La modelo
Bernard Malamud
A
primera hora de la mañana, Ephraim Elihu llamó por teléfono a la Liga de
estudiantes de arte y preguntó a la mujer que cogió el teléfono que si podía
facilitarle el contacto de una modelo con experiencia para pintarla desnuda. Le
dijo a la mujer que le interesaba alguien de unos treinta años.
–¿Sería
tan amable de ayudarme?
–No
me suena su nombre –le respondió la mujer–, ¿alguna vez ha tratado con
nosotros? Algunos de nuestros estudiantes trabajan como modelos, pero, por lo
general, sólo lo hacen con pintores que conozcamos. –El señor Elihu dijo que
no. Quiso hacerle entender que era un pintor aficionado que estudió hace mucho
tiempo en la Liga.
–¿Tiene
estudio propio?
–Tengo
un salón amplio muy bien iluminado. Ya no soy ningún pipiolo –dijo–, pero he
vuelto a pintar tras unos años de parón y me gustaría hacer algunos estudios
del cuerpo humano y recuperar la sensibilidad de las formas. No soy un pintor
profesional, pero me tomo muy en serio la pintura. Si necesita referencias
mías, puedo proporcionárselas.
El
señor Elihu le preguntó que cuánto cobraban las modelos y la mujer, tras una
breve pausa, le respondió–: Seis dólares la hora.
Dijo
que le parecía un precio razonable; quería explicarle más cosas a la mujer,
pero no le dejó. La señora apuntó su nombre y su dirección y le dijo que creía
que, para pasado mañana, le encontraría a alguien. El señor Elihu le dio las
gracias por la gestión.
Esto
ocurrió el miércoles. La modelo se presentó el viernes por la mañana. La noche
anterior había llamado al señor Elihu y habían fijado la hora de la cita. Llamó
al timbre poco después de las nueve y el señor Elihu abrió de inmediato la
puerta. Se trataba de un hombre de setenta años, con el pelo canoso y que vivía
en una casa de ladrillos de color marrón cerca de la Novena Avenida; estaba
realmente emocionado por poder pintar a aquella joven muchacha.
La
modelo era una mujer de veintisiete años o así; el viejo pintor decidió que la
mejor parte de su cuerpo eran los ojos. Llevaba un chubasquero azul, pese a que
hacía un estupendo día de primavera. Al viejo pintor le gustaba la muchacha,
pero no se lo dijo. Ella apenas le dirigió la mirada cuando entró a su casa.
–Buenos
días –dijo.
–Buenos
días –respondió ella.
–Es
como la primavera –dijo el anciano–. Las hojas brotan de nuevo.
–¿Dónde
puedo cambiarme? –le preguntó la modelo.
El
señor Elihu le preguntó su nombre y ella respondió–: Señora Perry.
–Puede
cambiarse en el baño, señora Perry, o, si lo prefiere, no hay nadie en mi
cuarto y puede cambiarse también allí.
La
modelo dijo que le daba igual pero, tras pensárselo, prefirió cambiarse en el
baño.
–Como
desee –dijo el anciano.
–¿Vive
con su mujer? –le preguntó al echar un vistazo a la casa.
–No, soy viudo.
Dijo
que también había tenido una hija, pero había fallecido en un accidente. La
modelo dijo que lo sentía mucho.
–Ahora
mismo vuelvo. No tardaré en cambiarme.
–No
tengo ninguna prisa –dijo el señor Elihu, contento de poder pintarla.
La
señora Perry entró en el baño; allí se desnudó y volvió rápidamente. Se quitó
el albornoz. Su cabeza y sus hombros eran esbeltos y bien formados. Le preguntó
al anciano que cómo quería que posase. El anciano se encontraba junto a una
mesa de cocina con la superficie esmaltada, cerca de una amplia ventana. Sobre
la mesa, preparaba y mezclaba los colores de dos botes de pintura. Había otros
tres botes, pero no los utilizaba. La modelo le dio una última calada a su
cigarrillo y lo apagó sobre la tapa de una lata de café que había en la mesa.
–¿Le
importa que le dé una calada de vez en cuando?
–No,
no me importa siempre y cuando lo haga en los descansos.
–Faltaría
más.
La
muchacha lo observaba mientras se tomaba su tiempo mezclando los colores.
El
señor Elihu no miró inmediatamente su cuerpo desnudo, sino que le dijo que le
gustaría que se sentase en una silla junto a la ventana. Ambos estaban frente a
un jardín trasero donde había un ailanto cuyas hojas estaban empezando a salir.
–¿Cómo
quiere que me siente? ¿Quiere que cruce las piernas o no?
–Como
prefiera. Tanto me da que las cruce como que no. Como usted esté más cómoda.
A
la modelo le sorprendió la respuesta; se sentó sobre la silla amarilla junto a
la ventana y cruzó una pierna sobre la otra. Tenía una figura estupenda.
–¿Le
gusta así?
El
señor Elihu asintió.
–Bien
–dijo–. Muy bien.
Mojó
su pincel en la mezcla que había preparado y, tras mirar el cuerpo desnudo de
la modelo, comenzó a pintar. La miraba un momento y, después, retiraba la vista
rápidamente, como si tuviera miedo de ofenderla. Pero su expresión era
objetiva. Pintaba, aparentemente, con toda la tranquilidad del mundo y, de vez
en cuando, miraba a la modelo. Pocas veces la miraba. Ella actuaba como si él
no estuviera. En determinado momento, la modelo se giró para contemplar el
ailanto y el anciano se paró a estudiarla momentáneamente para descubrir qué
era lo que la muchacha podría haber visto en el árbol.
Después
la modeló miró al pintor con sumo interés. Observaba sus ojos y observaba sus
manos. El pintor preguntó si estaba haciendo algo mal. Tras una hora de
trabajo, la modelo se levantó bruscamente de la silla amarilla.
–¿Está
cansada? –le preguntó.
–No,
no es eso –dijo ella–, es que me gustaría saber qué narices se cree que está
haciendo. Francamente, dudo mucho que tenga la más mínima idea de lo que es
pintar.
Lo
había dejado sin palabras. Elihu cubrió rápidamente el lienzo con una toalla.
Tras
una larga pausa, el señor Elihu cogió aire profundamente, se humedeció los
labios y dijo que en ningún momento había dicho que fuera un pintor
profesional. Dijo que había intentado dejárselo muy claro a la mujer de la Liga
con la que habló por teléfono. Después añadió:
–Tal
vez haya cometido un error al pedirle que venga a mi casa. Creo que lo que
debería haber hecho antes es practicar un poco más por mi cuenta para no
hacerle perder el tiempo a nadie. Supongo que aún no estoy preparado para lo
que quiero hacer.
–Me
da igual si ha estado practicando o no –dijo la señora Perry–. ¿Sabe cuál es mi
sensación? Que no me estaba pintando. Es más, creo que ni siquiera está
interesado en pintarme. Lo que le interesaba era verme desnuda. A saber por
qué, sólo usted conoce sus intenciones... De lo que sí estoy jodidamente segura
es que la mayoría de sus intenciones no tienen nada que ver con la pintura.
–Creo
que he cometido un error.
–Claro
que lo ha cometido –dijo la modelo. Se puso el albornoz y se apretó bien fuerte
el cinto.
–Soy
pintora –dijo– y si poso es porque necesito el dinero, pero reconozco a un
farsante cuando lo veo.
–No
me sentiría tan avergonzado –dijo el señor Elihu–, si esa señora de la Liga de
los estudiantes de arte me hubiese dejado explicar mi situación. Siento lo
ocurrido –dijo Elihu con la voz quebrada–. Debería habérmelo pensado mejor.
Tengo setenta años. Siempre me han gustado las mujeres y me da mucha rabia no
tener amigas en este momento de mi vida. Esa era una de las razones por las que
quería volver a pintar, pese a que nunca me consideré como un pintor
especialmente dotado de talento. Y, también, creo que no soy consciente todavía
de que se me ha olvidado pintar. Me sentía tan fascinado por usted y, a su vez,
por la forma en que mi vida ha pasado tan rápido. Confiaba en que volver a
pintar me devolviese las ganas de vivir. Lamento mucho haberla ofendido y las
inconveniencias que haya podido causarle.
–Las
inconveniencias me las va a pagar, no se preocupe –dijo la señora Perry–, pero
por lo que no podrá pagarme es por el insulto de hacerme venir aquí, hasta su
casa, y someterme a sus ojos recorriendo mi cuerpo.
–No
era mi intención insultarla.
–Pues
lo ha hecho.
Después
le pidió al señor Elihu que se desnudara.
–¿Yo?
–dijo sorprendido–. ¿Para qué?
–Quiero
dibujarle. Quítese los pantalones y la camisa.
Elihu
dijo que hacía poco que se había deshecho de la ropa interior de invierno, pero
a la señora Perry no le hizo gracia.
El
señor Elihu se desnudó, avergonzado por el aspecto que debía tener ante ella.
Con
enérgicas pinceladas, la señora Perry empezó a dibujar sus contornos. Era un
hombre atractivo, pero se sentía mal. Cuando terminó de dibujar, mojó uno de
los pinceles del señor Elihu en una masa de pintura negra que había sacado de
uno de los botes y lo llenó de rayajos negros, dejándolo hecho un desastre.
Elihu
podía ver el odio en sus ojos, pero no dijo nada.
La
señora Perry tiró el pincel en una papelera y se metió otra vez en el baño para
vestirse.
El
anciano extendió un cheque por la suma que habían convenido. Le daba vergüenza
escribir su nombre, pero lo firmó y se lo entregó. La señora Perry metió el
cheque en su bolso y se marchó.
El
anciano se quedó pensando en que, a su manera, era una mujer atractiva, aunque
le faltaba algo de elegancia. Después, el anciano se preguntó a sí mismo:
–¿Me
queda algo más en la vida aparte de lo que tengo ahora? ¿Es esto todo lo que me
queda?
Parece
que la respuesta era un sí y empezó a llorar por lo rápido que había
envejecido.
Al
cabo de un rato, quitó la toalla que cubría el lienzo y trató de completar el
rostro de la modelo, pero ya no se acordaba de él.
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