Conveniencias
Edith Pearlman
Amanda Jenkins tenía algunos problemas con
su artículo «Connubis».
–Cannabis,
no. Connubis –le decía a Frieda, la chica del piso de abajo–.
Cielo santo, niña, ¿tú te crees que alguien estaría dispuesto a leer otra tesis
sobre la marihuana? ¿Cuándo vas a madurar?
–Ojalá
fuera tan madura como tú –le contestó Frieda, de quince años, a Amanda, que
tenía veinte–. ¿Qué significa connubis?
Amanda
dudó durante un momento. Por un lapso de tiempo, Ben Stewart, que estaba
escuchando la conversación desde la habitación, sólo alcanzó a oír el ruido de
la vajilla apilándose. Entre Amanda y él habían acordado que ella se encargaría
de lavar los platos y él se encargaría de la colada. Eran las cinco y media de
la tarde y Amanda y su joven amiga estaban fregando los platos del día anterior,
que habían pasado toda la noche en el fregadero y empezaban a oler.
–Connubis –empezó
a explicar Amanda– es una palabra que hace referencia a dos personas que están
casadas. O como si lo estuvieran.
–Como
tú y Ben –dijo Frieda.
–Algo
así.
Ben
se preguntaba a sí mismo a qué venían tantas vacilaciones. Vivían juntos como
si prácticamente estuvieran casados, un arreglo bastante habitual en estos
tiempos que corren. Lo único que podría llamar la atención era la diferencia de
edad, pero era una diferencia de tan sólo diez años...
–En
realidad –dijo Amanda–, no soy la amante de Benjamin, sino su hija...
–Deja
de tomarme el pelo –dijo Frieda resoplando.
–Bueno,
su sobrina –señaló Amanda con desparpajo–. Pero no carnal –siguió inventando
Amanda–. Su relación con mi tía se fue al garete cuando se enamoró de mí. Nos
escapamos juntos. Ahora vivimos con el miedo de que nos descubran. Si algún día
aparece lloriqueando una mujer de pelo canoso (mi tía, la mujer de Ben, que,
por cierto es bastante mayor que él), dile que, por favor,...
Amanda
se calló de repente. Frieda esperaba a que terminase la frase. Ben, también.
–¿Qué
quieres que le diga? –le soltó impaciente Frieda.
–Que
baje esos humos –dijo finalmente Amanda.
–¡Mandy!
–la llamó a viva voz Ben.
Amanda se asomó por
el marco de la puerta de la habitación, fogosa y con el pelo rizado. En su
camiseta se podía leer la palabra «auteur».
–Haz
el favor de no llenarle la cabeza de tonterías a la pobre Frieda –dijo Ben–. A
saber lo que estará pensando.
Amanda se subió a
la cama.
–No
tardará en olvidarse de todas esas tonterías y de empezar a pensar lo que ya
sospecha: que somos unos libertinos.
–¿Conque
eso es lo que somos?
–No
lo sé. ¿Qué somos, Benjy?
Ben
pensó unos instantes en la pregunta. Ben –criado en Brooklyn, de tez morena y
buena planta– era una persona respetuosa, especialmente con Amanda, a cuya
familia de Maine también respetaba. Hubo una ocasión, hace muchos años, en la
que sintió algo por la hermana mayor de Amanda, que actualmente estaba casada.
Ahora, Ben quería a Amanda, pero de una forma diferente.
Y
Amanda, ¿qué era la descarada de Amanda? Por lo menos era una excelente
estudiante de literatura. Ya le hubiese gustado a Ben que sus alumnos de la
facultad tuviesen su talento.
–Yo
soy un conformista –dijo Ben, ilustrando sus palabras curvando su mano sobre
uno de sus pechos. A Amanda se le escapó una risita. Ben estrujó la palabra
«auteur» al tiempo que colocaba su mentón sobre sus rizos. Se dio cuenta de que
la doble de Amanda se encontraba en el quicio de la puerta. En la camiseta que
llevaba Frieda podía leerse «Viva Godolphin».
–Pero,
Frieda, si no vives en Godolphin –le señaló Ben por encima de la cabeza de
Amanda.
–La
camiseta es de mi primo –dijo Frieda con su rubor habitual.
Godolphin
era la ciudad –más bien una parte de Boston– donde Ben, que trabajaba en Nueva
York, y Amanda, que estudiaba en Pennsylvania, habían elegido pasar las
vacaciones de verano. Se habían alquilado un cómodo apartamento en una de esas
casas de tres pisos. En el primer piso vivía una pareja de ancianos y en el
segundo piso vivía la tía de Frieda, una divorciada que había mandado a su hijo
a un campamento de verano. Su tía trabajaba de sol a sol en su vieja tienda.
Por su parte, Frieda era una chica de Manhattan. Sus padres, que eran
historiadores del arte, estaban pasando sus vacaciones de verano en Italia y
Frieda prefirió venir a Godolphin que ir a I Tatti.
–La
has dejado irreconocible –le dijo Ben a Frieda con tono serio.
Amanda
se levantó de la cama.
–Vente
con nosotras a la cocina, Ben –dijo alegremente–. ¿No habrás estado durmiendo
durante todo el día, verdad?
–Dadme
un minuto y estoy con vosotras –dijo mientras se levantaba de la cama. Cuando
salió del baño se paró frente a la mesa del comedor. Amanda y él tenían por
costumbre comer en la mesa redonda de la cocina y reservar la mesa de roble del
comedor para trabajar. Sus dos máquinas de escribir –la una frente a la otra– parecían dos guerreros preparados para el combate. Ambas
estaban rodeadas de folios y libros: los papeles de Ben estaban meticulosamente
ordenados, los de Amanda en el más completo desorden. Pese a que no tenía
ninguna intención de ponerse a trabajar en ese momento, Ben se sentó frente a
su máquina de escribir y empezó a refunfuñar.
Frieda
parecía sentir cierta predilección por los marcos de las puertas. En ese
momento se encontraba medio escondida entre la puerta de la cocina y el
comedor.
–¿Sobre
qué estás escribiendo?
–Sobre
Hawthorne –le dijo Ben–. Sobre su primera novela –concretó aún más–. Se
titula Fanshawe.
–¡Vaya!
–dijo tras un breve momento de silencio–. No he leído nada de Hawthorne.
–Ya
estás tardando.
–Fanshawe.
Una novela de espíritu gótico –dijo Amanda en voz alta desde la cocina–. Aunque
he de reconocer que el argumento es inteligente. Además hay un par de
personajes más o menos graciosos. No creo que Hawthorne sea un mal escritor.
–Hawthorne
es agradecido de leer –musitó Ben.
–¿Qué
es lo que vas a decir de Fanshawe? –le pregunto Frieda.
Ni
el mismo Ben lo sabía.
–Ojalá
pudiera decírtelo –contestó–, pero el ser reservado es una parte fundamental
del trabajo de un investigador. Tenemos que cultivar nuestras ideas en el más
oscuro silencio de nuestras mentes antes de que puedan ver la luz. Cuando estén
a la altura de tu brillante cabecita, te las haré saber. –Siguió de esta guisa
durante un buen rato, incapaz de parar, hasta que al final Amanda lo llamó para
que fuera a cenar.
–¿Quieres
quedarte, Frieda? –le dijo con la más hermosa de sus sonrisas–. Tu tía volverá
tarde de la tienda.
No
hizo falta que se lo preguntara dos veces.
En
la cocina había colgadas unas plantas que, unas semanas antes, habían estado
rebosantes y llenas de vida. Los cuadros bordados, colgados en las paredes de
la casa, eran obra de la señora Cunningham, a quien Ben y Amanda, a través de
la tía de Frieda, habían alquilado el apartamento. El señor y la señora
Cunningham, ambos profesores, se habían marchado a Iowa para sus vacaciones de
verano.
–¿Cómo
eran los Cunningham? –preguntó Amanda a Frieda al tiempo que servía la ensalada
de atún.
–No
sabría decirte. Yo llegué tan sólo una semana antes de que se marcharan –dijo
Frieda con cautela.
–¿Pero
qué impresión te dieron?
Frieda
se aclaró la garganta–: Serios, ordenados y tradicionales.
–Son
como esos gatos de cerámica traídos de China que tienen en el salón –dijo Ben,
dándole la razón. Se sirvió una zanahoria–. ¿No podrías haberla pelado, Amanda?
Cuando me toca a mí hacer la cena siempre pelo las zanahorias.
–Se
me ha olvidado.
–A
mí nunca se me olvida.
–Pero
casi siempre se te olvida tirar de la cadena –le recordó con un dulce tono de
voz.
–Estoy
plenamente convencido de que los Cunningham nunca discuten –dijo dirigiéndose a
Frieda.
–No
lo sé.
–Ella
tiene su punto de cruz y él su periódico de las mañanas. El suyo es un
matrimonio de dos mentes distintas. Están hechos el uno para el otro. ¿Te
acordaste de comprar fresas, Amanda?
–Tómate
un pepinillo –le dijo Amanda–. Lo de estar hechos el uno para el otro es justo
de lo que intentaba hablarte anoche. Lo de
estar hechos el uno para el otro no es, en absoluto, lo más importante en un matrimonio, Ben.
Sólo sirve en el período de novios. Estar hechos el uno para el otro no tiene
nada que ver con la melosa gratificación mutua que has intentado destacar
mediante insinuaciones..., insinuaciones...
–¿Sarcásticas?
–Sarcásticas.
En mi artículo, Connubis, expongo la idea de que...
–¿Es
una idea que está a la altura de las mentes más brillantes? –preguntó Frieda–.
¿Merece ver la luz y darse a conocer?
–Pues
claro. Empiezo a darme cuenta de que las creencias tradicionales sobre las
razones que llevan al matrimonio están pasadas de moda. Como la mayoría de las
creencias tradicionales. El matrimonio ya no te proporciona seguridad. Es el
Estado de bienestar quien te proporciona la seguridad.
–Pero
si vivimos en un sistema capitalista –dijo Frieda.
–Tal
vez tú vivas en un sistema capitalista en ese instituto sólo para mujeres al
que vas. El resto del país vive en un Estado de bienestar. En cierto sentido.
¿Por dónde iba? ¡Ah, sí: por la seguridad! Ya no hay seguridad en el
matrimonio. Y la gente ya no se casa tampoco por una cuestión de estatus
social, porque el matrimonio ya no te lo proporciona. Ni tampoco se casan por
el placer del sexo, porque cualquiera puede lograrlo fácilmente en cualquier
momento...
–No
me había dado cuenta –dijo Ben, mirándola fijamente.
–…
tanto si está soltero como casado –siguió en un tono más bajo.
–Entonces,
¿por qué debería casarse una persona? –preguntó Frieda.
Amanda se puso a pensar
en la pregunta. Mientras tanto, Ben pensaba en la alegría de casado de
Hawthorne. Finalmente, Amanda respondió–: Existen dos razones para casarse: por
dinero y por dinastía.
–¿Por
dinero? –dijo Frieda–. Pero si acabas de decir que vivimos en un Estado de
bienestar que nos proporciona seguridad.
–La
seguridad no es lo mismo que progresar.
–¿Y
la dinastía? –preguntó Ben.
Amanda le dirigió
una de sus miradas fulminantes.
–¡Piénsalo!
Una pareja no necesita quererse para crear una familia, ni siquiera necesita
ser compatible.
–¿Tampoco
necesitan ser de distinto sexo?
Amanda levantó su
mano, agitándola con impaciencia.
–Deben
completarse como pareja. Sea lo sea que quieran para ellos mismos y su
descendencia lo deben proporcionar uno u otro de los cónyuges. Si mi familia
tiene poder, lo mejor es que la tuya tenga dinero. Si yo tengo sabiduría, lo
mejor es que tú seas empático...
–Tener
empatía –le cortó Ben.
–…y
etcétera, etcétera. Elegimos a la otra persona en función de las necesidades de
nuestra futura familia en lugar de nuestros deseos personales, que los podemos
satisfacer por otro lado... Es, en una palabra, ¡el mariage de
convenance!
–En
una frase, más bien –le corrigió Ben–. El antiguo mariage de convenance no
tiene nada que ver con el amor.
–Tampoco
el nuevo.
Ben
le dedicó a su hermosa amada una intensa mirada. ¿Realmente creía en todo lo
que estaba diciendo o estaban ella y su adlátere jugando con él a un rebuscado
juego propio de las mujeres?
Ben sabía que no se
casaría con ella. Estaba orgulloso de la forma de ser de Amanda y disfrutaba
con su compañía, pero no era la compañera de por vida que se había imaginado.
Por su parte, Amanda afirmaba con altivez que ella estaba utilizándolo para que
la condujera a través de los placeres terrenales. Ambos terminarían el verano
como buenos amigos, nada más. Al terminar la universidad, Amanda trataría de
embarcarse en una gran aventura. Se marcharía a vivir a algún palacio indio y
rodeada de excrementos.
–«La
vida se construye sobre un camino de mármol y barro» –citó Ben en voz baja.
–¿Hawthorne?
–Hawthorne.
–Hawthorne
tenía razón.
Amanda
era, en cierto sentido, tan ingenua como Frieda. Ben contempló a través de la
mesa los dulces rostros de ambas: el rostro aún desconcertado de Frieda bajo
una maraña de pelos y el rostro emocionado de Mandy. Sus ojos desorbitados
revelaban que creía fervientemente en su nueva teoría. Ben sabía que Amanda no
descansaría hasta hacérsela saber al mundo. Era esta actitud la que hacía
sospechar a Ben de su astuta hipocresía. ¡Ay, esa sinceridad neoyorquina de
Amanda! ¡Y, ay también, esa desconfianza propia de los de Brooklyn! No son
buenas compañeras. ¿Qué narices estaban haciendo los dos en este sitio,
poniendo patas arriba el hogar de los Cunningham, y estimulando de más la
imaginación de la buena de Frieda? Le sonaron las tripas, como si estuvieran
quejándose.
–¿Qué
hay de postre? –preguntó cortésmente.
–¿De
postre? –respondió Amanda–. No hay nada.
El
verano transcurría tranquilamente. Amanda iba todos los días a su trabajo como
mecanógrafa en las oficinas de la gaceta semanal de Godolphin. Al acabar
regresaba a casa y se ponía a trabajar en su artículo, que iba cada vez mejor.
Ben impartía un par de cursos en la universidad, y al acabar regresaba a casa y
se ponía a trabajar en su artículo. Mientras tanto, Frieda seguía merodeando
por los marcos de las puertas.
Connubis pasó
a titularse Mariage de convenience. Al principio, Amanda había
concebido su artículo como una brillante guía para las mujeres jóvenes sobre
las costumbres en el matrimonio del pasado y de la actualidad. Pero ahora se
había convertido en un manifiesto, una llamada al sentido común.
–Si
el matrimonio no supone ninguna ventaja –declaró una noche–, ¿qué necesidad hay
de casarse? La mujer moderna no debe dejarse llevar por sentimentalismos a la
hora de contraer matrimonio.
–Me
parece que la cena se está quemando –dijo Frieda.
Mandy quitó la olla
del fuego y sirvió las judías estofadas. Cuando todos estaban cenando,
continuó con su discurso.
–Es
posible que la costumbre romana de la concubinitas desprestigiase
la institución del matrimonio, pero sus miembros no perdían prestigio. Sin
embargo, la dignitas, pese a su nombre, era una forma de
explotación. Se esperaba que fuera la mujer la que se encargase de los hijos y
tanto ella como los hijos estaban bajo la potestas del hombre.
En lo que respecta al matrimonio endogámico de los años oscuros de la Edad
Media, se está recuperando hoy en día mediante el fenómeno muy difundido de la
«familia extensa». Pero esos entusiastas que quieren restaurar y fortalecer la
familia extensa no se dan cuenta de que el sistema endogámico conlleva venganzas
personales, la compra de esposas y, en algunas ocasiones, el secuestro de
novias.
Los
dos comensales no abrieron la boca. Por fin, Ben dijo algo–: Quita lo de
«entusiastas».
–¿Cómo
dices? Sólo intentaba daros conversación.
–No
has parado de citar frases.
Se
llevó una mano a sus rizos.
–Vaya...,
¿eso he hecho?
–Estas
judías están asquerosas –dijo Frieda.
Sus
invitados, que se habían puesta de acuerdo por una vez, la miraron fijamente.
–Sólo
intentaba daros conversación –protestó Frieda–. Escuchad, mañana hago yo la
cena.
Frieda
no tardaría en hacerles el desayuno y la cena, levantándose temprano por las
mañanas para prepararles el café. A Ben y a Amanda les gustaba dormir hasta
tarde. Frieda también limpiaba. A Ben le gustaba llegar a su casa y encontrarse
con el apartamento reluciente. Todas las tardes se sentaba delante de su
polvorienta máquina de escribir con una estupenda sensación. Junto a la máquina
de escribir empezaron a apilarse páginas dignas de elogio. Poco a poco empezó a
ver con ojos benevolentes la primera novela de Hawthorne. Incluso el propio
autor llegó a repudiar Fanshawe –hasta el punto de condenar
todas las copias de las que disponía a las llamas–, pero él, el doctor B.
Stewart, recuperaría la obra y la presentaría como la precursora, aunque
imperfecta, de sus posteriores obras maestras. Fue de gran ayuda para todas
esas tardes saber que había un cuenco de fresas en la nevera y un bizcocho en
la encimera. Por su parte, Frieda trataba de molestar lo menos posible.
–Todas
las hijas deberían ser como tú –dijo Ben una noche.
Frieda se puso roja
de ira. Amanda frunció el ceño.
–Quería
decir todas las hermanas pequeñas –dijo, obteniendo la misma respuesta–. ¿Todas
las compañeras silenciosas? ¿Cómo te consideras tú, cariño?
–Una
abnegada esposa –dijo.
–¿Como
Phoebe en La casa de los siete tejados?
–Sí.
–Frieda había estado haciendo los deberes.
Todos
los viernes, los tres iban al cine y comían pizza. Todos los martes, Frieda se
iba con su tía a visitar a otra de sus tías, dejando a Amanda y a Ben solos
para que se divirtieran por su cuenta. Se tomaron la ausencia de la niña con la
misma naturalidad con la que se tomaban su presencia. Algunas veces hablaban
entre ellos de la devoción que sentía por ambos.
–Esa
chica te adora –dijo Amanda.
–Esa
chica te adora –le contestaba Ben amablemente.
–Nos
adora a los dos. Adora mi exuberancia y tu intelecto. Es maravilloso que te
adoren. Pero ¿qué es lo que va a hacer Frieda cuando vuelva a West End Avenue
con esos dos estetas que tiene por padres?
–La
llamaré de vez en cuando –dijo Ben–. Iré a por ella a la ciudad y la llevaré a
algún concierto. Después la llevaré a tomar el té, como si fuera su tío.
–¿Adónde?
–preguntó Amanda.
–A
Palm Court –dijo Ben, que se sentía dadivoso.
–¿Serías
capaz de hacer eso por Frieda? –preguntó Amanda sin asomo de envidia.
Era medianoche.
Acababan de hacer el amor. Mandy, con una larga camisa de noche, se sentó en la
mecedora del porche para contemplar, a la luz de la luna, la avenida llena de
casas de tres pisos, cada una de ellas con su arce. Ben le dio un beso y se
apoyó sobre la valla, dándole la espalda a la hermosa perspectiva.
–No
sé si haré algo por Frieda –dijo bostezando–. No sé qué pasará a partir de este
momento.
No
era cierto. Sabía lo que iba a pasar a partir de ese momento. Mientras
contemplaba ante él a esa joven mujer tendida en la mecedora, pudo ver otra
versión de esa joven mujer, llevando una gorra y una sudadera como le
corresponde a una universitaria. Las hojas de los acres empezaban a otoñar.
Amanda se despediría de él. Ben se vio a sí mismo, vestido para la ocasión,
regresando a Nueva York y asistiendo a las densas sesiones de terapia con el
psicólogo de ojos saltones de la
Seguridad Social que el
destino le tenía reservado.
–Seguiremos
siendo amigos –le prometió Amanda con toda la ternura del mundo.
Le
tocaba a Ben hacer las lecturas durante la cena.
–Sorprendentemente,
Hawthorne tenía una visión de la vida bastante pesimista, teniendo en cuenta lo
bien posicionado que estaba en la sociedad, y que tenía una mujer comprensiva y
unos buenos hijos. Aun así su visión de las cosas resulta de lo más trágica.
Especialmente en El fauno de mármol, en el que el tema del pecado y
el sufrimiento se mezcla con una trama de asesinato y paganismo, ¿es posible
que...?
–¿Una
mujer comprensiva? –dijo Amanda con tono despectivo–. En mi opinión, Sophia
Hawthorne era una meapilas que le permitía revolcarse con cualquiera en la
Granja Brook mientras ella esperaba castamente en Salem.
–No
existen documentos que demuestren prácticas sexuales irregulares en la Granja
Brook.
–Es
de suponer que las había.
–Nathaniel
creía firmemente que el matrimonio le había salvado.
–A
Sophia lo arruinó.
–Viajaron
a Italia, ¿verdad? –dijo Frieda–. Menudo par de idiotas. Servíos un poco más de
bullabesa.
Ben
se planteó seguir discutiendo, pero en su lugar eligió tomar más bullabesa. Los
impertinentes comentarios de Mandy ilustraban a la perfección esas novelas en
las que la tranquilidad de los matrimonios en sus casas se veía amenazada por
los maldades del exterior. El orden moral era algo que sólo se podría alterar
fuera de las paredes de la casa. En Fanshawe –que ahora se presentaba ante los ojos de Ben como un relato
moral en el que la imperturbabilidad de la vida doméstica acaba triunfando
sobre la pasión desenfrenada–, esto se hacía particularmente bastante patente. Por
las tardes, sentado en el salón de los Cunningham, Ben estaba plenamente
convencido de que su postura era la correcta. Desde la comodidad de su postura,
ahora era capaz de mirar fijamente y sin pestañear a los demonios de Hawthorne.
La limonada de Frieda también contribuyó.
El
verano estaba llegando a su fin. Una calurosa noche de agosto, Ben y Amanda se
sentaron en el porche a beber vino y a contemplar las estrellas que asomaban
sobre los tejados de las casas. Amanda estaba sentada en la balaustrada, Ben
sobre una silla de lona.
Estuvieron callados
durante un rato.
–Nos
lo hemos pasado bien en este sitio –dijo Amanda, iniciando la conversación.
–No
nos lo hemos pasado mal –admitió Ben.
–Lo
hemos pasado tan bien –volvió a repetir Amanda.
Ben se abstuvo de
hacer más comentarios.
–¿Te
parecería mal si me marchase un poco antes de lo que habíamos previsto? Digamos
que antes del fin de semana del Día de los Trabajadores? Un amigo me ha
invitado a su casa.
Ben no se
equivocaba: sintió una punzada en su corazón.
–¿Un
amigo te ha invitado? No será ese gilipollas egocéntrico con el que te ves en
la universidad, ¿verdad? ¿Ya ha vuelto del extranjero?
–Su
familia tiene una de las casas más encantadoras que he visto junto a un viñedo.
¿Te importa, Ben?
Y
bien, ¿le importaba? Podía ver ese brillo especial en los ojos de Amanda. Ay,
el amor.
–Pues
algo sí que me importa –dijo Ben con total sinceridad–. Pero a mí también me
han invitado para ir a Fire Island –mintió–. Así que ve, cariño.
–Ven,
siéntate aquí conmigo –dijo con suave tono de voz.
Se abrió paso hasta
la balaustrada. Deslizó uno de sus brazos sobre sus hombros.
–«Lo
que hemos hecho nos ha consagrado por sí mismo» –susurró Ben.
–Pobre
Ester.
–Nos
lo hemos pasado bien en este sitio –dijo Ben.
–Como
si fuéramos un matrimonio entrado en años –dijo Amanda.
–O
como dos hermanos.
–Es
lo mismo. El incesto constituye un componente esencial de los mejores
matrimonios.
–¿Ah,
sí? –le susurró al cuello.
–Sí.
Los mejores matrimonios no se asemejan, se complementan. Los mejores
matrimonios tienen tanto una visión del pasado como una visión del futuro. Los
mejores matrimonios...
–Los
mejores matrimonios –dijo Ben iluminado de repente– tienen una sirviente.
Frieda
odiaba llorar. En su lugar se puso a hornear una tarta «Reina de Saba».
–Creí
que os ibais a casar –se quejó sonoramente– y en lugar de eso os vais a separar.
Me habéis arruinado el verano.
–Calla
–dijo Amanda–. Ben está intentando trabajar.
El
sonido de las teclas de la máquina de escribir de Ben, que estaba en el salón,
corroboró las palabras de Amanda. Al cabo de un rato, volvió a la vieja
costumbre de escuchar a escondidas.
–…
locas en la familia y algunos desórdenes en la de Ben –se escuchaba explicar a
Amanda–. Gingivitis, ese tipo de cosas. No, no, eso hubiese sido imposible, por
no decir hasta ilegal, al estar Ben casado ya con mi tía.
–Que
te den –dijo Frieda.
–Este
lugar es precioso –continuó diciendo Amanda–. Confío en que los Cunningham no
tengan razones para quejarse. Lo cierto es que nosotros no podemos quejarnos.
Te vamos a echar de menos.
–¿Os
echaréis de menos el uno al otro?
–¡Demasiado!
–dijo Amanda, obligando a Ben, el profesor, a gritar por lo alto «¡En exceso!»,
tras lo cual corrió hacia la cocina y con una alegría desmesurada llenó de
besos y abrazos a sus dos chicas.
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