antes de actuar y esto es lo que hizo la tostadora. Pensó en todo el esfuerzo del mundo que se tiene que invertir para quitar un tornillo oxidado. Al principio, el tornillo no se moverá lo más mínimo y es probable que el destornillador se resbale un poco; empezarás a dudar de si merece la pena seguir intentándolo. Pero no te rindes; decides ponerle unas gotas de disolvente si tienes un bote a mano y finalmente comienza a ceder. No estás del todo seguro, pero crees que lo conseguirás. Al cabo de un rato, para cuando quieres darte cuenta, ¡se ha soltado! ¡Lo has conseguido! Esta es la manera de pensar de la tostadora y, finalmente, a base de darle muchas vueltas, elaboró un plan para escapar de las garras del pirata y rescatar a la radio al mismo tiempo.
–Este es el plan –dijo la tostadora a los demás electrodomésticos, que se habían congregado a su alrededor en el rincón más oscuro del vertedero–: le asustaremos y saldrá huyendo. Cuando se haya ido, entraremos en su choza y...
–¡Ah, no! No voy a ser capaz de hacerlo –dijo la manta con horror.
–Entraremos en su choza –continuó tranquilamente la tostadora– y cogeremos la radio. La meteremos dentro del cochecito de bebé y después nos meteremos nosotros, excepto la aspiradora, claro está, que saldrá corriendo todo lo rápido que pueda de este lugar.
–Pero, ¿y la puerta? ¿No estará cerrada con llave? –quiso saber la lámpara–. Ahora mismo lo está.
–No, porque el pirata tendrá que abrirla si quiere salir y se asustará tanto que se le olvidará cerrarla.
–Es un plan brillante –dijo la aspiradora–, pero lo que no entiendo es cómo lograremos asustarlo.
– Bueno, ¿qué es lo que más miedo les da a las personas?
–¿Que les atropelle una apisonadora? –dijo la aspiradora intentando adivinar la pregunta.
–No, más terrorífico que eso.
–¿Las polillas? –sugirió la manta.
–No.
–La oscuridad –respondió la lámpara plenamente convencida.
–Casi –dijo la tostadora–. Tienen miedo de los fantasmas.
–¿Qué es un fantasma? –preguntó la aspiradora.
–Los fantasmas son personas que han muerto, pero que, de alguna manera, también están vivas.
–No digas tonterías –dijo la lámpara–. O estás muerto o estás vivo.
–Eso es –dijo la manta dándole la razón–. Es tan sencillo como el botón de encendido y apagado. Si estás encendido, no puedes estar apagado y viceversa.
–Ya lo sé y vosotros también, pero parece que las personas no lo tienen claro. Las personas se empeñan en decir que saben que los fantasmas no existen, pero aun así tienen miedo de ellos.
–Nadie puede tener miedo de algo que no existe –refunfuñó la aspiradora.
–No me preguntes por qué, pero lo tienen –dijo la tostadora–. Es lo que ellos llaman una paradoja. La cuestión es como sigue: las personas tienen miedo de los fantasmas. Por lo tanto, vamos a fingir que somos uno.
–¿Cómo? –le preguntó la aspiradora con escepticismo.
–Te lo demostraré. Agáchate... Mucho más... Enrolla tu cable alrededor del mío... Y ahora: levántame.

Fingieron ser un fantasma durante una hora y, cuando hubieron practicado suficiente, decidieron que ya estaban listos. Con mucho cuidado para que los demás electrodomésticos no se cayeran, la aspiradora caminó lentamente hacia la ventana del tugurio del pirata. La tostadora, subida encima del mango de la aspiradora, logró ver lo que sucedía dentro. De un lado, sobre una mesa entre una pila de platos sucios y el manojo de llaves del pirata, estaba cautiva la radio, y del otro lado, con un cochambroso pijama a rayas, preparándose para irse a la cama, se encontraba el pirata.
–¿Estás lista, manta? –susurró la tostadora. La manta, que estaba colocada sobre la aspiradora simulando ser un fantasma con una capucha en la parte superior a través de la cual la tostadora podía contemplar lo que pasaba, dio un último retoque a sus pliegues.
–Estoy lista –respondió la manta.
–¿Y tú, estás lista, aspiradora? –volvió a preguntar la tostadora.
Por un momento, la lámpara, que estaba medio escondida debajo del mango de la aspiradora, encendió su bombilla y después la apagó rápidamente. La bombilla que había cogido del portalámparas del techo de la camioneta sólo tenía la mitad de los vatios a los que estaba acostumbrada la lámpara, por lo que su haz de luz era, en consecuencia, menos intenso, tan sólo lo suficiente como para hacer que la manta desprendiese un leve resplandor amarillo.
–A asustar se ha dicho –dijo la tostadora.
Esa era la señal que estaba esperando la aspiradora.
–¡Uuuuuuh! –rugió la aspiradora con la más grave y espeluznante de las voces–. ¡Uuuuuuh!
El pirata levantó la vista, alarmado.
–¿Quién está ahí? –preguntó.
–¡Uuuuuuh! –continuó la aspiradora.
–Quienquiera que seas, será mejor que te marches.
–¡Uuuuuuh! ¡Uuuuuuh!
El pirata se acercó con cautela a la ventana de donde procedía el rugido. Tras recibir una señal eléctrica secreta de la tostadora, la aspiradora se deslizó silenciosamente fuera del alcance de la vista de la ventana.
–Uuuuuuh –resopló la aspiradora en un susurro apenas audible–. Uuuuuuh... Uuuuuuh...
–¿Quién está ahí? –preguntó el pirata, pegando su nariz al cristal de la ventana y buscando en la oscuridad del exterior–. Será mejor que contestes. ¿Me escuchas?
A modo de respuesta, la aspiradora hizo un ruido sofocante, ahogado y jadeante, un ruido que resultaba de lo más espeluznante, incluso para aquellos que sabían que tan sólo era el electrodoméstico quien lo estaba haciendo. Pero el pirata, que no tenía la menor idea de dónde procedía este misterioso rugido, empezaba a ponerse nervioso. Uno no espera oír ruidos extraños bajo su ventana en mitad de la noche si vive completamente solo en el vertedero de la ciudad y, si además eres supersticioso, como tienen tendencia a ser los piratas...
–Pues muy bien: si no me dices quién eres, ¡entonces tendré que salir afuera a comprobarlo yo mismo! –Se quedó un rato junto a la ventana, pero, finalmente, como nadie contestaba, el pirata se puso los pantalones y después se ató las botas–. ¡Te lo advierto! –gritó, aunque no en un tono precisamente amenazador.
Seguían sin responder. Cogió su manojo de llaves de encima de la mesa junto a la radio y se dirigió a la puerta, abriéndola de par en par.
–¡Ahora! –dijo la tostadora, dándole la señal secreta a la manta a través del cable eléctrico.
–No puedo –dijo la manta temblando de terror–. Me da mucho miedo.
–¡Hazlo!
–No puedo: va contra las reglas.
–Ya hemos hablado de esto antes y me lo prometiste. Y ahora, date prisa, ¡antes de que venga!
Con un espasmo de terror, la manta obró como había prometido. Tenía desgarrado uno de sus lados, en la parte donde la rama le había hecho un agujero la noche que salió volando por los aires. La lámpara estaba escondida detrás de esta rasgadura. Justo en el momento en que el pirata aparecía por una de las esquinas del tugurio, la manta movió la tela rasgada a un lado.
El pirata se paró en seco al ver aquella imagen fantasmagórica ante él.
–¡Uuuuuuh! –rugió la aspiradora una última vez.
Este fue el pie para que la lámpara encendiera su bombilla. Su haz de luz se proyectó, a través del agujero de la manta, directamente a la cara del pirata.
Cuando la lámpara lo iluminó todo, el pirata se encontró ante sí con una imagen que miró fijamente con horror cerval. Lo que vio fue tan aterrador como lo pudo haber sido lo que había visto la margarita o lo mismo que Harold y Marjorie habían visto: su propio reflejo en la carcasa cromada de la tostadora. Y, como había sido una persona de lo más despreciable desde su más tierna infancia, su rostro había adquirido esa fealdad propia que sólo se encuentra en el rostro de las personas más perversas. El ver semejante semblante haciendo muecas de espanto brotando de esta extraña figura encapuchada hizo suponer al pirata que se hallaba ante un fantasma especialmente peligroso, de ese tipo que sabe exactamente quiénes somos en realidad y conoce todas las cosas malas que hemos hecho e intenta castigarnos por ellas. Ante tales fantasmas incluso los piratas adultos huyen despavoridos, que es justo lo que hizo nuestro pirata.
Tan pronto como se hubo marchado, los electrodomésticos entraron de prisa y corriendo en la choza del pirata y rescataron a la alegre radio. Después, antes de que regresase el pirata, se subieron al cochecito y la vieja aspiradora lo remolcó con ellos dentro tan rápido como sus ruedas se lo permitieron.

Para su fortuna, no estaban muy lejos de su destino: el dueño vivía en Newton Avenue, a sólo un kilómetro y medio o así del vertedero de la ciudad. Llegaron a su apartamento muy temprano por la mañana, poco antes de que el camión de la leche cruzase la calle.
–¿Lo veis? –dijo la tostadora llena de gozo–. Al final todo ha salido a pedir de boca.
Lamentablemente la tostadora habló demasiado pronto. Sus desgracias no habían llegado aún a su fin y no todo saldría a pedir de boca, como no tardarían en averiguar.
La aspiradora, que tenía un buen olfato para estas cosas, llamó al telefonillo de la calle y apretó el botón del ascensor. Cuando la puerta del ascensor se abrió, entró en él remolcando el cochecito de bebé y apretó al botón del decimocuarto piso.
–Está todo cambiado –decía la lámpara al mismo tiempo que la aspiradora remolcaba el cochecito fuera del ascensor y atravesaba el pasillo–. Las paredes tenían rayas verdes y lunares blancos y ahora tiene rayas cruzadas.
–Somos nosotros los que hemos cambiado –dijo abatida la manta.
–¡Callaos! –dijo la aspiradora secamente–. ¡Recordad las reglas! –Presionó el timbre de la puerta del apartamento de su dueño. Los electrodomésticos se quedaron totalmente quietos y callados. Nadie abrió la puerta.
–Igual está durmiendo –dijo el radiodespertador.
–Igual no está en casa –dijo la aspiradora–. Vamos a comprobarlo.
Llamó al timbre otra vez, pero de una forma que sólo los electrodomésticos del apartamento conocían. En tan sólo cuestión de segundos respondió una máquina de coser de la marca Singer.
–¿Sí? –dijo la máquina de coser con un tono de amable curiosidad–. ¿En qué puedo ayudaros?
–Vaya... Discúlpeme, creo que nos hemos equivocado.
La aspiradora comprobó el número de la puerta y después el nombre en la placa sobre el timbre. La dirección era indudablemente la correcta, pero, ¿por qué tenía el dueño una máquina de coser?
–No será... –dijo una voz conocida desde dentro del apartamento–. ¡Pues sí que lo es! ¡La vieja Hoover! ¿Qué es de tu vida? ¡Pasa! ¡Pasa!
La aspiradora entró con el cochecito de bebé dentro del apartamento y cruzó la moqueta hasta ponerse enfrente de su vieja amiga la televisión. La manta se asomó discretamente por uno de los lados del cochecito.
–¿Y quién viene contigo? Vamos, sal; no tengas vergüenza. Cielo santo, vaya recibimiento.
La manta salió arrastrándose del cochecito, procurando mantener ocultos entre sus pliegues los estragos del viaje. Le siguió la radio, la lámpara y, por último, la tostadora. La televisión, que los conocía muy bien a todos de cuando vivían juntos en la casa de campo del amo, les presentó a la infinidad de electrodomésticos que había en el apartamento y que habían empezado a concentrarse en el salón. Algunos de ellos, como el Water Pik, la licuadora o la misma televisión, eran viejos amigos. Otros, como el estéreo o el reloj de mesa, eran viejos conocidos de los cuatro electrodomésticos que habían vivido en el apartamento en una ocasión, pero no de la tostadora. Sin embargo, la gran mayoría de ellos eran unos completos desconocidos para los cinco electrodomésticos. Había un montón de lámparas con sus tulipas, muy poco prácticas, agazapadas en mesillas y, fuera de la habitación, pequeñas lámparas de luz regulable con volantes y otras lámparas con forma de candelabro clavadas en las paredes del comedor. Fuera de la cocina se había apiñado una enorme tribu de inventos desconocidos: una olla de cocción lenta de la marca Crock-Pot, un abridor de latas, una plancha para hacer gofres, una picadora de carne, un cuchillo de trinchar y la nueva tostadora del dueño, que se encontraba algo incómoda.
–¿Qué tal? –dijo la nueva tostadora con apenas un hilo de voz cuando la televisión les presentó.
–Bien, ¿y tú? –respondió cálidamente la tostadora.
Ninguno de los dos electrodomésticos supo qué más decir. Afortunadamente, quedaban más presentaciones pendientes. La aspiradora tuvo que pasar por una situación igual de incómoda cuando le presentaron a la aspiradora del apartamento, que era –tal y como la aspiradora Hoover había temido– uno de esos nuevos modelos livianos que parecen como un pan de hamburguesa gigante sobre ruedas. Ambas aspiradoras se comportaron muy correctamente, pero se hacía evidente que la nueva miraba a la aspiradora Hoover por encima del hombro.
La manta se llevó el mayor de los impactos. Los dos últimos electrodomésticos que aparecieron en el salón fueron un vaporizador y un largo cable de luces de Navidad; ambos habían estado hibernando en el armario. La manta miró a su alrededor con ansiedad.
–Vaya... –dijo, haciendo un esfuerzo por parecer tranquila y amigable–. Supongo que aún quedará alguno más por presentar.
–No –dijo la televisión–. Ya estamos todos.
–Pero, ¿no hay otra manta?
La televisión evitó la mirada preocupada de la manta.
–No. El dueño ha dejado de usar mantas eléctricas. Ahora usa mantas de lana normales.
–Pero si él siempre... –La manta no pudo terminar la frase. Le abandonaron las fuerzas y cayó desplomado sobre la moqueta.
Un grito ahogado de asombro salió de los electrodomésticos reunidos en el apartamento, que hasta ahora no tenían ni idea del alcance de las heridas de la manta.
–¿Que ya no usa mantas eléctricas? –repitió la tostadora indignada–. ¿Por qué no?
La pantalla de la televisión empezó a parpadear y, después, a modo de evasiva, emitió un programa de jardinería.
–No fue decisión del dueño, de verdad –dijo la máquina de coser con su peculiar acento–. Incluso me atrevería a decir que estaría encantado de volver a ver a su vieja manta eléctrica.
La manta levantó la cabeza, extrañada.
–Es por la señora –continuó explicando la máquina de coser–. Dice que hace demasiado calor debajo de una manta eléctrica.
–¿La señora? –repitieron al unísono los cinco electrodomésticos.
–¿Es que no lo sabíais?
–No –dijo la tostadora–. No, no sabemos nada del dueño desde que dejó la casa de campo, hace ya tres años.
–Dos años, once meses y veintidós días, para ser exactos –dijo el radiodespertador.
–Es por esta razón por la que nos decidimos a venir aquí. Temíamos que..., no lo sé exactamente; pero creíamos que..., que nuestro dueño igual nos necesitaba.
–Vaya... –dijo la máquina de coser dándoles la espalda para mirar el programa de jardinería.
Con toda la discreción del mundo, la nueva tostadora retrocedió lentamente en dirección a la cocina y volvió a su puesto de trabajo en la encimera de Formica.
–Dos años, once meses y veintidós días es mucho tiempo –aseguró la radio a un volumen considerable–. Naturalmente que nos empezamos a preocupar. El acondicionador de aire dejó de funcionar del todo.
–Y, mientras tanto –dijo la lámpara–, ¡ni una sola explicación! –le reprochó a la televisión, que seguía hablando sobre el problema de los escarabajos.
–¿Alguno de vosotros nos puede decir qué pasa? –preguntó la tostadora seriamente–. ¿Por qué no ha vuelto a la casa de campo? Debe de haber una razón.
–Os lo diré –dijo el vaporizador dando un paso al frente–. Veréis, la señora padece fiebre del heno. Yo la ayudo un poco con su asma, pero cuando le da un ataque de fiebre, no hay nada que se pueda hacer y lo pasa realmente mal.
–Sigo sin entenderlo –dijo la tostadora.
La máquina de coser se lo explicó detalladamente.
–En lugar de ir al campo, donde con toda seguridad hay polen y polvo y ese tipo de cosas, pasan el verano en la playa.
–Y nuestra casa de campo, nuestra querida casa de campo, ¿qué va a ser de ella?
–Creo que el dueño tiene intención de venderla.
–Pero, ¿qué pasará con nosotros? –preguntó la tostadora.
–Me pareció escuchar algo sobre una subasta –dijo la máquina de coser.
La aspiradora, que se había comportado con gran dignidad durante la visita, no lo pudo soportar más. Con un rugido estentóreo agarró el cochecito de bebé como si fuese a apoyarse para evitar desmayarse.
–Vámonos –gritó–. Marchémonos de aquí, no nos quieren en esta casa. Volveremos a...
¿Adónde volverían? ¿Adónde irían? Se habían convertido en electrodomésticos sin hogar.
–¡Al vertedero! –dijo la manta gritando completamente histérica–. ¿No es ese el lugar para la chatarra? Eso es todo lo que somos ahora: ¡chatarra! –enrolló su cable haciendo un nudo–. ¿No es eso lo que dijo el pirata? ¡Chatarra! ¡Chatarra! ¡Chatarra! Todos nosotros y, especialmente, yo.
–Contrólate –dijo la tostadora firmemente, aunque sintió que sus botones estaban a punto de salirse de sus circuitos–. No somos chatarra. Somos electrodomésticos en buen estado y útiles.
–¡Mírame! –gritó la manta mostrando completamente el peor de sus descosidos–. Y mira estas manchas de barro, ¡mira!
–Tus rotos se pueden coser –dijo sosegadamente la tostadora. Se volvió a la máquina de coser–. ¿Verdad? –La máquina de coser asintió sin decir palabra–. Y las manchas se pueden lavar.
–¿Y luego qué? –preguntó la aspiradora secamente–. Supongamos que arreglan y limpian la manta y que reparan mi cable y mi bolsa y que a ti te sacan lustre. Supongamos todo eso, ¿qué pasará después? ¿Adónde iremos?
–No lo sé... A algún sitio. Ya pensaré en algo.
–Disculpadme –dijo la televisión quitando el programa de jardinería–. Me ha parecido oír que decíais algo sobre un... pirata.
–Sí –dijo nerviosa la máquina de coser–. ¿De qué pirata habláis? No hay ningún pirata en este edificio, espero.
–No hay nada que temer, ya no tenemos que preocuparnos de él. Nos secuestró, pero logramos escapar de sus garras. ¿Queréis escuchar la historia?
–Cielo santo, ¡sí! –dijo la televisión–. Me encantan las buenas historias.
De manera que todos los electrodomésticos se reunieron en círculo en torno a la tostadora, que empezó a contar la historia de sus aventuras desde el mismo momento en que decidieron dejar la casa de campo hasta el momento en que llegaron a la puerta del apartamento. Fue una larga historia, como ya sabéis, y mientras la tostadora la contaba, la máquina de coser se dedicó a coser todos los rotos y descosidos de la manta.

Al día siguiente, cuando la manta volvió de la tintorería que estaba al otro lado de la calle, los electrodomésticos del apartamento celebraron una estupenda fiesta en honor a sus cinco huéspedes. Las luces del árbol de Navidad se enredaron entre las tulipas de dos lámparas y parpadearon alegremente, mientras la televisión y el estéreo cantaban dúos sacados de las comedias musicales más famosas. A la tostadora le sacaron brillo y la aspiradora volvía a estar llena de vitalidad. Pero lo más maravilloso de todo fue que la manta parecía recién salida de la fábrica. Es posible que su tela amarilla no fuese tan brillante como antes, pero, en cualquier caso, seguía siendo de un amarillo intenso. Era el mismo tono, según decía la televisión, que el amarillo de las natillas o de las prímulas y que el del más suave de los papeles higiénicos.
La alarma de la radio sonó a las cinco en punto, y todos se callaron súbitamente, salvo la manta, que estuvo revoloteando alegremente por el salón durante un momento antes de que se diera cuenta de que la música había dejado de sonar.
–¿Qué sucede? –preguntó la manta–. ¿Por qué os habéis callado todos?
–Calla –dijo la radio–. Es la hora de «La casa del trueque».
–¿Qué es eso de «La casa del trueque»? –preguntó la manta.
–Un programa de radio de la cadena KHOP –dijo la tostadora emocionada– que nos ayudará a encontrar un nuevo hogar. Te dije que no te preocuparas, ¿no es así? Te dije que pensaría en algo.
–Callaos –dijo la lámpara–. Va a empezar.
La radio subió el volumen para que todos los electrodomésticos presentes en el salón pudiesen escuchar.
–Buenas tardes –dijo con una voz grave de locutor de radio– y bienvenidos a «La casa del trueque». El programa de hoy comienza con una oferta de lo más peculiar procedente de Newton Avenue. Parece que alguien que vive allí quiere intercambiar, presten atención a la lista, una aspiradora de la marca Hoover, un radiodespertador de frecuencias AM, una manta eléctrica amarilla, una lámpara y una tostadora de la marca Sunbeam. Todo esto a cambio de..., bueno, esto es lo que pone en el sobre: «lo que quiera». Pero lo realmente importante, según me dicen, es que el interesado debe tener una verdadera necesidad de estos cinco electrodomésticos, ya que su actual dueño quiere que sigan juntos. ¡Por motivos sentimentales! Lo que me faltaba por oír. En cualquier caso, si cree que necesita estos cinco electrodomésticos, llame al número KL5-9120. Repito: llame al número KL5-9120. Nuestra siguiente oferta no es tan peculiar. Parece que hay un particular en Center Street que ofrece, totalmente gratis, cinco adorables...
La radio cambió de emisora
–¡No podría haberlo hecho peor! –dijo la radio quejándose, olvidándose, en su irritación, de dejar de hablar con la voz del locutor.
–Estate atento al teléfono –le dijo la aspiradora a la radio–. Tendrás que hablar con ellos. Estoy nerviosísimo.
Los cinco electrodomésticos se reunieron alrededor del teléfono y esperaron a que sonase.
Existen dos corrientes de pensamiento sobre si los electrodomésticos pueden o no hablar libremente por teléfono. algunos insisten en que es una violación flagrante de las reglas y que bajo ninguna circunstancia se debe hacer, mientras que otros afirman que no pasa nada, ya que se trata de una situación en la que un electrodoméstico le está hablando a otro, en concreto, un teléfono. Vaya o no vaya contra las reglas, lo cierto es que son muchos los electrodomésticos –radios que se sienten solas, especialmente– los que usan los teléfonos de manera habitual, fundamentalmente para ponerse en contacto con otros electrodomésticos. Esto explica la proliferación de llamadas de números erróneos a horas intempestivas. Es imposible que las centrales telefónicas cometan tantos errores, aunque sean ellas las que acaben llevándose la culpa.
Sin embargo, nuestros cinco electrodomésticos no se han tenido que preocupar mucho de esta cuestión –por lo menos en estos tres últimos años–, ya que el teléfono de la casa de campo estaba desconectado. Además, con toda probabilidad, la aspiradora se habría opuesto a la idea de que cualquiera de ellos usase el teléfono, ya que tenía tendencia a adoptar la actitud conservadora. Pero, por cuestiones de absoluta necesidad, ya habían llamado a la tintorería y habían llevado allí a la manta, estableciendo un claro precedente para llamar a la cadena KHOP y ofrecerse a sí mismos en «La casa del trueque». Y ahora se encontraban todos reunidos alrededor del teléfono, ¡ansiosos por hablar con su nuevo dueño!
            Y el teléfono sonó.
–Y ahora, por lo que más quieras –advirtió la aspiradora–, no digas sí a la primera persona que llame. Averigua algo primero. No queremos ir a cualquier sitio.
–Entendido –dijo la radio.
–Y recuerda –dijo la tostadora–: trata de ser amable.
La radio asintió y cogió el teléfono.
–¿Dígame? –dijo.
–¿Es usted la persona de los cinco electrodomésticos?
–¡Soy yo! ¡Oh, cielo santo, desde luego que sí, soy yo!

Y de esta manera los cinco electrodomésticos se fueron a vivir con su nueva dueña, ya que resultó ser una mujer –y no un hombre– quien les llamó primero por teléfono. Se trataba de una pobre bailarina de ballet entrada en años que vivía completamente sola en una pequeña habitación detrás de su escuela de danza en Center Street, en el casco de la ciudad. A cambio de los cinco electrodomésticos, la bailarina dio sus cinco adorables gatitos de color negro y blanco. El antiguo dueño de los electrodomésticos nunca supo de qué manera, tras volver con su mujer de sus vacaciones de verano en la playa, llegaron a su apartamento cinco gatitos. La situación resultó ser de lo más incómoda, ya que su mujer era alérgica a los gatos. Pero eran tan adorables, que habrían sido incapaces de abandonarlos en la calle. Así que decidieron quedárselos y para combatir la alergia, simplemente su mujer decidió tomar más antihistamínicos.
Pero, ¿y los electrodomésticos?
Pues bien, estaban de lo más contento. Al principio, la aspiradora tenía sus dudas sobre entrar a servir a una mujer –nunca antes había trabajado para una mujer y estaba acostumbrada a hacer las cosas a su manera–, pero cuando se dio cuenta de lo desordenada y maniática que era su dueña en las labores del hogar, pronto se olvidó de sus reservas y se convirtió en el mejor de sus electrodomésticos.
¡Era fantástico sentirse útil otra vez! La radio retransmitía música clásica de lo más hermosa para que la bailarina la bailara y, cuando se cansaba y quería sentarse para leer, la lámpara iluminaba sus libros, y luego, cuando se hacía tarde y terminaba el libro, la manta irradiaba un agradable calor durante toda la larga y fría noche.
Y, al levantarse por las mañanas, la tostadora le preparaba unas estupendas rebanadas de pan, bien tostadas: con el punto justo, crujientes y perfectas.
Y de esta manera, los cinco electrodomésticos vivieron y trabajaron felices y llenos de vida, sirviendo a su querida dueña y disfrutando de la compañía mutua hasta el fin de sus días.




[1]En el original se utiliza la expresión wet blanket, que literalmente significa «manta mojada» y que equivaldría a nuestro «aguafiestas». Nótese el juego de palabras de la expresión coloquial en inglés: la tostadora está llamando «wet blanket» a una manta.
[2]El diálogo original dice así: «“Well, if that was a fair sample, I can’t say I’m very keen to hear the rest” said Marjorie. “Harold, you tell him–“ “It” the radio corrected. “We’re all its.” “Tell them” Marjorie continued (...)». Durante todo el cuento, los electrodomésticos siempre se refieren a sí mismos con el pronombre en inglés it, que no tiene un equivalente en castellano, por lo que este fragmento, en el que Marjorie se niega a tratarles como cosas, pierde parte de su esencia en la traducción.
[3]Para ser consciente de todo el significado que hay detrás de esta pesadilla y que hace que este cuento tenga un trasfondo mucho más adulto del que pueda parecer, hay que tener en cuenta que una de las formas de suicidio era la de meterse en una bañera llena de agua con la tostadora enchufada en la corriente eléctrica.
[4]En el original dice así: «This was a large vinyl perambulator, which is another word for pram, which is also known, in the appliances’ part of the world, as a baby buggy.». Como se puede ver, en inglés existe una gran variedad de términos distintos para referirse a los cochecitos de bebé, todos ellos con un matiz, a diferencia de lo que ocurre en castellano, donde no contamos con ese rico repertorio de palabras.

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